sábado, 29 de marzo de 2014

Dos estupideces en TVR



Dos estupideces en TVR

Estoy fuera de mí. Veo TVR (Televisión registrada), un programa de archivos televisivos que es levemente crítico y que usualmente me gusta cuando ando al pedo, o en pedo, como para atender a algo de mayor altura, como agarrar un buen  libro o  mirar algún sitio porno. Pero no puedo seguir mudo ante algunos asertos que se lanzan desde la pantalla, principalmente porque se trata de seres de mi consideración.
Un show televisivo es solo eso, ni más ni menos, y no corresponde que una persona inteligente se enoje con esa caja de entretenimientos. Pero si nos detenemos a analizar ciertas incoherencias podemos develar alguna cosita, pequeñas perlitas, como diría Susana.
Hablando del suicidio se le pregunta a Mauro Szeta, filósofo, si el suicida es un cobarde o un valiente. Szeta responde con un contundente “es un cobarde”. Mirad; un filósofo con tan poca dialéctica que da pena. Básicamente la dialéctica es saber que siempre hay que contemplar 4 posibles respuestas: si, no, ambos o ninguno, o en otras palabras: blanco, negro, gris o ninguno. Cuando alguien te plantea una pregunta sobre blanco o negro, o si el suicida es valiente o cobarde, como en este caso, el filósofo debe tener las cuatro posibilidades como potenciales respuestas, está en su profesión, está en el abc de los amantes de la madre de todas las ciencias y está en la misma costumbre de Szeta, que en general siempre razona con rectitud. Además, hay una exigencia humana. Somos todos diferentes y diferentes son los suicidas. Por otra parte, cualquier neurólogo con un promedio de 4 sabe que el suicida medio no puede elegir. ¿Cómo podría elegir el depresivo? ¿¡Cómo!? ¿Por qué se creen que los suicidas son recurrentes por regla general? Pero la cosa no terminó ahí. El invitado del programa fue Dorio, otro tipo que respeto pero que se está poniendo en boludo con una frecuencia que ya califica en el ultravioleta del espectro de los boludos. Los panelistas le pidieron su opinión. Fue triste. Por empezar invocó una vez más a Heidegger, inoportunamente. Nadie entendió un carajo lo que quiso decir, pero yo al menos tengo una certeza. Queriendo criticar la morbosidad en la tele lo citó al alemán, que supuestamente dijo algo en contra de esa manía de exhibir la muerte. Pero Heidegger estaría muy de acuerdo con estas prácticas televisivas, porque él estaba en contra de esa costumbre de los últimos cien años que consiste en ocultar todo trato con la parca, dado que en nuestras vidas modernas las veces que vemos un cadaver en vivo y en directo son contadas con los dedos de una mano. ¿Dorio leyó mal a Heidegger? No. De ninguna manera. Lo que pasó es que se dio cuenta de que estaba diciendo una barbaridad y no fue lo suficientemente piola como para desdecirse, y siguió adelante con su discurso tratando de enmendar infructuosamente el error. Él debe saber que somos pocos los que advertimos eso, pero, mi querido Dorio, yo prefiero quedar mal con un millón de personas y no con las pocas personas que están en mi consideración. Ese es otro de los valores supremos en filosofía. Además, todas las giladas sin sentido que hablaste del suicidio – que en fin de cuentas era la pregunta que te hicieron—, todas esas pavadas de los japoneses, el ribete cultural, los nazis, no resisten  el menor análisis. Deberías aprender de Gabriel Rolon, el único tipo inteligente del universo televisivo, con un sentido común que es infrecuente.
Bueno, este escrito se me está convirtiendo en un tema personal, y no es la idea. Pero el asunto no quedó ahí. El programa siguió, y se habló de uno de los temas más innobles del planeta: Boca-River, que es el clásico que se viene mañana. En un momento pasan una escena del año 69. Boca sale campeón en cancha de River, da la vuelta olímpica y los hinchas de River aplauden a los jugadores xeneises. La anécdota, comentada con fruición por Pablo Rago y Dorio, nos hablaría de la tolerancia de aquellos años (el potencial es mio, porque ellos aseguraban sin chistar.) Pero resulta que ya es la segunda o tercera vez que veo la escena y nadie se dio cuenta aún de la ignorancia del asunto. (No intento ser infamante tachando de ignorantes a los susodichos, pues todos somos ignorantes de alguna manera, pero preste atención.) Ese día Boca volvió al monumental luego de la tragedia de la Puerta 12, donde murieron  71 personas en cancha de River por la estampida que provoco una represión policial. Todos los muertos fueron hinchas de Boca. Mientras la gente moría, apiñada en las escaleras, la hinchada millonaria, sin conocimiento cabal de lo que acaecía, se burlaba del clásico rival.  La policía no reprimió a los locales porque era de la comisaría de la zona. Lo que los hinchas de River aplaudieron, un año después,  no fue tanto al equipo sino a los muertos. Fue una forma de exculparse. Fue como un simbólico suicido colectivo.


