jueves, 21 de agosto de 2014

La doncella inca




La doncella inca
           
La doncella tenía las trenzas muy elaboradas. Ni un solo pelo estaba fuera de lugar. Su estado de conservación abrumaba y los arqueólogos hablaban en voz baja para no molestarla. ¿Los que viajaban en el  tiempo eran ellos o era ella? La bajaron de la montaña y hoy adorna una vitrina del Museo de arqueología de la alta montaña, en Salta.
            La doncella de 15 años y dos niños más fueron hallados en la cima del volcán Llullaillaco, en el límite con Chile, a 6.770 metros de altura y a 500 años de distancia. Nada invita para acercarse a ese inhóspito lugar, salvo la consabida atracción que generan las alturas para ciertos rituales y ciertas creencias. Esa ausencia de visitas y las condiciones del clima preservaron a estas momias, o para ser más exacto, momificaron estas criaturas.
            Los primeros que reclamaron fueron los chilenos. No lo hicieron mucho, porque los cuerpos estaban del lado argentino. Así que se llamaron a silencio en breve.
            Los segundos que protestaron fueron los diaguitas y quechuas del norte argentino. Aseguraban que esas momias eran suyas, porque ellos eran los legítimos herederos de esos cuerpos sacrificados en las nieves. El imperio Inca había sometido todo el noroeste argentino y habrían usado a los ancestros de los diaguitas y quechuas— pueblos sometidos— como elemento a inmolar. Sin embargo, los arqueólogos, contentísimos de esta novedad, descubrieron que en las trenzas de la doncella había signos de otras tierras. En efecto, las incas adornaban sus cabellos según su lugar de procedencia. Determinaron los estudiosos que venía de lo que hoy es Perú. Los peruanos entonces reclamaron los cuerpos. Pero como los estudiosos eran mayormente yanquis, obviamente intentaron dirimir el diferendo postulando como alternativa un buen museo de los Estados Unidos. Para mayor confusión, los arqueólogos descubrieron que las momias procedían de la alta nobleza y recordaron algo sabido: la gente iba contenta al sacrificio—pactado desde mucho tiempo antes—porque se consideraba un privilegio ser el centro de la fiesta.
            Las protestas siguieron por otro lado. Se quejaron algunos cristianos porque consideraron que la exhibición de un cadáver es algo que dios no quiere. También se quejaron los editorialistas de una prestigiosa revista científica que proclamó la «…falta de consideración, rayana con el desprecio por la humanidad de los integrantes de una antigua cultura indígena» (Por supuesto, los indios también se quejaron con el mismo argumento, demostrando que habían sido cristianizados.) Pero, mal que les pese a todos ellos, los Incas tenían la costumbre de exhibir, al menos una vez al año, a sus ancestros momificados en una especie de procesión, donde todo era alegría.
Hoy la doncella y sus dos amigos están en  la ciudad de Salta. Se les creó un microclima que recrea las condiciones de la alta montaña puneña. Como mantenerlas bajo estas condiciones genera un gasto importante, el museo cobra una entrada que no es para el bolsillo de cualquiera, por ejemplo para el bolsillo de un diaguita que pide una moneda en las escaleras de la catedral de Salta.
Sería deseable que todos abramos un poco más la mente: las neuronas no deben ser momificadas, los corazones tampoco. Además, el único interés que despertó el volcán Llullaillaco antes de estos descubrimientos fue es 1877, fecha en que despidió unas bocanadas de humo. Si este gigante, que es el segundo volcán activo más alto del mundo, llegase a explotar, vamos a felicitarnos de haber rescatado a sus centinelas. “Llullaillaco” es una vieja palabra del  quechua antiguo. Los quechuas de hoy no saben lo que significa. Nosotros tampoco.

