miércoles, 15 de enero de 2020

Turismo Urbano 5. Cuatro estadios en el sur porteño



                          

La calle Luna, en el sur porteño, directa o indirectamente une cuatro estadios. La arteria en sí misma es una sumatoria de barreras urbanas. Los estadios que la circundan son los que le dan vida. Pero no siempre: los días de partido. Ningún paisaje y ningún territorio es idéntico cuando hay partido. Sin embargo, los partidos también suelen construir barreras urbanas como consecuencia de las medidas de seguridad. De eso se trata estas líneas. De una calle y de su elasticidad en el espacio y en el tiempo. De la gente que le da su impronta cuando puede haber un gol. Y, por supuesto, de las barreras urbanas que los partidos generan.
El itinerario tiene 4 paradas principales. La primera parada es el estadio de Huracán. La segunda, el de Barracas Central. La tercera es un estadio sin nombre que se encuentra en la villa Zavaleta. Por última parada tenemos el estadio de Victoriano Arenas. En el itinerario, por otro lado, aparecen lugares que me han dejado una marca indeleble y corrosiva. Por la importancia que revisten, estas líneas también se detienen en ellos.
Huracán es un club de Parque Patricios; sus hinchas son mayormente del barrio. Sus colores están en las pintadas de los muros, en las plazas, en las remeras, en los adornos de los negocios. El estadio es un palacio por su arquitectura, principalmente por su fachada. Para los vecinos es el corazón del barrio, hacia donde van en procesión cada partido, como hacia una iglesia laica. Los días de partido las calles quedan cortadas al tránsito. Este corte le dificulta la entrada a los vecinos, como a Olga. Olga vive en Luna, a metros del estadio. Es hincha de Huracán, pero el ingreso a su propio hogar se complica cuando juega el equipo de sus amores. Debe mostrar el DNI a la policía, y a veces algún cacheo. No obstante, es optimista. Antes era peor. Había hinchada visitante y el barrio quedaba cortado como una pizza, en porciones, para que no se mezclen los simpatizantes de uno y otro equipo. Las barreras se multiplicaban. Peor aún, Huracán llegó a alquilar su estadio en más de una ocasión. Si ¡Dos hinchadas visitantes! Pero lo peor, cuenta, fue cuando tocaron los Redondos. ¨Fue un desastre¨, remata. [ii]
Hoy juega Huracán. La calle Luna ciñe al estadio por el oeste y es una fiesta. El humo de las parrillas de choripanes sobre las veredas deleita a los hinchas. Los negocios hacen su agosto. Los nenes tiran papelitos rojos y blancos. Los jóvenes toman alcohol sobre el cordón de la vereda y están alegres. Flamean las banderas, muchas sobre las ventanas. Nadie ignora en Parque Patricios que hay partido. El aire tiene un acorde especial que viene de las tribunas. Una persona puede desafinar. Las masas al cantar no desafinan. Es hermoso. La calle Luna tiene sus poetas. Los hinchas escriben muros con alusiones astronómicas. Sin embargo hay una tristeza de final de fiesta cuando la pelota deja de rodar. El lado B de la vida. Esa procesión que regresa a casa me transmite una tristeza infinita. Para muchos la vida y la pasión se reducen a los 90 minutos de un partido. Las banderas se enrollan. La tarde avanza. Las persianas caen.  Los papelitos quedan en el suelo transformados en una enorme basura.  Las parrillas ya están libres de choris. La resaca gobierna en muchos. Las ventanas se cierran.  Mañana hay que laburar. Dan ganas de llorar.