           

lunes, 24 de marzo de 2014

Líneas de expresión



Líneas de expresión

Una vieja amiga vino corriendo a informarme: “José, tengo líneas de expresión” ¡Caray!, le dije, has vuelto a la poesía, te felicito. “No, mirame bien, parezco el fuelle de un bandoneón”. Podes ser un poco más explicita, porque no te entiendo un carajo. “¡Tengo arrugas por toda la cara!”  Estás hermosa. “¿Sos ciego o necesitas aumento?”
Mirando la televisión abierta después del almuerzo te causa indigestión reparar en la cantidad de publicidad dedicada a la guerra contra las líneas de expresión, los contornos de ojos mal avenidos, las pieles flácidas, los cabellos no saludables y con caspa, las celulitis, el mal tracto intestinal (que se te nota en la cara) y los culos ingobernables por la acumulación de las grasas.
Sin dudas, tanta estupidez acumulada, tanta atención puesta en la apariencia, está ahí por algo. Hay mercado cautivo y hay mercado que se crea día a día. Muchas personas son lo que vemos en las publicidades, y son muchas más de las que creemos; son multitudes que te van a censurar si osas criticar algún aspecto de esa montaña de naderías que sostiene sus vidas. Y en el caso puntual de estos cosméticos femeninos, si los criticas, lo más probable es que te tachen de machista, (justamente estas mujeres, que tienen un grillete en el cerebro por culpa de esta sociedad machista.)
Pero si estas son las publicidades, ¿cuáles son los programas que vienen adjuntados? En general son programas de dos tipos: de chimentos y telenovelas. En el caso de los de chimentos son, en general, una prolongación de las mismas publicidades. Venden un show teatral, un escándalo fingido para vender un show teatral, venden otros programas, la reinserción de una figura que quiere salir del ostracismo y que puso sus buenos mangos para tener cámara… Y todo eso que venden es de un bajísimo nivel artístico, (si es que podemos tratar de “artístico” a semejante basura), y en la mayoría de los casos se reduce a modelitos huecas con altos culos, sin arrugas y desnutridas.  Casi siempre estos programas tienen en su haber un homosexual masculino (un trolo), como si los mismos hombres debieran ser rebajados al nivel de mujeres de utilería para tratar estos temas frívolos. (Para los bien machos queda la estupidez del futbol, con canales dedicados las 24 horas a la pelota, donde, no casualmente, la mayoría de las mujeres periodistas no dejan de ser muy femeninas, acorde a las exigencias de un mundo machista.) En cuanto a las telenovelas lo más preocupante es advertir que terminan siempre por un comienzo. El casamiento se vende como un fin en sí mismo, pero es en realidad el inicio de una vida, de esfuerzos conjuntos, de responsabilidades mayores, quizás  de formación de una descendencia, acaso de rupturas que siempre dejan cicatrices. Así, muchas mujeres se casan y terminan mirando por el espejo retrovisor de la vida, hacia un pasado que tal vez  no va a volver—si es que alguna vez llegó— pero que está ahí para movilizar el consumo de infinitas porquerías que supuestamente rejuvenecerían la piel, el pelo, el culo, las patas y toda la carrocería.
Sin embargo, lo que me preocupó fue que fuera justo ella la que así me hablaba y la que compró toda esa parafernalia de soluciones mágicas. Ella, que siempre se supo linda, ella que siempre vivió de lo espiritual, ella que nunca usó su género como arma o como escudo, ella que siempre miró la vida de frente, ella que se mofa del qué dirán, ella que nunca se puso a pensar si existe la amistad entre el hombre y la mujer, ella que siempre fue mi amiga, ella que sabe que la belleza espiritual trasciende la piel. Lo que realmente me preocupa es que se le esté arrugando el alma.
Y ahora me voy corriendo, comienza el Real y el Barza,  ¡y juega Messi! Si mi hijo hoy no come no me importa. Si una amiga tiene problemas espirituales lo hablamos después del partido, y todo depende del resultado. Además, mejor lo charlamos por telefono, porque estoy dando una pésima imagen: está el tema de la calvicie, se me acaba de caer un diente de esos que se ven y estoy criando flotadores en la cintura.

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jueves, 20 de marzo de 2014

Lewis Mumford, o el arte del ensayo


Lewis Mumford, o el arte del ensayo.

Definir qué es un ensayo demanda atrevimiento. Sus límites son imprecisos y así nos podemos topar con un cuento de Borges o con una columna periodística que pudieran reclamar legítimamente el rótulo de ensayo. Pero, básicamente, un ensayo se parece a eso que hacen los actores previamente a representar una obra: arriesgan poses, impostan la voz, improvisan y, en esencia, se muestran un poco más temerarios que cuando el público está en las gradas y la plata en la taquilla. Sin embargo, en la literatura ensayística no hay representación. La frescura  descansa precisamente en ese matiz adolescente, informal. El ensayo es un ejercicio de irresponsabilidad intelectual. Una bella payasada. Y también lo que tiene de teatral es lo que tiene de artístico: es un ámbito de creación incontenible donde los escritores dicen muchas cosas sesudas y muchas cosas disparatadas sin detenerse a pensar demasiado en lo que están diciendo.

O al menos eso era lo que se entendía por un ensayo. Pero desde Montaigne las cosas han cambiado y  han venido a ser diferentes. Hoy hay ensayistas que manipulan los pensamientos con un método que acerca mucho el ensayo a una tesis de licenciatura. De alguna manera, podemos dividir a los ensayistas en tradicionalistas y rigoristas. Los primeros son los que mandan fruta, improvisan, no tienen culpa cuando arriesgan un pensamiento y de hecho piensan en voz alta, sin vergüenza, sin temor a equivocarse. Entre los segundos están los que no anotan una línea sin decir al pie de página de dónde han sacado la fuente de lo que piensan, enciclopedistas literales que tienen encorsetado el pensamiento, censores de sus propios pensamientos malparidos que no han pasado por la prueba del chequeo.