lunes, 18 de agosto de 2014

Los tiempos de mi reloj



Los tiempos de mi reloj

El tiempo en que fue hecho: año 1952. Me remito a ese momento cuando lo miro. Era alta tecnología por entonces. Perón probablemente tenía uno.
Su tiempo de vida: 62 años. Ha pasado por la muñeca de mi abuelo, de mi padre, la mía.
El tiempo que me marca: Es el tiempo más ordinario que me ofrece. No es muy exacto. Cualquier reloj digital te tira la hora con mayor justeza.
El tiempo que le doy: Es a cuerda. A la mañana le doy vida. Freud registraba la historia de un desesperado. Muy deprimido se había tirado bajo un tren. Su reloj había dejado de latir horas antes. Freud asociaba el olvido de darle cuerda a ese reloj con la depresión de ese sujeto. Hay días en los cuales me olvido de darle cuerda. Lo miro. Entonces me acuerdo de Perón, me acuerdo de mi abuelo, me acuerdo de que son las cuatro y puedo perder el tren.
A mi hijo, si lo quiere, le quedará este bonito reloj.  Muchos me critican que lo use. Afirman que es demasiado preciado como para ir por el mundo tentando a la fortuna. Yo replico que un stradivarius debe sonar porque fue hecho para eso, para ser usado, no para ocupar una vitrina o un cajón. Y si algún día me lo roban o se me pierde, será cosa del destino. Será que llegó su último momento. Será que será el fin de los tiempos de mi reloj.

sábado, 16 de agosto de 2014

El bufón, el mercenario y el sensato



El bufón, el mercenario y el sensato
           
Los religiosos siempre trataron de vincular las ciencias a sus creencias. Hablo de los arreglos que inventaban para justificar novedades inocultables. Hay muchos casos conocidos, como aquel que postula que los fósiles serian vestigios de aquellos animales que no llegaron a subir al arca, y que por lo tanto no eran queridos por dios. O de aquel otro que asegura que el Big Bang está contenido en el inicio del Génesis. Patrañas torpes acuñadas con prontitud para no quedar mal parados, sin dudas.
            Lo que ahora  vengo a ofrecer  son ciertos ejemplos que encontré recientemente. Algunos dan vergüenza, otros no tanto.

Región y geología

En una biblioteca digital se plantea el interrogante sobre el origen del petróleo. Como se sabe, su origen podría ser orgánico, aunque hay temerarios que dicen que no. En otras palabras: se sabe que no se sabe. El docto salame que escribe el artìculo en cuestion nos ilustra para que entendamos:

"Indudablemente que la respuesta a esta pregunta, si la teoría orgánica es válida, sólo se puede encontrar en la Biblia, donde se describe al Edén como un lugar rodeado por cuatro ríos (siendo uno de ellos el Éufrates), en cuyo centro se encuentra el "Árbol de la Vida".  Esta respuesta probablemente no suena muy científica, pero ¿acaso no justifica el hecho de que el Medio Oriente contenga el cementerio de animales más grande del mundo, origen de sus reservas petroleras, si la teoría orgánica es cierta?"

Traduciendo: si el Edén estaba lleno de animales y se encontraba en las inmediaciones del  Eufrates, y a su vez esa zona es la que hoy presenta mucho petróleo, entonces el origen del mismo bien podría ser orgánico. Lo interesante del asunto es que, en realidad, lo que se está justificando con este razonamiento no es el origen del petróleo, sino la existencia del Edén. Ante semejante alarde de ingeniería lógica me siento intelectualmente en pelotas, como Adán.
El sitio:
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/sites/ciencia/volumen1/ciencia2/39/html/sec_8.html

Religión y geografía
 
            En el caso de la ciencia de Estrabón, tenemos al genio de  Raúl Rey Balmaceda, un militar que, como todos, es cristiano hasta la médula, o al menos eso tiene que decir. Integración territorial de la República Argentina es su libro que hizo escuela—literalmente—en la geografía telúrica de ayer y de hoy. En sus primeras páginas podemos leer un apartado de nombre revelador: Valor espiritual de la geografía, que dice:

“Si alguien se interroga dudando: ¿Qué valor espiritual puede tener la geografía si se refiere a la Tierra, o a lo material, a la obra material del hombre?, se lo podría remitir a las Sagradas Escrituras. Cuando la Biblia expresa: “En el principio dios creó el cielo y la Tierra, ¿habrá hablado en vano? ¿Por qué habría empezado por algo que no es transcendental? Los cielos y la Tierra configuran el condicionamiento del hombre; fuera de él—y de Dios—nada hay de más trascendente. La Tierra, por lo demás, fue creada por Dios—no fruto del azar cósmico—y en consecuencia constituye una de las vías mas directas para remontarse a su Creador, algo que para los creyentes tiene un valor excepcional. Naturalmente para un ateo nada de esto tiene sentido; en consecuencia podríamos decir que un no creyente, de entrada, tiene una visión muy limitada del valor de la geografía….”  

…Y dejamos acá para no indignar a nadie. Lo interesante es que quizás el autor no sea muy creyente que digamos. En todo el pasaje—que es más largo—yo vislumbro a un tipo que escribe sin ganas y dice entre líneas no ya que dios existe o no existe, sino que el asunto en si mismo le chupa un huevo. Por supuesto, dios creó la Tierra, pero se deja ver en toda su extensión—la del libro— que es muy argentino. 

   
Religión y matemáticas

En una página dedicada a las matemáticas y su relación con dios, encontramos lo siguiente:

“Si alguna vez pensamos en encontrar a Dios en la ciencia, seguramente lo imaginamos en relación a la astronomía, la física, la biología o la genética. Pero tal vez la prueba de la existencia de Dios esté más cerca de lo que pensamos. Quizás lo encontremos a la vuelta de la esquina en la más abstracta y a la vez exacta de todas las ciencias: la matemática". 

Luego titula, para el nobel: Misterios de los números naturales, y dice:

"Con cuentas sencillas empezamos a descubrir casualidades en los números naturales, especialmente en los primos. Encontramos por ejemplo que:

100= 1³+2³+3³+4³

Bonito y redondo número el cien como pare resultar de la suma de los cuatro primeros números meros naturales elevados al cubo. Por otro lado, el numero 365 nos suena familiar a simple vista. Es la cantidad de dÌas en el año. Resulta que el número 365 es igual a la suma de los cuadrados de tres números consecutivos, empezando por el 10:

10²+11²*12²= 100+ 121+144= 365   

Y -por si esto fuera poco- es también el resultado de la suma de los cuadrados de los dos siguientes números, 13 y 14

13²+14²= 169+196= 365

Y agrega el autor sospechando que algo tan importante como el movimiento de nuestro planeta en torno al sol (traslación) y la belleza de estas cuentas, no pueden coincidir fortuitamente. Dios algo tuvo que ver en esto. Luego continua:
.
(…) algo más sencillo: la tabla del nueve. Allá  por tercer grado aprendimos que
es:

9-18-27-36-45-54-63-72-81

Conocidísima cualidad que la primera y ̇ultima cifra de todos ellos suman
Justamente 9. Es más, si sumamos todas las cifras de cualquier número natural multiplicado por 9, y volvemos a sumar las cifras del resultado, y asi sucesivamente hasta que quede una sola esta va a ser, en todos los casos, el 9, como no podÌa ser de
otra manera. Veamos qué pasa si a los números de la tabla del 9 los multiplico
 por 12345679 (no me olvidé el 8, es así). Tenemos:

12345679 x 9 = 111111111
12345679 x 18 = 222222222
12345679 x 27 = 333333333
12345679 x 36 = 444444444
12345679 x 45 = 555555555
12345679 x 54 = 666666666
12345679 x 63 = 777777777
12345679 x 72 = 888888888
12345679 x 81 = 999999999

O sea el digito por el que multiplicamos a 9 en cada caso, repetido 9 veces.”