Este mismo territorio es tan distinto cuando no juega Huracán que se diría de otra ciudad.  Parque Patricios está en un proceso de acelerado cambio. Desde que se lo declaró Distrito Tecnológico muchas empresas llegaron. Está pasando de ser un barrio claramente residencial  a uno con características del terciario. Eso se siente especialmente los días de semana, cuando no hay partido. Esos empleados, esos dueños, esos CEOs, tal vez nunca sepan si Huracán ganó o perdió. Están en otra. Pero el estadio siente la impronta de los nuevos tiempos. Se ha puesto en valor su fachada sobre Luna, donde se van a abrir comercios, justo en el zócalo del estadio. Sigo por nuestra calle. Tras las gradas, donde estaba la quema, se levantan enormes moles residenciales. Es el barrio Estación Buenos Aires.  Si antes el estadio era lo más alto de toda la zona, hoy estos edificios le arrojan su sombra grosera. Atravesamos las torres en dirección al Riachuelo. [iii]



Ayer nomás la calle Luna continuaba. Hoy está cortada por un muro. Que, además, es doble. Uno es el muro que segrega las vías del entorno. El otro es el que impide usar el puente que  unía ambos lados. Así, el nuevo barrio de ingresos medios queda aislado de la villa. En otras palabras, el puente es hoy un puente a ningún lado. Un puente al que no puedo subir desde donde me encuentro. Estoy obligado a realizar un desvío de más de un kilómetro para ir a 20 metros de donde me encuentro. Tengo que encarar por Suarez hasta Vélez Sarsfield y volver por Olavarría para retomar Luna.


Voy por Suarez. Las viviendas más cercanas a las vías tienen música a alto volumen, numerosas ropas en los balcones, voces altas, rostros aceitunados y algo impreciso que denota cierta cultura popular. Me encaro ante unos vecinos que salen de un departamento. Lo que me informan no me sorprende. Ellos son de ahí, crecieron en ese mismo lugar, cuando era una villa. Ahora habitan en un departamento del nuevo barrio, junto al eje de las vías. Le pregunto a la vecina si está de acuerdo con el muro, que los segrega de sus antiguos vecinos. Me contesta afirmativamente. Pero la vecina tiene un temor. Ese muro, afirma, lo colocaron sólo hasta que se terminen las obras del viaducto del ferrocarril.  Pienso para mis adentros que la vida es más interesante que los lugares comunes y los razonamientos lineales. [iv] Es un buen ejemplo de barreras físicas aunadas a barreras psicológicas [v]


 Cuando remonto Olavarría entro en el Tercer Mundo. Al llegar a Luna tengo adelante uno de los clubes más viejos del país: Barracas Central. Este solar es ocupado por el club desde 1916. [vi] Hace cien años los partidos contra Boca eran verdaderos ¨clásicos¨.[vii]  Hoy casi nadie se acuerda de este Club pionero, perdido entre las vías, la cancha de su popular vecino y la villa Zabaleta. Sus hinchas, escasos como unicornios, son una reserva de memoria que  recuerda su pasado glorioso. Parecen una tribu no conectada. Con sus rituales, sus cánticos y sus recuerdos: como  ¨ese gol de García a Sacachispas sobre aquel arco en el último minuto¨, como me cuenta Carlos. Yo sólo veo un arco insípido. Ellos ven la vida entera en ese arco. Intransferible.[viii]  Subo al puente que va a ninguna parte, porque de este lado de Luna sí se puede subir. Saco unas fotos. Han levantado los rieles y ya no quedan esas piedras que adornan las vías entre durmiente y durmiente. Como fan de Defensores de Belgrano he venido varias veces con mi padre en los años ochenta y noventa. Veníamos en un colectivo alquilado por el club. Y nos cagaban a piedrazos, como hacen todos los clubes que se encuentran junto a las vías de un ferrocarril. Raro, ahora extraño no ver esas piedras. Como ya no hay hinchada visitante y ellos no son muchos, hay pocos policías. Y, un poco por eso mismo y otro poco porque las barreras urbanas en torno a la cancha ya son de por sí enormes, no se corta ninguna calle. El estadio está semivacío, con algunas tribunas cerradas. Fue pensada para albergar hinchadas visitantes numerosas. Todo es muy familiar, tranquilo y aburrido. Aunque, bueno es decirlo, parece que soy el único que se aburre.
                
