lunes, 28 de abril de 2014

Ezeiza está lejos



Ezeiza está lejos
         
Ezeiza se encuentra a 35 Km del obelisco. Pero que pasa en las otras grandes ciudades. Lax, el de Los Angeles y O’Hare, el de Chicago distan 27 Km de sus respectivos centros. Paris tiene su principal aeropuerto, el Charles de Gaulle, a 25 Km de la torre Eiffel. Los tres aeropuertos de Nueva York están a menos de 20 Km de donde estaban las torres gemelas. Heathrow, en Londres está a 22 Km de la reina. Los aviones bajan a 22 Km del obelisco de San Pablo, en Guarulhos. Barajas, el de Madrid, se encuentra a  solo 13 Km del Paseo de la Castellana. El de Manila está a 7 y el de la populosa México te recibe ¡a  solo 5! Con el resto de los aeropuertos pasa más o menos lo mismo. En promedio se encuentran a 20 Km del centro. Por supuesto, hay contados casos como el de Buenos Aires. Fiumicino, el de Roma y Domodedovo, el de Moscu, también están a 35 Km. Pero en estos casos cuentan con un ferrocarril que vuela como un avión para que no te des cuenta de la distancia.
Hay varios parámetros para saber si una ciudad es grande o si no lo es. Dos ciudades  pueden tener la misma cantidad de habitantes y,  sin embargo,  una ser mucho más reducida que la otra. Por lo tanto una ciudad puede ser más grande que otra en tamaño, pero no en habitantes.  Y lo mismo vale para cualquier ciudad. No obstante lo cual, seguimos escuchando que tal ciudad es más grande que tal otra, cuando en realidad lo que queremos decir es que está  más poblada.
Eso ya lo traté en mi artículo El tamaño de la capacidad, que dormita en este blog. Pero lo que ahora me mueve a escribir no es lo que dice la ciencia sino lo que dice la gente normal cuando habla del tema.
Esta gente normal en realidad no es tan normal que digamos, porque me quiero ocupar de aquellos que vuelan con regularidad a diferentes puntos de la tierra. Los grandes aeropuertos del mundo suelen encontrarse en las principales ciudades. En algunos casos se encuentran más alejados del centro de las ciudades a las cuales sirven. En otros están casi a la vuela del centro. Así, la gente normal especula el tamaño de la ciudad en virtud de la distancia a la cual se encuentra el aeropuerto del centro o del distrito financiero. Pero no se rigen solamente por la distancia, sino también por el tiempo de viaje que les demanda llegar al corazón de la ciudad.
Hemos escuchado muchas veces que normales de otros países celebran o padecen el enorme tamaño de mi Buenos Aires querido. Esto se debe—estoy seguro—a la enorme distancia que separa Ezeiza del centro porteño: esos 35 km. A esto hay que adicionarle un hecho poco observado en otras tierras. La mayoría de los terrenos a los costados de la autopista Richieri, que une el aeropuerto con la capital, son muy poco urbanizados, y esto da psicológicamente una idea de lejanía, que en realidad debería llevar a estas gentes a la conclusión no de que la ciudad es muy grande sino que el aeropuerto está muy lejos.
En efecto, la autopista circula por áreas de poca población, a pesar de recorrer zonas extensas de La matanza. Basta ver un mapa del Gran Buenos Aires para reparar en un hecho asombroso: de todas las posibilidades que había de construir un aeropuerto se eligió una zona donde la mancha urbana que media entre el centro y el aeropuerto es realmente muy poco densa.  
A mi me parece muy bien que nuestro aeropuerto mayor se emplace en Ezeiza. Lo que me parece mal es que no haya un tren como la gente. Mientras esperamos, sigamos disfrutando de los extranjeros que se desarman exclamando que nuestra ciudad es enorme y proporcionan la distancia hasta el avión como ejemplo superlativo.