Lo interesante de esto es que el autor no hace trampa. Nos presenta algunos casos de aritmética que nos inducen a creer, no a reventar. En otros pasajes nos habla de un tema que cualquier amante de platón cavilaría: la naturaleza real de los números, la incorruptibilidad de los mismos, la belleza de saberlos perfectos, todo lo cual llevaria necesariamente a dios. En cuanto a mi, reventar. Reventar, pero…

La página en cuestión:

Reflexión:

            Hemos visto tres ejemplos que nos impelen a creer, tomando como medio diferentes terrenos de la ciencia. En el primer caso, el del petróleo, sin dudas se trata de una bufonada. En el segundo caso, la geografía, se trata de un mercenario que no cree una palabra de lo que dice, aunque bien pudiera ser que creyera en dios sin necesidad de justificarlo tan torpemente. En el último, tenemos un buen ejemplo de alguien que con sinceridad y sin golpes bajos nos puede hacer creer que hay que creer, incluso poniendo un ejemplo sobre nuestro planeta y su periodo de traslación, que no da vergüenza ajena. Un beso a todos.

viernes, 15 de agosto de 2014

Un ermitaño riguroso



Un ermitaño riguroso

Lo que muchos admiran del Che Guevara es esa inclinación por dejar las comodidades de un despacho para irse a pasar penurias en una selva, coqueteando con la muerte. Pero el arrojo del Che no es nada al lado de lo que dios le tenía preparado a Pietro di Murrone.
Pietro nació a inicios del XIII, tal vez en 1209. Fue el hijo número once de dos tanos. No le interesaban ni las mujeres ni los machos: le interesaba la biblia y la contemplación del mundo, a la espera de la ansiada muerte. Se hizo monje y destacó del resto de sus colegas en el afán de no hacer nada y de elevar plegarias. Recluido en un monasterio alejado, olvidó a su familia, rezó mucho y esperó a que dios se lo lleve.
No conocemos los pormenores, pero tanto destacó como monje que lo nombraron papa, ni más ni menos, en 1294. La silla de Pedro estaba vacante desde hacía 2 años y el pueblo ya se empezaba a cagar de la risa. Buscaron y buscaron, pero parece que no encontraron nada mejor que Pietro, que tomó el nombre de Celestino V, probablemente en recuerdo de Celestino IV, que tuvo uno de los papados más breves, muriendo a los pocos días de asumir.
Nuestro protagonista tampoco duró mucho. Pietro era un hombre de poco, poquísimo mundo. Tenia menos calle que un panda en cautiverio y menos diplomacia que Omar Chabán. Pero esto a Celestino parecía no importarle.  Lo único que deseaba era que no le rompiesen las bolas y lo dejasen en paz con él mismo. Dicen que el hábito hace al monje. Tienen razón. Tanta pasividad exasperó a los cardenales. Duró cinco meses en el trono. Lo rajaron. Un sólo día tardaron en elegir a su sucesor, Bonifacio VIII— aunque yo creo que tardaron cinco meses—.
Pero resulta que a un papa, como a un emperador o a un presidente destituido, no se lo puede dejar así como así, dando vueltas por el mundo a su antojo, haciendo turismo. O se lo mata o se lo encierra. Bonifacio VIII lo metió en una carroza con destino incierto, fuertemente custodiado. Pietro, no sabemos cómo, logró escapar. Se encerró en un monasterio, donde murió pronto.