Y ahora me dirijo a la villa Zavaleta, que han rebautizado como 21-24 como una forma de no legitimarla. Si, como los presos, las villas llevan números.   Son unos 150 metros. Luna se corta (se vuelve a cortar) por un muro de casas en medio del cual se adivina un pasillo, estrecho, con edificaciones de tres plantas a ambos lados que lo transforman casi en un túnel negro. Es una salida y entrada obligada al barrio. Veo a dos, que plantados como arbolitos, parecen custodiar el acceso. ¿Me cobrarán peaje? Armando Silva reivindica todos los sentidos tanto para el que pasea como para el que vive su cotidianeidad. Y es que la subjetividad produce efectos concretos  en el uso de la ciudad. ¿Debería pasar por ese pasillo? ¿Debería usarlo? Por precaución me sumo a la fila de la parada del 59, que tiene su terminal a metros del pasillo. Espero unos minutos. No vine hasta acá para arrugar. Mi orgullo me lacera. Y triunfa. Encaro hacia el improvisado pasillo que conecta la calle Luna con la calle Luna (si, con su cara oculta se diría). Enorme alivio: los arbolitos no están. Sale una moto aparatosamente por el pasillo. Saco una foto.



Quiero sacar otras, pero ya no me animo. Aprieto los dientes, el aire se corta, ya estoy adentro. Humedad, olores indefinibles. Alguien toma cerveza en el piso ocupando medio pasillo. Y salgo a otro mundo, muy diferente. Me recuerda a La Paz,  Bolivia, por su densidad de población en las calles, el tipo de edificaciones, las innumerables tiendas y, por supuesto, esos manjares que se olfatean. Luna, de este lado, es alegre y colorida. La calle es un espacio público, de encuentro de transas de juegos y de amores. Lo remoto está en la cabeza. Ahora estoy más lejos de mi mundo que cuando estuve en el centro de Nueva York. La geografía miente. Camino hasta Luna e Iriarte, un cruce impresionante. Acá hay más gente que en el centro de Mar del Plata en verano.  Me prometo volver algún día. Soy Alicia y estoy en el país de las maravillas.
 Pasando Iriarte,  me mando hacia la canchita del barrio.  Desde Luna son unos pocos metros por un pasillo siniestro. Tal vez por eso mismo el impacto al ver la canchita es enorme: un campo verde, con arco profesional, iluminación LED,  césped y gradas. El clásico: Bolivia y Paraguay. A diferencia de la cancha de Huracán o Barracas Central, acá los partidos son a diario y a cancha llena. No tiene prácticamente historia el estadio, pero las comunidades que se miden en ella hasta tuvieron una guerra en el siglo XX. Sobra pasión. Y yo no encuentro ninguna tristeza cuando un partido termina. Porque siempre hay un partido. Estas canchitas son parte de los proyectos que en la jerga urbanística llamamos ¨esponjamiento¨, que consiste en abrir espacios en las villas para descomprimir la densificación inherente a estos barrios. Siendo uno de los pocos espacios públicos ¨ganados¨ llama la atención que estén alambrados, como una cancha profesional. Porque la canchita se utiliza para todo tipo de actividades, como ferias o celebraciones. Pero yo no veo el alambrado de una cancha sino la sutil reja de una plaza que, hasta la intervención del Estado, no tenía rejas.  