domingo, 27 de abril de 2014

Un agujero negro en nuestra mente



Un agujero negro en nuestra mente

¿Qué tienen en común nuestra mente y el universo? Explicar algo por analogía puede implicar serios riesgos, pero hay veces que nos puede dejar una enseñanza.
Los agujeros negros son  acumulaciones enormes de materia, que se producen tras el colapso de estrellas gigantes. Como consecuencia de esa enorme masa que determina tanta materia su gravedad es tal que nada puede escapar, ni siquiera la luz. No los podemos ver por ese motivo, pero podemos observar la gran acción gravitatoria que ejerce a su alrededor. Por eso, no podemos conocer un agujero negro directamente, sino por lo que pasa cerca de él. Su masa crece alimentándose de su entorno.  Al límite de un agujero negro se lo conoce como horizonte de sucesos, más allá del cual el tiempo, tal como lo conocemos, se detiene progresivamente. Si lográramos llegar a un agujero negro, cayendo hasta su centro, el tiempo se detendría completamente. Allí nos encontraríamos en lo que se conoce como una singularidad, que se llama de esta manera porque no sabemos que mierda pasa dentro de ella, pero estamos seguros que no es nada de este mundo. Extrañamente, a lo que había antes de nuestro universo, o sea antes de esa explosión que llamamos Big Bang y que dio lugar tanto a las estrellas como a Jorge Porcel (hijo), también la llamamos singularidad.
                           Según la edición de este mes de Nacional Geographic, no sería descabellado suponer que nuestro universo fue gestado en el corazón de un agujero negro, y que acaso estamos viviendo en un universo dentro de otro universo que contiene otros universos y que a su vez está dentro de otro universo.  Esto—lo de National Geographic—es lo que yo llamo una singularidad de la incertidumbre: imaginar cosas por el simple placer de imaginarlas, gracias a que no sabemos un carajo del asunto. En fin: nuestro universo sería algo así como una mónada de Leibniz.  
                                ¿Y qué pasa con nuestros pensamientos? Freud estaba muy influido por la física de su época, que había descubierto que el tiempo es elástico. Einstein por entonces entreveía la posibilidad de que existieran agujeros negros, lo cual se deducía de sus teorías. (Aunque finalmente resolvió en su mente que los agujeros negros y sus singularidades  no podían existir.) Más o menos al mismo tiempo, Freud resolvió que en nuestra mente hay una dimensión llamada Ello, donde se darían las condiciones de un agujero negro. Claro está que no lo dijo de este modo. Nuestro aparato psíquico tiene capas, cuyos límites son confusos. Tenemos en primer lugar nuestros sentidos, que comercian con el mundo exterior. Luego tenemos al Yo, nuestra conciencia. Después  está el Super-yo, que puede censurar, reprimir o inhibir nuestra conducta conciente. Más allá se encuentra el Ello, que es el depósito de nuestros instintos y de nuestras inclinaciones más primitivas: es nuestra persona pero sin lo que la vida en sociedad nos ha enseñado, es, si se me permite, el Yo sin careta. El Ello es el ámbito de lo inconsciente por excelencia, donde cae toda nuestra actividad psíquica, incluso aquella que  hemos olvidado conscientemente. Se traga todo. Es anterior a lo que nos da nuestros sentidos, y no lo podemos conocer más que por sus efectos, por la gravedad que ejerce sobre nuestra vida conciente. Dentro de él no hay tiempo, es la atemporalidad misma. Y, como dice el mismo Freud en Siete lecciones de Psicoanálisis, es inmensamente más grande que el Yo y el Super-yo. Ahora bien, lo que hacen estos dos últimos es ni más ni menos que evitar que ese agujero negro de nuestra mente aflore. 
                                 Vivimos permanentemente en tensión entre lo que la sociedad nos ha enseñado y los deseos e inclinaciones naturales que están siempre pujando por salir desde nuestro interior psíquico. No podemos explicar realmente lo que sucede en ese Ello que tenemos adentro como un primer motor inmóvil que gobierna nuestras actividades desde la oscuridad más profunda. Es, sin dudas, una singularidad de la cual podemos predicar cualquier cosa. Quizás sea el reverso del universo. Quizás seamos, en el fondo, una mónada más de los infinitos universos que nos  rodean a diario.

jueves, 24 de abril de 2014

Fumando en las escaleras



Fumando en las escaleras

Fumaba solo en las escaleras cuando él  bajaba del sexto con unas fotocopias. Nunca habíamos hablado mucho. No recodaba su nombre. Me dijo “José, ¿cómo te va?”, y me comentó que estaba haciendo tiempo para cursar una materia. Mientas me hablaba yo trataba de recordar el nombre de ese ser agradable, humilde y educado. La charla no se prolongó. Él dio  fin a la entrevista poniendo en entredicho esa nociva costumbre de “hacer tiempo”, “perder el tiempo” o como lo quieran llamar. Anunció que se iba a la casa y desapareció escaleras abajo. “Nos vemos, José”, fue lo último que me dijo, ya con la cara vuelta hacia la salida.
            Menos de un día después me encontraba fumando en el mismo lugar. Pero esta vez no estaba solo. Un enjambre de gente comentaba sobre la muerte de alguien. Pregunté. Javier, un compañero, había muerto al llegar a su casa. Llegó demasiado temprano y los ladrones no contaban con esa posibilidad. Lo asesinaron. Pregunté quién era Javier. Me dieron el apellido. Inmediatamente me vino a la cabeza la cara del que ahora, de alguna oscura manera, forma parte de mi vida.

miércoles, 23 de abril de 2014

Profunda y Versátil



Profunda y Versátil

            Hay, creo, cuatro tipos de personas.
          