Entre los rigoristas podemos contar a miles. Por ejemplo, imaginemos un texto de geografía de la población que estudiara cierto aspecto de la sociedad londinense. Durante cuatrocientas páginas el escritor nos estaría bombardeando con lecturas contraídas, citando continuamente datos y tomos,  ya para defenderlos ya para quejarse de ellos. Además, estaría obsesionado con no irse de su área de conocimiento, no sea cosa que se confunda la geografía de la población con la demografía, la estadística o la sociología. La disciplina de estos ensayistas es tal que cuidan su parcela de saber, su nicho de trabajo, olvidando que esas divisiones son más artificiales que los cohetes de año nuevo.    Finalmente, al final del libro, tendríamos un pensamiento y la conclusión. De seguro, podemos abandonarnos con cierta tranquilidad a esas conclusiones. El tipo ha enderezado todo su saber adquirido y toda su prosapia académica a la obtención de un pensamiento. Es—a no dudarlo—un grano de arena en el océano del saber humano. El grano más grande, el grano más perdurable. Pero es un grano. Yo los celebro y los defiendo. De alguna manera se asemejan a los entomólogos que pasan toda la vida estudiando si la langosta de Madagascar canta para avisar que hay un depredador cerca o canta para cortejar una hembra. Quizás, después de décadas, este científico descubra que la langosta de Madagascar canta para seducir, y escriba un tomo con la autoridad y la jerarquía que tiene en la materia. Pero, más allá de esta innegable contribución al fondo común del conocimiento humano—y langostino—a mí los ensayistas que se comportan de esta manera mucho no me seducen, y menos cuando se trata de una ciencia social, donde casi todo es opinable.

Entre los tradicionalistas se encuentra Lewis Mumford. Mumford es considerado como un urbanista, un geógrafo, un sociólogo, un historiador, un sexólogo, un chanta, un pordiosero. Y es que Lewis Mumford es todo eso y mucho más: es un ser humano. Pensador íntegro, es un  humanista al pie de la letra. Raramente nos dice de dónde saca las cosas, pero basta leerlo para darse cuenta que esa cabeza fue un hervidero de ideas. Muchas de esas ideas pudieron ser mal digeridas, improvisadas, otras no, pero cada uno de sus libros es una catedral del pensamiento. Parece que la única manera que tenía de pensar era escribiendo. Para él no había límites entre lo que es el urbanismo y las otras disciplinas. No tenía ninguna vergüenza, arriesgaba todo lo que le venía en mente, y si se equivocaba le importaba dos huevos. Lo más notable es que con cada libro nos dejó un montón de ideas para continuar pensando. (Como Nietzsche, que también militó en el ensayismo, nos legó una montaña de granos de arena, algunos más resientes que otros.) Pero lo mejor que heredamos de Lewis es el placer de ejercitar  la cabeza contra viento y marea, como un océano sin límites.

Por supuesto, todas las apreciaciones que yo acabo de lanzar sobre lo que es el ensayo, no deja de ser en sí mismo un ensayo, un ensayo maravillosamente irresponsable, de esos que Lewis Mumford aplaudiría, de esos que acaso te ayuden a pensar en algo. Incluso si ese pensamiento se te genera al amparo de un insulto, yo estaré agradecido. ¡Ah!, y no  te olvides de escribir eso que pensaste, ya habrá tiempo para que otros consultes tomos y enciclopedias para chequear el valor de verdad de eso que ahora estás pensando.


lunes, 17 de marzo de 2014

El caballo de la cultura





El caballo de la cultura 


No soy comisario, pero puedo hablar con autoridad de ciertas cosas. Los guaranies que te muestran en las excursiones por la provincia de Misiones y los tobas que te  exhiben en el Chaco no son más que una farsa, una puesta en escena de un mundo y una cultura que ya no existen en su estado puro. Los pibes patean una pelota con la camiseta de River y los padres agasajan a sus hijos con una vaca que escondieron por meses en un freezer fabricado en China. Pero, por supuesto, cuando caen los turistas se disfrazan y fingen reclamar un entorno que ya no los seduce en absoluto. Están aculturados, y lucran con la curiosidad y la ingenuidad de los visitantes, amparados, domesticados y en muchos casos integrando los gobiernos municipales. Con lágrimas en los ojos lloran a sus abuelos, en perfecto castellano, y suelen transmitir una emoción que conquista todos los bolsillos y las billeteras.
Yo los felicito, y no tengo nada de que quejarme. Las cosas son así. Los guerreros Masai que te muestran en Kenia son, teóricamente, casi como parte del ganado que portan.  Los guías primero te muestran las jirafas, luego los elefantes, después los rinocerontes y finalmente los Masai, como detenidos en el tiempo, presos de las contingencias del clima, temerosos de las sequías y de que sus vacas no tengan lo suficiente para producir leche. Sin embargo, los Masai viven en las ciudades vecinas de las reservas, mejor en gran medida que muchos otros ciudadanos de Kenia, que persistentemente se quejan de las preferencias que tiene el gobierno para con los que trabajan de guerreros Masai, pero nunca han matado una mosca, y que han aprendido algunas bagatelas del ingles para mejor explotar a los turistas.
Esto es así en casi todos los rincones del mundo, pero no en todos. Sabido es que en Estados Unidos hay reducciones indígenas que también hacen las mismas cosas que los guaranies del litoral y que los Masai de Kenia. La diferencia esta en que lo hacen abiertamente. Nadie ignora que sus penurias económicas van de la mano con un estándar de vida moderno. Nadie ignora que siguen las grandes ligas del futbol americano, con souvenirs y todo. Sinceramente evocan a sus ancestros representando una obra de teatro para los turistas y tratando de mantener su fondo cultural lo mas vivo que sea posible.
Ahora tratemos de hacer un poco de imaginación. Imaginemos que llegamos a Alabama, estado del sur de yankilandia, y como turista que somos se nos presenta a un grupo de negros encadenados por el cuello, picando piedra, siendo apremiados por un hombre blanco mientras que levantan la cosecha de algodón. Imaginemos que esos negros, sudando como maratonistas, empezaran a denunciar al hombre blanco y se quejaran de la institución esclavista, vertiendo lágrimas de cocodrilo. Por supuesto eso solo pasa en las películas, o en el mejor de los casos, cuando los norteamericanos visitan al resto del mundo y nosotros les mostramos a ellos lo que nosotros no somos.
Yo se que es necesario difundir la cultura y los padecimientos de los pueblos originarios y de los Masai y de los de más allá. Pero para eso hay una copiosa literatura y un ejército de intelectuales. No obstante lo cual, yo creo que la tarea intelectual no se puede reducir a una suma de obviedades que deben ser, sin dudas, denunciadas. También la tarea intelectual consiste en decir aquello que es políticamente incorrecto, porque la corrección política en el intelectual suele dar asco (salvo a aquellos que no son intelectuales y se están desayunando con las primeras letras.) Entonces todo consiste en ver a quien le habla el intelectual. Si le habla a sus colegas, ofreciéndoles un abanico de obviedades, merece ser crucificado. Si le habla al ciudadano medio, ese que va de turismo a las reservas indígenas, merece un aplauso, aunque diga las obviedades más prístinas. Lamentablemente, la mayoría de los intelectuales están esperando el aplauso masivo. Son tantos que generan una corriente de opinión sobre qué es copado en el mundo de la cultura y qué no lo es. En otras palabras: construyen lo que es La Cultura, con mayúsculas. Son los comisarios de la cultura, y yo nunca voy a subirme al caballo del comisario. También la tarea intelectual consiste en bajarse del caballo y ver las cosas desde otro aspecto.