domingo, 10 de agosto de 2014

Alguien lo tiene que hacer



Alguien lo tiene que hacer

Felipe VI, parásito español
El dentista me advirtió: “tratá de sonreír menos, se te nota la prótesis”. Le dije que me parecía una exageración, que sólo un dentista puede mirar la boca con tanto detalle. “No”, insistió, “se te nota mucho… y lo ideal sería que también hables  menos… Con unos implantes vas a poder volver a la normalidad. Cada uno te sale 2.500 pesos, y para poder volver a sonreír a pleno tenés que multiplicarlo por tres. Si estás de acuerdo podemos comenzar… Ahora quitate la prótesis y tratá de pensar en otra cosa” Encendió el torno. Hice unos buches, escupí, abrí la boca y cerré los ojos.
Siempre me resultó difícil entender la vocación por los dientes. A nadie le puede gustar la gente con la boca sucia, escupiendo, con aliento a mierda, gritando, llena de miedo. Pero alguien lo tiene que hacer. Se parecen a los que levantan la basura. Son pequeños benefactores de la humanidad. Es una profesión que se suele elegir por mandato paterno o por apego al dinero. Sé que es una idea típica de una mente cerrada, pero no la puedo evitar. Habrá excepciones, siempre las hay, pero esos, esos pocos que tienen vocación auténtica por el torno, ya no son benefactores de la raza humana, porque un verdadero benefactor lo tiene que hacer a su pesar, incluso por dinero, pero no por placer.
No obstante lo cual, hay benefactores raros, que intentan ayudar a gente que acaso jamás aparezca. Conocí un profesor de matemáticas que parecía normal, pero que dedicaba su tiempo libre a pasiones inútiles. Era, si se me permite, la antítesis de Paenza. En vez de rescatar el aspecto útil y seductor de las aritméticas para ilustrar a los que huimos de ellas, este profesor se dedicaba a seducir las mentes de unos pocos matemáticos, que él se imaginaba que existían.
Me explicó a qué se dedica en este momento. Está encaprichado con los números romanos. Le resultan altamente estéticos y preferibles a los arábigos, que son los que usamos habitualmente. Me trató de convencer apelando al uso pertinaz que aún hacemos de ellos, por ejemplo en la numeración de algo tan importante como el tiempo, aplicado a los siglos y muchas veces a las horas en los relojes. También me recordó su empleo en el encabezamiento de los capítulos de los libros. Su empeño estaba encaminado a preservar estos números, pero en su aspecto práctico. ¡Quería que se volviesen a utilizar para realizar operaciones! Le expliqué que, en mi ignorancia, entendía que eran muy poco prácticos para ese fin y que por ese motivo se había adoptado la numeración arábiga para todo lo que no fuera los siglos, los monarcas o algunos relojes, … Yo sabía que los números romanos no son posicionales, que no cuentan con el cero, etc… Se lo recordé. Me dijo que la virtud más grande de esos números radica en su dificultad. “Cualquiera hace operaciones con los números arábigos, pero yo te invito a multiplicar LXI (por) XVIII. Es sumamente complicado. Yo no entiendo a esos arquitectos que te hablan del Panteón o esos historiadores que te desarrollan el Imperio sin tener la más puta idea del sistema de pensamiento de los latinos. De nada vale estudiar a los romanos sin saber latín y sin saber realizar operaciones con esos números. El problema es que al  latín lo saben hasta los curas, pero de las operaciones nadie sabe y nadie parece querer saber. Entonces ahí aparezco yo. Este año me estoy dedicando a coronar una buena pedagogía para enseñar a sumar, restar, multiplicar y dividir en números romanos. ¿Te interesa? Voy a hacer un seminario, XLV pesos la clase.” Le respondí que lo iba a pensar y salí corriendo.
Contra todos mis pronósticos, me quedé pensando. ¿Por qué hay gente que se dedica a cosa tan bizarra? Sin dudas, alguien lo tiene que hacer. ¿Pero cuánto es LXI (por) XVIII? Abrí los ojos. Hice unos buches y escupí.

