sábado, 31 de octubre de 2015

El Amante, literatura




La buena literatura habita en todos lados. Encontré fragmentos de buena literatura en libros, revistas, diarios, cartas, mails y folletos políticos. No digo que estos hallazgos puedan aspirar al Nobel. La cuestión pasa por la escritura. Ni siquiera por los objetivos de esa escritura. Una vez mi mamá me describió una serie de propiedades y detalles que debía tener un repuesto para la heladera. Mami nunca se enteró, pero había visitado en ese papel la buena literatura.  Aunque nunca dí con el repuesto— el ferretero carecía de imaginación— aún guardo la descripción del mismo.

Entre las cosas que guardo encontré en un cajón muchas revistas El Amante, cine. Las leí hasta el cansancio y terminé por guardarlas y olvidarlas. Pero no las tiré, sabedor de que otro José las esperaba del otro lado del tiempo. Y el tiempo repara. Nos da la perspectiva privilegiada. Nos obliga a ver con otros ojos. Hoy se nota demasiado los intereses creados con algunos directores amigos, que siempre hacían películas geniales y que el mundo debía conocer, o la enemistad con otros que siempre eran tachados de bobos o perezosos, o la defensa ilimitada de cualquier película que proviniera de un país como Kazajistán, aunque sea el menú más intragable. Además, no pude evitar, claro, volver a la revista, la de hoy, y comprobar que no es la de ayer.

El Amante de los 90 y de los primero años de este siglo tiene buena literatura y buenos escritores— fruteros magníficos, como  Trerotola o Rojas—. Hay frescura, fruta fresca y colorida. Naturaleza viva. Nada es tomado muy en serio, como pasa con la crítica de libros o de plástica, que son encaradas a cara de bulldog, cosa que vengo denunciando hace años. 


País raro. No sé si contamos con un cine magnífico. Pero contamos con una revista de cine magnífica.   

jueves, 15 de octubre de 2015

Lo obvio deja de ser tan obvio



La Tierra gira hace 4.500 millones de años. La vida nació en ella hace 500 millones. En otras palabras, 90% de su existencia estuvo nuestro planeta bailando por los cielos, sin vida.
Los mamíferos vinimos a chupar una teta hace sólo 65 millones de años, cuando los dinosaurios nos dejaron un lugar.
Los humanos modernos comenzamos nuestras caminatas ayer, hace apenas 100.000 años, cuando hace más de 64 millones de años que había mamíferos y tetas.
Sin embargo, esos 100 mil años, poca cosa para la vida del planeta, puede ser un tiempo abismal, mirado desde cierto punto de vista…

La civilización, (o sea, las primeras ciudades, la escritura, las sociedades medianamente complejas, la domesticación de las bestias y de las plantas), arribó a este lugar del universo hace un pequeño instante: 10 mil años, cuando los humanos ya llevábamos 90 mil años dando vueltas.  
¿Qué estuvieron haciendo nuestros abuelos durante 90 mil años? Simplemente respiraban un aire más puro y sin polución. Nacían (y con muchísima suerte superaban el año de vida), cazaban, comían, cagaban, cogían, daban la teta, cantaban y jugaban (como los pájaros), escapaban de las fieras,  morían (muchas veces como parte de la dieta de una fiera), y soñaban con una vida sin pesadillas.
Pero no pensaban. Quiero ser claro. No me estoy refiriendo al pensamiento obvio y elemental, del tipo: ¨uy, viene un tigre, rajemos¨. Me refiero al pensamiento que cambia materialmente la existencia de un grupo humano, el que se genera por un descubrimiento, el que revoluciona algo. ¡90 mil años! Entre el primero y el que nació 90 mil años después ningún cambio. Todo igual. Más de lo mismo. El humano, uno como vos o como yo o como cualquiera. Igual en todo, pero durante 900 siglos no muy diferente a un coyote o a una laucha.
            Pensar es un ejercicio, es un producto de la trama socio-cultural en la cual nos movemos. Y, claro, es una costumbre. Aceptar un cambio o al menos concebirlo como posible es algo revolucionario que se empezó a gestar hace sólo 10 mil años. Antes toda innovación era cegada por nuestros abuelos, durante 90 mil años. No era culpa de ellos. Simplemente en una situación de huida permanente del frío, del calor, de las fieras, del hambre, de las enfermedades, del dolor físico y espiritual, les resultaba imposible pensar. Cualquiera que hubiera tenido una idea nueva hubiera sido censurado. Pero no solo por temor, también por costumbre. Y no es dable imaginar que durante ese abismal espacio de tiempo hubo un lento, lentísimo progreso. No. No hubo nada.  Más y más de lo mismo. Había que repetir las enseñanzas de papá hasta la muerte y transmitirlas a nuestros hijos. Las pinturas rupestres más antiguas no superan los 15 mil años, y estoy siendo generoso. Estuvimos 90 mil años al pedo. Teníamos el mismo cerebro que ahora, con las mismas circunvoluciones, las mismas neuronas. También las mismas manos, con el pulgar más dúctil del reino animal, que es la herramienta más preciosa que conseguimos. Pero usábamos el cerebro de otra manera. Lo teníamos para otra cosa.                    
En algún momento, hace 10 mil años, alguien pensó de un modo diferente. Probablemente no fue el primero: fue el primero que no castigaron por tamaña osadía. Pero estoy seguro: no lo castigaron porque con su novedad también venía un castigo, un castigo para todos aquellos que protestaran ante su innovación.