lunes, 10 de marzo de 2014

El vuelo 587 de American Airlines



El vuelo 587 de American Airlines

Hoy todo el mundo habla del accidente de Malaysia Airlines, que se robó unas 236 vidas, retenidas vaya a saber uno dónde. No es para menos. Sin embargo, surgen varias dudas, que tampoco son menores.
Una, que en este momento no me interesa analizar, es la rosca con el tema del terrorismo. Nadie se pregunta sobre la incidencia del terrorismo en Malasia ni por los objetivos de los supuestos terroristas. ¡De terror!
Pero la más triste es la aseveración del diario Perfil, que asegura que es el accidente que se llevó más vidas en la historia. Números son números, y ese triste sitial, hasta donde pude averiguar, lo ostenta el vuelo 587 de American Airlines, del 12 de noviembre de 2001.
Pero el olvido de Perfil se me ocurrió que no es casual ni malintencionado. Lamentablemente tengo buena memoria y recuerdo lo que aconteció entonces.
El avión de American salió del aeropuerto J.F. Kennedy, de la ciudad de Nueva York, y se estrelló sobre un barrio residencial poco después, matando a varios en tierra. Como esto fue a dos meses del atentado a las torres gemelas, el presidente Bush y todos sus secuaces—el periodismo incluido—, salió a ahuyentar el cuco del terrorismo. Casi antes de que las llamas se extinguieran, dijeron que el desperfecto fue técnico. Una payasada que, sin embargo, fue repetida por todo el mundo sin que casi nadie  la cuestionara, incluida la prensa vernácula… Perfil, entre otros.
Con el tiempo— lo averigüé hace un rato—se supo que el accidente, efectivamente, se debió a un error humano.
Yo hice como hacen los diarios; una encuesta, una humilde encuesta entre gente cercana. No me sorprendió que no recordaran el accidente, pero me preocupó que me tomaran por loco.


domingo, 9 de marzo de 2014

Discurso a los escritores africanos

Discurso a los escritores africanos, por el Doctor Jean Paul Le Garca (Universidad de Paris LXV)