viernes, 8 de agosto de 2014

Milagro y eternidad para consuelo del ateo



Milagro y eternidad para consuelo del ateo

Bertrand Russell enseñaba que un milagro se da cuando un mono escribe una gran obra literaria: por ejemplo, el Quijote. Esto es posible si tomamos a la eternidad como condición imprescindible. El mono podría tipear arbitrariamente en unas horas, si le damos la posibilidad de reiniciar ante el menor error, la palabra En. Tal vez, si le damos el tiempo suficiente, pueda escribir En un lugar de la mancha, cuyo nombre no quiero acordarme,… En un par de millones de años eso es más que posible. Pero si le damos la eternidad al mono, en algún momento seguramente escribirá todo el Quijote. Más aún, escribirá las obras completas de Cervantes, y las escribirá infinidad de veces. Así es la eternidad: milagrosa.
Russell no creía en milagros de esos que guardan las religiones reveladas. Por supuesto, explicar racionalmente un milagro es no creer en ellos. Antes de creer en los milagros, es necesario creer en la eternidad, que sería su condición de posibilidad.
El mismo razonamiento sobre la eternidad y la posibilidad de que las cosas se repitan parece haber tenido Nietzsche. Nietzsche  fue prudente y no explicó nunca el germen de ese razonamiento que llamamos eterno retorno. Se arriesga que quiso advertir que si el tiempo es eterno se deben dar necesariamente las mismas condiciones que nos trajeron al mundo, y que por lo tanto viviríamos infinidad de veces nuestras propias vidas, de forma idéntica, bajo las mismas circunstancias.
Yo, como muchos, no creo que el filósofo haya partido de ese razonamiento. Mas bien me parece una forma elegante, lírica, de ilustrarnos sobre las ventajas de vivir la vida a pleno, bajo la amenaza de que, caso contrario, terminaríamos como Sísifo, cargando eternamente la piedra hasta la cima, una y otra vez.
Pero, por momentos, creo en Nietzsche. Me hace bien creer en él. Sufrió mucho, sufrió por nosotros. Tuvo una vida muy poco envidiable. Y sin embargo, Russell y yo y tantos otros ateos nos consolamos repitiendo eternamente sus enseñanzas. Incluso creemos que algún día tiene que volver.



jueves, 7 de agosto de 2014

La gloria insomne



La gloria insomne

La ansiedad nos puede jugar una mala pasada cuando necesitamos dormir. Un Messi antes de una final, un político en las horas previas a una elección determinante, un padre antes de la operación de su hijo, pueden  no dormir aunque su cuerpo lo requiera. Si bien hoy existen pastillas para cerrar los ojos de una buena vez, cuando la ansiedad es desmedida no tiene remedio. Son esas pequeñas cosas que deberíamos saber pero que olvidamos cuando no nos toca.
El primer viaje a la luna duró tres días de ida y tres de vuelta, con una estadía en el satélite de unas 24 horas.[1] No  les debe haber resultado fácil dormir allá arriba. Houston, desde la Tierra, se debió de comunicar sin atender a esa posibilidad. Además allá no había noche y el sol estaba omnipresente en las ventanas. Más aún, la comida y las formas de ir al baño no eran las habituales, y en vez de dormir con tu mujer o sólo lo hacías junto a  un tipo con traje ridículo y aparatoso, como el tuyo. De pesadilla.
Ya en suelo lunar, sabemos que Armstrong y Aldrin estuvieron unas 6 horas dentro de la nave, sin bajar, probablemente durmiendo, o al menos intentándolo, porque afuera estaba la gloria.
Yo le quería rendir este humilde tributo no al sueño de llegar a la luna, sino a ese otro sueño, tan humano, tan humilde que nadie celebra: un sueño inocente y breve en las puertas del cielo. O quizás a la ausencia total de sueños, que se suele dar cuando la realidad es ingobernable.


[1] Para los que no creen que fuimos a la luna me remito a Los razonamientos de los lunáticos, en este blog. (2/5/2012)

Una historia de Alá


Una historia de Alá

Cada pueblo escribe su propia historia. Cada pueblo cree en lo que quiere creer. Para el Islam fueron ellos, por dar un solo ejemplo, los que terminaron con la Unión Soviética, porque atrás de Afganistán estaba Mahoma y atrás de Mahoma estaba Alá. En occidente—si es que alguien sabe lo que esto quiere hoy decir— mueve a risa tamaña afirmación. Para nuestra cultura fueron los Estados Unidos y su carrera espacial—que en el fondo era una carrera económica que no podía seguir la URSS—, o fue Juan Pablo II, o fue el propio imperio Comunista el que colapsó como una implosión que nadie esperaba. Algunos imaginativos autores incluso van  lejos y ponen en el desastre nuclear de Chernobil la semilla del fracaso de la guadaña. Por supuesto que la respuesta está en la multicausalidad, lo cual deja a todos contentos por igual, si eso es posible…