 Tres gradas de tribuna y están casi repletas. Como no se pueden identificar por la camiseta, tengo que adivinar para dónde patea cada uno. Y soy el único adivino. Saco una foto. Pregunto algo  a un espectador, joven pero envejecido, evidentemente por el trabajo duro.  (En el espacio están los cuerpos y en los cuerpos están inscriptas las historias personales). Siento que mi pregunta me vende: no soy de acá. Me responde con otra pregunta: ¿Hablaste con el Tolo? Le digo que no sé quién es el Tolo y veo en su rostro que terminé de venderme completamente.  A la vera de la canchita hay un bar, lindo, lleno de humo, todos jugando cartas e intercambiando cervezas. Hacia allí fui en procura de la protección que tal vez no necesitaba. Se escucha guaraní por todos lados. Quiero saber más. Lo encaro al que atiende la barra. Le pregunto por el Tolo. Es quien decide quienes juegan y quiénes no. Los que jugarán están en la tribuna esperando. Los que ya jugaron están volcados a las cartas y a las cervezas. Sergio, que así se llama, me amplía.   Pero ya hice muchas preguntas y me lo dice casi literalmente. Siento que, de alguna manera, ambos tenemos miedo recíproco. Lo saludo y me voy.
Continúo por Luna. En términos de Fabaron, los vecinos están, yo paseo; los vecinos viven su cotidianeidad, yo realizo un consumo visual. Para mí todo tiene ese lustro que da lo novedoso.[x] Para muchos de ellos la experiencia se agota en el barrio, de donde muchos no salen casi nunca, como una cárcel sin rejas.  Dentro de esta cárcel hay colegios, negocios, salitas de hospital, organismos del Estado. Y es como si esos mismos organismos estatales hubiesen procurado la reclusión a los vecinos, acercándoles ciertos servicios, apartándolos del resto de la ciudad. Este proceso de insularización, analizado por Soldano, también puede incluir al estadio de la villa Zavaleta. Ahora hasta fútbol tenés adentro de la villa. [xi]
Sigo por Luna. Bajo hacia el Riachuelo. Le compré a Sergio una lata de cerveza para ganar coraje. Camino hacia el fondo de una de las villas más peligrosas del país. Pero no voy a arrugar.  A medida que avanzo veo el camino más desierto de gente. Acá preguntar es un riesgo enorme. Sacar una foto es suicida. Tomo por Osvaldo Cruz, una avenida que cruza la villa. Cuando llego a la vía empiezo el mismo recorrido que hace el tren. El olor del Riachuelo es muy especial. No me molesta. El tren aún pasa,  casi tocando las casitas, lentamente, casi gateando. Encaro hacia el puente del ferrocarril. Algunos chicos que no superan los diez años se sorprenden. Entiendo: no muchos desconocidos pasan por aquí. Los saludo. Una señora grande y pesada no me devuelve el saludo. Un hombre con el torso desnudo y entrado en músculos se asoma y tampoco me saluda. Ni loco vuelvo para atrás. Ni loco miro para atrás. Ni loco miro para abajo, hacia el agua. Se da lo inexplicable. Casi con naturalidad comienzo a cruzar el puente. Sólo atiendo a los durmientes del ferrocarril, que transcurren lentamente como los segundos. Los cuento: uno, dos, tres… Pero las agujas no circulan. El espacio se tragó al tiempo. Es como estar absolutamente vivo y absolutamente muerto a la vez. Una mezcla de adrenalina y de temor. Nunca en mi vida estuve tan concentrado. Puedo ver crecer los pelos de mis brazos. Puedo notar mi sangre caminar, el olor de una araña. Aprieto los dientes.  Cuando veo bajo mis pies unas flores mezclándose entre los durmientes entiendo todo: ¡llegué! Amigos míos, no puedo explicar la alegría que me invade. Exploto de amor propio: lo hice. No se debe sentir mejor al tocar las cimas del Himalaya. Puedo. Me superé. De repente se escuchan petardos desde el otro lado. ¿Petardos? Estamos en diciembre. ¿Y si es otra cosa?  ¿Y si yo soy el blanco? Vuelvo a tener miedo. Me afirmo y saco una foto que me incluya. Quiero dejar un registro.