Nos hemos reunido aquí para hablar del futuro de la literatura africana. Como ustedes saben, yo soy catedrático de la Universidad de París y en cierta forma soy un extraño. Pero abran sus mentes y dejen que este extraño los ilustre con sus conocimientos.
El panorama actual de la literatura negra ha cambiado. He leído a muchos de ustedes, que se dicen escritores, hablar de cosas que ya no son materia de análisis en las facultades. He leído libros sobre hombres blancos y hombres negros que se funden en un abrazo, sobre la contaminación ambiental, sobre las empresas multinacionales que explotan los recursos de África, sobre los problemas que suscitan las nuevas tecnologías… Señores: se están globalizando, están escribiendo de las mismas cosas que escribimos en Europa. Y saben una cosa: eso es una mierda. No es lo que se espera de ustedes. A nadie le interesa escuchar a un africano hablando de los problemas mundiales. Vergüenza les tendría que dar.
Sean serios, cultiven el exotismo, son exóticos, sigan siéndolo… escriban sobre elefantes, escriban sobre la jungla, ser exótico es ser original… ¿que en tu país no hay jungla ni elefantes?... Bueh, ¿hay hambre?, ¿hay miseria? Escribí sobre eso. .. Ha corrido mucha sangre en África; háganle un lugar a la sangre. Pero no a la que derramó el europeo, eso ya fue. Ustedes se están matando entre ustedes, el mundo tiene que saberlo. Grítenlo en un libro. Solamente un africano sabe y puede contar esas cosas… Eso sí: háganlo en francés, no quiero que me vengan con un texto en Mandinga o en Hausa. Escriban en un idioma que el mundo entienda: lean a los clásicos, a Rimbaud, a Flaubert, a Hugo, conozcan a su público. Sean serios, báñense todos los días, con jabón, dense una ducha de filosofía, estudien a Sartre, que Sartre siempre defendió las causas más difíciles y tenía la ingenuidad que solo un negro africano puede tener… Yo sé que muchos de ustedes vienen de una colonia británica y hablan inglés, pero… ¿qué es ese revuelo?... Bueno, ex colonia… Los que vengan de uno de esos países, como Sudáfrica o Zimbabue, tienen muchos blancos allí mismo y ellos pueden escribir por ustedes sobre el tema del racismo y todo eso. Pero les digo un secreto: eso ya no interesa, ahora lo que vende es negros contra negros, y los problemas entre tribus, gente desnuda y analfabeta de color negro matándose entre sí por una moneda… Dejame terminar… ¿qué querés?… a ver, ¡hablá!… ¿En qué idioma me hablás?, ¿en qué idioma me habla?, ¿alguien me puede traducir lo que dice?… ha, que quiere escribir poesía sobre el amor, sobre los atardeceres , sobre las playas, sobre la paz y la amistad… bueh, allá vos, vamos a ver a quién le interesa eso. Si fueras blanco y de París sería creíble, pero en tu caso serías un insensible incapaz de ver la miseria que te rodea. Y un poeta insensible es cosa fea, ¿no te parece?… ¡Vamos, tradúzcanle! … Además ¿en qué idioma pensás escribir tus versos?… ¿En qué idioma habla?... ¿Wolof? ¿En dónde se habla eso? ¿Senegal, Mauritania? Bueno… vamos a ver donde carajo encontrás una editorial que te publique, y si te lo publican vamos a ver quien carajo te lee: con un pueblo analfabeto vas a tener que ir de casa en casa como un trovador de la edad media para hablar del amor y todas esas pavadas…. ¿Qué está diciendo?... ¿Que no le importa?...¿Y entonces qué hacés acá?, ¡andate!. .. Esta es una reunión editorial, una reunión editorial donde se habla de las cosas importantes que la gente espera leer… en Europa.
Les voy a dar un ejemplo de un argumento interesante. Imaginen: todo se da en el marco de las guerras civiles entre pueblos que se odian dentro de países inventados que cambian de nombre y de bandera cada dos años: eso vende muchísimo. Imaginen la historia de un negro que ama a su tierra y a su tribu, que no conoce lo que es un celular, y que a pesar de una enorme sequía, y del hambre que esa sequía provoca, persiste en vivir en su amada tierra. Que viene otro negro de otra tribu y se quiere quedar con lo poco que tiene, incluso con su chica, a los golpes, como en la época de las cavernas, y que da la vida por ella y muere por ella, y muere feliz, y que una procesión de elefantes le rinde tributo, y que hacen un agujero en la tierra para enterrarlo, y que haciendo el agujero encuentran agua, y que entonces se acaba la sequía, y que todos beben de ese milagro…
Discúlpenme la agitación, pero me apasiono… Yo solo intento que aprendan a imaginarse cosas interesantes… Anímense y serán recompensados. Ahora imaginen el premio nobel, la estadía en Estocolmo, el pasaje a París, los papeles de residencia, la nacionalidad francesa.

(Traducción directa del original francés. Publicado por la revista Somos los dueños de la cultura, versión española.)

lunes, 3 de marzo de 2014

La Cloaca Máxima (Cuento)


La Cloaca Máxima

Originalmente la ciudad de Roma fue un pantano. Un infecto y horrible pantano que acumulaba mosquitos y enfermedades hoy olvidadas.  Si no eras de los afortunados que moraban en alguna de las siete colinas, el río Tiber te inundaba la propiedad con una puntualidad japonesa cuando asomaba la primavera. Vivir así no era vida. Incluso los más acaudalados ciudadanos, necesitados de llegar hasta el río, se veían en el contratiempo de tener que bajar al llano y lidiar con insectos hematófagos y  batracios más feos que Silvio Berlusconi.

            Pero esto fue hace mucho, por el 700 antes de Cristo, no mucho después de que la loba le diera la leche a los huerfanitos.  Desde entonces, cada generación de romanos se ha encargado de rellenar el pantano, cubriéndolo de tierra, por supuesto, pero también construyendo ciudad tras ciudad, una encima de la otra, como para ganar altura sobre los desechos de viejos edificios.

            Así, cada Roma nueva fue más espléndida que la anterior, y sus habitantes se dieron el lujo de olvidar lo que alguna vez fue una fábrica de mosquitos con olor a bosta. Ya para la época de los Césares la ciudad se había liberado largamente de todo aquello, y era común escuchar entre sus gentes referirse a su engalanada urbe como “la ciudad eterna”, cosa que siguen repitiendo hasta el día de hoy, como si fueran un coro de sapos, croando.

            Actualmente, si usted decide comprarse un terreno en casi cualquier lugar de la ciudad, tendrá que vérselas con los topos. Son un grupo de arqueólogos que trabajan para el gobierno. Ellos inspeccionan el subsuelo de la tierra que sale a la venta para corroborar que allí abajo no se esconda algún monumento insigne o algún utensilio no tan insigne, como una cuchara o un tenedor, incluso menos que eso también. Para los topos—y para el gobierno—cualquier cosa de la antigüedad es valiosa, y es por eso que muchas de las construcciones proyectadas en Roma tardan años en realizarse. Los hallazgos son constantes y los ciudadanos suelen protestar quedamente, porque las cosas son así y lo saben.