Daniel Boorstin tiene un libro que yo adoré cuando era más ingenuo: ¨Los descubridores”. El problema del autor es su eurocentrismo cuando explica la historia, lo cual se deja ver más que claramente cuando nos habla del Islam y su supuesta falta de esto y de lo otro para poder desarrollar ciertos aspectos de las ciencias. Sin dejar de estar muy de acuerdo con Daniel en muchas de sus apreciaciones, me parece que muchos de sus razonamientos son falaces, como los de todos los historiadores que escriben con el diario del lunes lo que pasó el fin de semana. Jorge Borges (a quien todos se empeñan en poner el ¨Luis¨ en el medio como si hubiera acaso otro) nos enseña más que nadie sobre las falacias  de los historiadores en su genial “Guayaquil”: los documentos no pueden ser un fiel reflejo del pasado, porque con ellos sólo vemos lo que queremos ver. Lamentablemente los historiadores siempre intentan explicar las causas sabiendo las consecuencias (o creyendo saberlas), entonces cuando miran un documento ya lo miran con el prejuicio divino de saber lo que finalmente pasó. Daniel opera de esta manera, en demasía.

Sin embargo, voy a enumerar varias razones por las cuales se podría haber esperado mayor cantidad de intelectuales y de científicos en el mundo musulmán, más que en cualquier otro. Voy a dar algunas pistas para pensar algunas ucronias, esa palabra que nos lleva a “qué hubiera pasado si…” En este caso me voy a fijar en el Corán, tal cual como lo tenemos hoy. Pero voy a suponer una actualidad diferente, en la cual los musulmanes dominan al mundo tecnológica y científicamente. Entonces, ¿qué pasaría si algún historiador islámico intenta, desde un presente alternativo, justificar la historia a la luz del Corán? Por supuesto que podría hacerlo y sin mucho esfuerzo.

a)      Si  para nosotros es natural pensar que Dios se hizo hombre, para el Islam es un hecho que dios se hizo libro. Por lo tanto no sería extraño que en un presente alternativo la devoción por los libros sea una consecuencia directa del original apego al Corán.

b)      Los miembros del Islam eran desde hace siglo los más alfabetizados porque leer el Corán, al menos entre los hombres, era un profesión de fe. Por eso mismo, a nadie le tendría que resultar extraño que los musulmanes cuenten hoy con la mayor cantidad de sabios y científicos.

c)      En el Corán, como en las mezquitas, no se admiten imágenes. En las mezquitas se suele incluir pasajes del Corán en las paredes. Por eso no debe resultar extraño que el Islam hoy esté tan por encima del resto. Sin ir más lejos, las iglesias cristianas medievales se abarrotaban de imágenes para ilustrar a unas mayorías analfabetas que no podían leer la Biblia. Así les va…

d)      Alá no es una trinidad como entre los cristianos, que son de hecho politeístas, ni ha hecho al hombre a su imagen y semejanza, como quieren los judíos. Alá es un esfuerzo intelectual en sí mismo. Por lo tanto no es nada raro que el Islám prevalezca hoy por sobre las otras culturas.

Estos puntos son verdaderos, pero en muchos casos sólo anoto parcialmente la verdad (que es lo que hacen muchos historiadores)

Es mi deseo  escribir una novela de mérito, dando cuenta de un presente diferente al nuestro, en el cual los musulmanes reinaran sobre el mundo, donde ellos descubrieron América y llegaron a la luna, pero en el cual el Corán continúa siendo el mismo de siempre. Sin embargo tengo mucha paja y vagancia como para arremeter con semejante empresa ya. Son esas cosas que uno escribiría con tiempo, tal vez en el verano, tal vez en veinte veranos, tal vez para dejar testimonio de que muchas cosas, tal vez, pudieron haber sido de otra manera si uno no fuera tan pajero (verbigracia: Boorstin.)