  En primer lugar tenemos a las personas que son simples como un arroyo. Son los que no difieren de un cerdo. Comen, cagan, respiran, fornican, mueren. Pasan por la vida, pero en realidad es la vida la que les pasa por encima. Te ves con ellos después de veinte años y siguen aferrados al equipo de sus amores, a su banda preferida, a sus relaciones consabidas. Hacen los mismos gestos, cuentan las mismas anécdotas, aburren como hace veinte años. No han crecido espiritualmente y están satisfechos de contarse entre las mayorías, lo cual supuestamente demostraría que tienen razón en llevar la vida que llevan y pensar las cosas que piensan, si es que algo piensan. Son las personas superficiales que más vale perder que encontrar. Say no more.
            En segundo lugar tenemos a los que son como el Río de La Plata: anchos pero poco profundos. Son esas personas que ves por primera vez y te seducen. Los ves con un optimismo desbordante. Tienen una versatilidad enorme y es esa versatilidad la que te distrae y te impide notar que carecen de profundidad. Te preguntas que habrá detrás de ellos y empezas a remar hacia la otra orilla sin intención de llegar, solo por el simple deleite de estar sobre esas aguas. Pero a poco de partir tus remos se clavan en el barro. No hay agua suficiente para seguir. Volver al punto de partida sería la mejor opción. Pero hay tan poca profundidad que optas por bajarte del bote y caminar con el agua hasta las rodillas, aceleradamente, porque sino ese barro, cual arena movediza, te va a engullir todo el poco optimismo que aún te queda. Son personas para ver de vez en cuando: cuando las aguas suben.
            En tercer lugar tenemos a los que son angostos pero profundos. Son esas personas que, sin aparentar nada a primera vista, tienen un espíritu y una riqueza interior admirable. Nunca terminamos de conocerlos. Siempre nos dan una sorpresa a cada encuentro. Puede ser una sola palabra, un solo gesto. Sin embargo, con el correr de los años, nos demuestran que tienen pocos cambios en sus pensamientos, como si se tratase de un lago profundo que no renueva sus aguas. Sin dudas, son consecuentes y resisten cualquier archivo. Con su profundidad suelen distraernos maravillosamente, al punto tal que no reparamos en esas limitaciones. Seguimos frecuentando a estas personas con agrado. Seguimos esperando al monstruo del lago Ness, y aunque sabemos que nunca aparecerá, cada tanto viene bien explorarlo para no perder la fantasía y la ingenuidad de cuando todavía creíamos en su existencia.
            Por último están las personas anchas y profundas como un océano, con las cuales te podés sentir el Almirante Colon y descubrir América. Tienen sal, tienen sabor. Son como muchas personas en una sola. Se parecen a las muñecas rusas, una dentro de la otra, sin por eso perder personalidad. Son las personas profundas y versátiles, las cuales te encontrás en veinte años y se han renovado, como que están más jóvenes. Son aquellas que uno no desearía perder otros veinte años sin volver a verlas. Son esas que uno quiere ver a diario y, en el mejor de los casos, darle el beso de las buenas noches.
            Sin embargo, cuando te encariñas, quizás te encariñas de la última que se puede acomodar a los parámetros esperados. Es ahí cuando todo lo que dije no tiene sentido.
           