            De esta manera, bien podría pasar que bajo un terreno de dos por dos, bajo la superficie del siglo XXI, se encuentre una nota del siglo XVIII que diga, “querida, salí a comprar huevos, ya regreso”. Esta nadería sería materia de análisis de los semiólogos, los sociólogos y mucha gente por el estilo, que tras esa frase pueden encontrar los secretos más arcanos de aquella época. Esto no sería motivo de retraso de las obras por hacerse en ese terreno, si no fuera porque bajo esa nota del XVIII bien podría esconderse un palacio renacentista, y bajo este una reliquia vaticana del Medioevo, y bajo esta una calzada del Imperio, y bajo esta una sandalia de la República, y bajo esta algún sapo que los biólogos sabrán determinar si es raro o es normal.

            Es por eso que a Luca y a su familia les pareció acertado dar tiempo al tiempo y bancarse la inspección óptica de los topos, y esperar todo lo que haya que esperar,  antes que recurrir a los atajos propios de la coima, que con Berlusconi eran moneda corriente. Habían pagado el terrenito al contado, pues tampoco eran dados a los atajos del crédito, y festejaron cuando los arqueólogos, no habiendo encontrado nada, los dejaron actuar a voluntad.

            Ladrillo a ladrillo la casa de Luca se fue levantando, con la satisfacción de saber que era para siempre, si es que hay algo “para siempre” en Roma. Como el terreno era escaso la casita creció para arriba. Un comedor en la entrada y dos habitaciones arriba, en la primera planta. Paula, su mujer, entendía que no era bueno eso, porque los cimientos de la ciudad siempre fueron inestables a consecuencia de tanta historia. Luca, que era un incompetente para todo lo que no fuera dar órdenes, no quiso escuchar y siguió levantando en altura con sus propias manos, como si el trabajo pesado lo excusara de tanta torpeza, y con el único auxilio de su hijo, Adriano, que estaba orgulloso de su padre y que en su corta edad no cuestionaba las iniciativas de semejante mentecato. Además, Luca y Paula le habían prometido su habitación propia, porque ya le estaban saliendo pelos por doquier.

            La casa fue inaugurada con lágrimas en los ojos por los dos machitos, pero ella no se dejó engañar. Pasaron  dos meses y sobre la cama del nene apareció una gran mancha de humedad. A los seis meses toda la pared de Adriano estaba saturada de agua. Luca parecía no ver nada, pero ante la insistencia de Paula, el bambino pasó a ocupar la habitación que era de ellos y el matrimonio se resignó a convivir con la humedad, hasta en los sueños.

            Antes de que se cumpla el año la casa empezó a hundirse por el lado de la  humedad.  Ahora no podían escapar a otra habitación, pero trataron de ordenar los muebles como para compensar la inclinación, desplazándolos sobre el lado de la casa que no tenía humedad. Esto fue bien visto por todos porque los muebles eran de buena madera y la humedad los jode igual. Como si fuera la torre de Pisa, la casa se inclinaba y amenazaba con un colapso. Luca, velando por el bienestar, y armado de un miedo enorme, dijo que había que llamar a los topos,  que seguramente no habían hecho su trabajo como corresponde. Paula no estuvo de acuerdo y esgrimió razones sensatas, como la posibilidad cierta de que el pasado acechara bajo los pies de la familia. Pero, una vez más, no fue escuchada.

            Luca podía ser severo y autoritario con los suyos, pero era muy dócil con la gente que tenía una profesión. Estaba convencido que el paso por la universidad eleva el alma humana a niveles superiores. Fue por eso que no cuestionó a los topos cuando llegaron pertrechados con martillos neumáticos de esos que se usan para romper el asfalto y maquinaria pesada que cualquier persona sensata tomaría como un exceso. No pidieron ni siquiera permiso, a pesar de que estaban almorzando, pero Lucas se encargó de que se sientan como en su casa. Paula, precavida, les pidió identificaciones, que fueron dadas de mala gana: todo en regla. El jefe de la casa, pero no de lo que hicieran con ella, espió: “Franco. Arqueólogo. Universidad de Roma.”

            Franco dio una orden a los suyos, que resultaron ser obreros albaneses a su servicio— salieron de la casa—, y otra orden a la familia: “corran la mesa”, y en sus palabras se adivinaba que no era una persona contemplativa. Lucas no ayudó a mover el pesado mueble de roble, pues estaba embelesado tratando de entablar diálogo con el experto, aunque este  actuaba como si no existiera. Paula y el pequeño Adriano movieron la mesa. Un plato de fideos se cayó junto con un tenedor. Lucas miró a su mujer como reprochándole; Franco levantó el tenedor, casi por instinto profesional, lo examinó, y tirándolo nuevamente al suelo, dijo: “no vale nada”. Luego chistó e ingresaron casi corriendo los obreros albaneses con los oídos tapados por grandes auriculares. Lucas abrió un bolso y se colocó los suyos. Lucas, inexplicablemente, le seguía hablando. Incluso intentó comunicarse con él cuando los martillos empezaron a taladrar el centro del comedor, donde antes había estado la mesa y el almuerzo. Mientras los otros trabajaban, Franco, abstraído en el progreso del agujero que generoso se empezaba a abrir sobre la cerámica, prendió un cigarrillo. Lucas aprobó el gesto diciendo que con tanta humedad un poco de humo y de calor no venía mal, aunque el profesional estaba distante, como en otro siglo.

            Súbitamente, del suelo brotó un agua negra, acompañada de unas burbujas que al romperse despedían un olor indescriptiblemente feo. Una expresión de alegría asomó en el rostro de Franco.

—Hemos dado con la cloaca máxima—anunció, hablándose a él mismo.

—No entiendo—dijo Paula.

—Durante años la hemos buscado, es la cloaca más importante de la época de la República.

— ¿Y qué importancia puede tener?—, insistió.