El puente del ferrocarril vuela sobre el meandro de Brian para llegar a una península ocupada por una de las canchas de fútbol más raras del mundo, la del club Victoriano Arenas. Esta península iba a desaparecer con la rectificación del Riachuelo, que sí se realizó aguas arriba. Por ese motivo, la península es territorio de la ciudad de Buenos Aires, aunque se encuentre del otro lado del Riachuelo. Y Victoriano, claro, es un club de la capital.[xii] Sus hinchas, muchos de la villa, cruzan el puente del ferrocarril para ver al equipo de sus amores. Me volteo. Desde la península la villa se ve como un anfiteatro. Los días de fútbol los niños se amontonan sobre la orilla portando unas enormes cañas. No son para pescar. Son para cazar las pelotas que van a parar a las aguas. Muchas se usarán para patear en la canchita del barrio.  Pero la mayoría de los hinchas del Victoriano son de este lado del Riachuelo. Y entran por el breve istmo que separa al estadio del partido de Avellaneda. Es conocida como una de las canchas más inaccesible del mundo.[xiii] Yo llegué, como cuando vine de la mano de mi viejo y quedé impresionado con el olor del Riachuelo, que rodea a Victoriano por el norte, el este y el oeste.  Al lado de las vías, sobre la pared del estadio, hay una persona viviendo en un auto abandonado y con varios perros muy agresivos. Sale del auto, como de una cucha. Casi me meo encima. Logro sacarle una entrevista. Los días de partido la policía corta la península por el istmo, donde debería haber corrido el Riachuelo. El acontecimiento es la llegada del ómnibus visitante. ¨Son los únicos extraños que aparecen por acá¨. Y me lo dice a mí. Victoriano está tan aislado que no tiene un barrio en su entorno inmediato. Los días de partido son los únicos en los cuales aparece ¨alguien¨. Es el mundo del revés.


Salgo de la península. Ahora sí entro en la provincia. Me pierdo entre fábricas abandonadas. Algunas, para mi increíble sorpresa, parecen sacadas de una guerra mundial, o de Kosovo o de una de Hollywood. Quemadas, negras, silenciosas, con gente viviendo adentro. ¿Alguien sabe de esto? Patético. Tristísimo. Admirable. Apuro el paso. Veo al fondo la parada del único colectivo que abastece a miles de personas, el 570. Subo, me siento y me largo a llorar. Pero no sé por qué estoy llorando. Tal vez porque un colectivo me es algo familiar. Como abrazar a un hermano.
He recorrido cuatro estadios que se alzan en las inmediaciones de la calle Luna. El de Huracán es el caso de un estadio con gran capacidad que los días de partido impregna de magia todo su entorno y donde las barreras urbanas se multiplican, especialmente para los vecinos. El de Barracas Central tiene a su alrededor una barrera urbana ajena al club. Sus hinchas, que ya no reciben visita, se asemejan a un gueto emocional perdido en el tiempo y en el espacio. El de Zavaleta tiene una función continua, ya sea para el fútbol o para otra cosa. Lo que en este caso está aislado no es el estadio en sí mismo sino el barrio que lo parió, y que como una madre protectora, parece cuidar tanta pasión de las miradas ajenas. Sin dudas, una joya que me he regalado. Por último, el estadio de Victoriano Arenas, famoso mundialmente porque casi nadie llegó hasta él en virtud de las increíbles barreras urbanas que hay que sortear y a los temores que hay que vencer.




[ii]  Reportaje del autor.
[iv] Reportaje a una vecina y a dos vigiladores del barrio, de la empresa Prosegur.
[v] WAQUANT, L.  (2007) Los condenados de la ciudad. Gueto, periferia y Estado, Siglo XXI Editores
[vi]  Twiter, Viejos estadios. Tanto para el estadio de Barracas Central como para el viejo estadio de Huracán Enlace: https://twitter.com/viejosestadios/status/881651148222078977
[viii] Reportaje del autor.
[x] FABARON A (2016)   Paisajes urbanos, diferencia y desigualdad. El caso de La Boca en Buenos Aires
[xi] SOLDANO,  D. (2008):  Vivir en territorios desmembrados : un estudio sobre la fragmentación socio-espacial y las políticas sociales en el área metropolitana de Buenos Aires (1990-2005)

sábado, 11 de enero de 2020

Un libro nuevo

Amo pagar dos mil pesos por un libro que he esperado largamente. Amo llevarlo a un bar de mala muerte. Amo pedir un café y abrir sus hojas. Amo sacar una lapicera y empezar a subrayarlo abundantemente: que se desvalorice con velocidad. Finalmente amo pagar un café que termina siendo más caro que un libro nuevo. Porque el libro es mi esclavo. Y yo me amo.