sábado, 10 de agosto de 2013

El primer amor de mamá

Vi a mi madre por última vez en julio, en Argentina, con un frio húmedo y una lluvia densa. No sabía que iba a ser la última charla, el corte definitivo con el cordón. Mi madre estaba sola en su casa grande. Siempre me esperaba sola, como para santificar ese momento: sola como toda mujer con su embarazo. Un poco más arrugada que la última vez, sin embargo, la luz de sus ojos me marcaban un cambio positivo. Ahora se parecía a un buda, con toda su sabiduría y su jerarquía moral. Yo había dejado definitivamente a una mujer en Francia, mi amor se había gastado sin siquiera darme cuenta. Mamá ya sabía, pero se lo comenté igual porque la redundancia afirma las ideas y a veces adorna las palabras. Esperé la respuesta con una ansiedad que mis ojos vendían. Me inquietó ver en sus retinas un movimiento raro, como queriendo huir de mi presencia. Extrañamente me sentí culpable. No esperaba eso. Sus ojos se humedecieron.
__¿Dejaste a Cecilia?—Preguntó, retóricamente.
Le dije que si, y le remarqué que era para siempre. Su incomodidad me exasperaba. Tomó un pañuelo, se secó las lágrimas y me fusiló:
__No sabés qué feo que es que te dejen.
¿Quién fue ese hombre que dejó a mi viejita? Repasé la historia de mi madre que, mi padre más que nadie, me enseñó. Lo debe haber amado entre los 15 y los 20 años, que fue cuando conoció a papá. Y ahora, medio siglo después, esa persona se colaba por los labios y por los ojos de mi madre, por su pasado y por su presente. Volvía con una fuerza incontenible, implacable… Volvía hacia mi.
Yo no voy a volver con Cecilia. Ni en pedo. Pero sentí en ese instante que Cecilia se vengaba en los ojos y en los labios de mamá, para siempre, hasta que me ganen las arrugas.