Franco miró a los albaneses como para buscar complicidad ante tanta ignorancia.

— Por el mero análisis de estos excrementos podemos determinar qué comían en el siglo uno… antes de Cristo—chupó su cigarrillo antes de continuar—. Además,.. fíjese… ¿qué es lo que hace usted después de sentarse en el baño?

Paula buscó con la mirada el auxilio de su marido, pero este solo tenía ojos para el licenciado. Este tuvo que repetir la pregunta. Entonces Lucas respondió, complacido.

— Tiro la cadena.

—Bien—aprobó el topo—. Eso significa que en las inmediaciones de esta casa seguramente se debe alzar bajo nuestros pies el acueducto magno… ¿Saben lo que es un acueducto?

Luca respondió afirmativamente, contento de compartir un conocimiento con alguien tan distinguido. Pero mientras todo parecía transcurrir normalmente, Franco se fue sacando la ropa, una por una, hasta quedar desnudo, y se zambulló en el agujero lleno de aguas podridas que ahora era del tamaño de una mesa, desapareciendo por completo. Paula miró a los albaneses, pero estos parecían tomar la secuencia como algo cotidiano. Al no tener con quién hablar, Luca se cayó. Minutos después, unas burbujas enunciaron que algo subía, y acto seguido asomó un brazo del topo, lleno de excrementos. Apenas pudo sacar la cabeza del agua pútrida se dirigió al jefe de la familia, malhumorado:

— Vamos, hombre, no se quede ahí mirando, deme una mano.

            Luca le dio las dos, y Franco puso subir. Para sorpresa de todos, no volvía solo, traía un ánfora que estimó del siglo uno antes de Cristo, como la misma cloaca. Muy contento se lo veía, y realizó unas cuantas inmersiones más, trayendo desde un trozo de candelabro enchapado en oro hasta un tenedor, antes de poner punto final al suplicio de Paula. En total, dijo, eran unas veinte cositas de la época de la República, que los albaneses fueron poniendo dentro de una siniestra bolsa. La jefa de casa estaba que explotaba y miró al licenciado con una hostilidad que no podía reprimir. El topo, desnudo y lleno de mierda, le salió al cruce:

— ¿Qué le molesta, la mierda, que esté en bolas o… –  remató con ironía— el tamaño?

— La mierda no, porque mi marido se caga todas las noches. Que esté en bolas no me parece nada fuera de lo común. Lo que realmente me molesta es el tamaño.

Franco, herido, perdió el control,  y la invitó a usar el martillo neumático para consolarse. Pero la cosa se hubiera puesto peor si no fuera por la intervención de Luca, que defendió el tamaño del topo y censuró a su mujer. Sin embargo, ella no pensaba callarse y astutamente preguntó:

— ¿Cuánto nos van a dar por todo eso que sacaron de nuestra propiedad?

            Franco, ya más o menos limpio por bondad de los tachos y de los jabones que le había suministrado el dueño, respondió:

—Parece que usted no entiende. La propiedad es suya, así como el subsuelo, pero no  todo lo que encontremos. Esas cosas forman parte del patrimonio cultural de la humanidad y de la historia de la nación... No entiendo como aún hay gente tan ignorante como usted, señora. —Y un poco más calmado, agregó, conciliatorio. —Mire, se les va a pagar moneda sobre moneda según el valor que tienen estas cosas. Pero determinar eso lleva su tiempo y no siempre es fácil. Además, hay que cubrir los salarios de estos albaneses, por no hablar del estado, que sin poner un centavo se suele quedar con casi todo, y por supuesto con lo más importante y valioso… Y permítame decirle algo más: yo no metí la cabeza en la mierda solo por amor al arte. Lamentablemente estos albaneses no entienden un carajo de arqueología y tengo que hacer todo por mí mismo… Con suerte recibirán lo suficiente como para volver a sellar el piso. Y para que vea que soy su amigo, y no le guardo rencor, le voy a transmitir una confidencia: esto que hoy encontramos no vale nada.

            Luca estaba chocho de contento y hubiera pagado de su bolsillo para continuar escuchando al topo. Repitió frases como “patrimonio cultural de la humanidad” e “historia de la nación” y cerró con un pensamiento en voz alta: “el que sabe, sabe” Sólo una cosa le molestó, enterarse, tarde, que los otros eran albaneses, pero no se quejó.

            Prestos a partir, los albaneses sólo esperaban recibir la paga del día para ahogarse en alcohol. Uno de ellos—eran cinco—notó que la materia fecal del pozo se movía y le hizo llegar la inquietud a su jefe, tomándolo del brazo, pues no conocía palabra en italiano. Franco, para quien los albaneses eran menos que personas, se encaró con Luca:

— ¿Seguro que no estuvieron tomando mientras yo estaba allá abajo? Siempre lo hacen.

            Y sin darles mayor importancia a sus obreros, se despidió mejor de lo que había llegado, incluso les dijo “buen provecho”, y canceló la visita recordándoles que nadie les iba a quitar lo que era de ellos, y mucho menos el gobierno italiano, que solo está interesado en rescatar el “rico pasado de nuestra nación, del cual ustedes también son parte.”

(………………….)

Con la plata ganada,  Franco se compró una Ferrari—siglo XXI—y  viste Louis Vuitton,  hasta para ir al baño.  El  tenedor, del siglo uno— antes de Cristo—, descansa en el museo de la República de Roma.

            Cuando todos se fueron, Adriano, que era el futuro más tangible de Italia, señaló la cloaca máxima. Unas burbujas emanaron, con suspenso,  como cuando se apagan las luces del cine. Primero fue una mano, luego otra. Nadie lo ayudó.

—Soy Julio Cesar—dijo. Y agregó dos cosas más. — ¿Qué hacen en mi propiedad?—y casi inmediatamente: –   Tengo ganas de ir al baño.

           

           

           

           

domingo, 2 de marzo de 2014

Artigas niño

Artigas niño


Montevideo fue fundada en 1726, por Fonseca, que, como era costumbre, elevó su espada y dio solemnemente existencia a esa ciudad. Entre los buchones que le alcanzaron la espada estaba el abuelo de Artigas, de quien sabemos que llegó a garcar muchos indios y a consagrarse como estanciero. También, para no perder la costumbre que había adquirido en España, solía salir a cazar, como un buen hidalgo, liebres, cervatillos e indios por las inmediaciones de su estancia, estancia que fue creciendo en las mismas proporciones en que disminuía la población autóctona.
Del papá de José poco sabemos: vio crecer sus campos y alguna que otra vez habrá salido de caza. Seguramente ya no hablaba con la “zeta” hispana y muy probablemente se comunicara con sus indios con un afectuoso “Botija”. También podemos estar seguros que tomaba mate, porque nunca hubo ni habrá uruguayo que no consuma yerba. Asimismo es probable que se haya acostado con la mamá de Artigas.
José Gervasio Artigas nació en Montevideo cuando esta era una ciudad del Virreinato del Perú, en 1764, de modo que era un poco peruano. Tenía casi 12 años cuando se enteró que Buenos Aires era la nueva capital de un nuevo virreinato. Los historiadores como Jesualdo han escrito vastísimas obras sobre el prócer, y como no les da la cara para dejar en blanco toda la infancia de José, mienten asquerosamente como un buen periodista, afirmando que José Gervasio habría esto o habría lo otro. Pero la pura verdad es que, siguiendo la tradición de sus ancestros, no conocemos una mierda de estos primeros años de su vida.
Para dar satisfacción a mi curiosidad cholula, me embarque en la ímproba tarea de dar con algún dato sobre la infancia de… Jesualdo, el historiador. Nada pude averiguar, y es probable que eso sea lo mejor. Ahora le toca a otro inventarle una infancia, y tal vez una vida.



Mempo, sos un amigo


                                                               Mempo, sos un boludo.

              
  En el Página 12 del día de hoy, 2 de mayo de 2014, hay un artículo de Mempo Giardinelli, a quien admiro. Se trata de una invectiva a un periodista del New York Time que días atrás publicó en esas hojas unas apreciaciones sobre la Argentina que seguramente son fruto de sus prejuicios, como de cosas que sabe de oídas. Este tipo, que no voy a nombrar, y que hasta ayer nomás no conocía el mismo Mempo, habla de nuestra historia, del peronismo y de mucho más con una seguridad infalible y haciéndose eco, seguramente, de lo que pregonan los medios dominantes, ( y no sólo los que dominan por acá, dado que el Time de Londres o el Le monde de París tambièn se ocupan de nosotros.)

            El problema no es del periodista innombrable, que en fin de cuentas tiene la libertad de decir lo que quiere, sino de los lacayos vernáculos que se indignan y se quejan de algo que no tiene mayor trascendencia. En efecto, en el New York Time, como en muchos otros diarios, se suele hablar diariamente con sentido crítico, y no siempre con acierto, de Francia, Venezuela, Kasajtán, Botswana, Laos y un sinfín de países que no se tiene la menor idea de donde quedan. Acá también hacemos eso: las burradas que se han dicho sobre Ucrania en estas horas son alarmantes.

            Francisco asumió la herencia de Pedro diciendo que viene del fin del mundo. Yo siento que Mempo cree que vive en su centro. Y con esto no quiero dar a entender que los países centrales son importantes, sino que nos demos de vez en cuando un baño de humildad, y que no le demos importancia a estas cosas absolutamente menores. El lector de ese diario neoyorquino hoy lee sobre Argentina, mañana sobre Botswana, pasado sobre Grecia, y así, infinitamente, va olvidando todo lo que lee. Hágase un examen de conciencia, con la mano en el corazón: ¿usted qué recuerda de lo que leyó sobre Liberia cuando ese país fue frecuentado por la prensa lateralmente como consecuencia de su guerra civil y del encumbramiento de una mujer negra como mandataria? Seguramente esa lectura alguna fibra le tocó. Sea sincero, no recuerda una mierda, y fue hace poquísimos años. Quién en Nueva York va a recordar las patrañas del innombrable. Mempo, no seas boludo.

            No es para menos, el ejercicio del periodismo trae eso: la creencia de que lo cotidiano y efímero es la importante. Y todos en algún momento estuvimos enfermos de las bolas. Yo, sin ir más lejos, hace un tiempo que venía buscando una joyita que no pude encontrar en la WEB y que dudo muchísimo que alguien recuerde. En Página, en los tiempos de Menem, cuando se hablaba de achicar el estado, se reprodujo un artículo de un diario yanqui que no puedo hoy precisar.  Era de un catedrático encumbrado, que ejercía su caradurismo en una universidad de renombre. Este tipo sugería la fusión de Argentina, Chile y Uruguay con el fin de achicar el gasto. Más aún: daba un nuevo nombre a esta nueva e improbable entidad: Archiguay. Por entonces fue motivo de un escándalo de baja frecuencia la proposición de este ignorante. No obstante lo cual, ¿quién puede evocar hoy el nombre de este impresentable? Yo tampoco. Pero algo me he curado, porque ya no procuro rescatarlo del fondo de los tiempos, a los cuales, con justicia, ha sido condenado su nombre y su odiosa idea.