           






sábado, 19 de abril de 2014

Orando en el desierto



Orando en el desierto

En esta santa semana han hablado algunos intendentes del Gran Buenos Aires. Puntualmente se trata de aquellos intendentes que salieron a reclamar la vuelta del Servicio Militar Obligatorio. Explícitamente se dice que es una medida que haría poner en caja a todos esos pibes que no saben hacer otra cosa que no sea robar y joder al prójimo. Pero como veremos, el tema es un poco más complejo, como casi todo en esta vida.
            Los asesores que convencieron a estos intendentes saben lo que hacen. Por empezar, todo ellos son los mandamases de partidos en los cuales el ejército tiene algún interés, como ser algún batallón, algunos barrios de militares o un gran porcentaje de militares o policías en su población. Todos ellos se sienten seducidos por la posibilidad del retorno de la Colimba, como se le llamaba al servicio militar. Pero por otra parte, este pronunciamiento se da en un  contexto en el cual los docentes están con las armas en las manos. No es casualidad. Las aulas están siendo desde hace rato el ámbito de contención social de todos esos pibes en estado de vulnerabilidad. Hace 20 años ese rol lo cumplía la Colimba. O sea, se piensa en darles a los militares una labor que hoy cumplen los docentes.  Y, por si faltaba algo, esos municipios que tienen como cabecillas a estos intendentes están amparando a supuestos excombatientes de Malvinas que no fueron blanqueados por el estado nacional.
            Es por eso que cuando el ferretero, con una sonrisa de oreja a oreja que parecía abierta con un soplete, me dijo que estaba feliz con la posibilidad de que los negritos vuelvan a vestirse de verde, yo le advertí que trate de ver las cosas con una mentalidad un poco más abierta. Como no extendía, o no quería entender, se lo expliqué de otra manera. Las cosas no hay que verlas como si fuesen una carta de baraja, que solo presenta un lado. Las cosas hay que verlas como si fuesen dados, con seis caras, o acaso más. Le añadí que la vida se enriquece de esta manera, y que tal vez gracias a ese ejercicio nos podríamos liberar de ciertos prejuicios. El ferretero, mientras me pasaba unos clavos grandes como para que no me caiga de la cruz, insistió en su primera apreciación: la única disciplina es la del ejército. Como yo sé que es un devoto católico le dejé una parábola como un último intento por desasnarlo. Le dije: si el intendente sugiere la posibilidad de colgar de un árbol a los chorritos, lo primero que deberíamos pensar  es qué opinan los dueños de los viveros.
            En síntesis, la estrategia de estos intendentes, desde el punto de vista político, me parece brillante. El problema es que la semilla del asunto y la raíz del problema están por debajo de la tierra, y no se las quiere ver.
 En otro orden de cosas, hoy por hoy, los dueños de los viveros estarían de acuerdo con que suba la demanda de cruces, que en fin de cuentas se hacen de madera, y uno se siente orando en el desierto cuando sale a la calle. Un desierto sin un solo árbol y sin un solo oído.

domingo, 13 de abril de 2014

Un pensamiento en el espejo (Cuento)


Un pensamiento en el espejo

                                                                                              A Memo

Es hermoso que alguien piense en uno. Ese pensamiento puede modificar nuestra existencia, pero con una sola condición: que a su vez nosotros pensemos en esa persona. Si no hay reciprocidad, todo se viene abajo, todo puede ser nada. El más noble de los pensamientos es nada si no hay alguien que lo cobije y que le de calor. Un pensamiento solitario es como una catedral sin fieles, sin plegarias, sin coros, sin dios. Es como cantar en la luna, a cuatrocientos mil kilómetros de la primera oreja y sin siquiera escuchar tu propia voz, porque en la luna no hay atmósfera que pueda transmitir el sonido. Un pensamiento solitario es lo más triste de este universo, y en este universo no hay nada más triste que pensar en alguien que ya no piensa en uno.

Mi celda era del tamaño de un ataúd. No tenía ventanas y la lamparita era mi sol. A veces me lo apagaban y advenía la noche, que era tan artificial como el día. Solían hacerlo justo antes de tirarme la comida, entonces yo tanteaba sobre el piso hasta dar con la polenta fría. En esos momentos agradecía que la celda fuera pequeña, porque de otra manera seguro me hubiera muerto de hambre antes de encontrar el plato. Igual solían hacerme trampa y me dejaban el plato como para que lo cace con la punta de los dedos, luego de estirar el brazo entre los barrotes, oscuridad mediante, o me dejaban el plato por un lado y la polenta por el otro. De modo que no me pareció raro esa noche—o ese día, quien sabe—encontrar el plato vacío. Me había quedado profundamente dormido por un lapso inverificable y, un poco inocentemente, lo primero que pensé fue que ya había comido. Pero mi estómago rápidamente me dijo la verdad. No fue una verdad categórica, porque como las raciones eran mezquinas, siempre andaba con hambre, o sea que decir que “ya había comido” es toda una sutileza.  Lo que sí me pareció raro fue encontrar una pierna en lugar de la polenta sobre el suelo.

Queridos amigos, es muy difícil explicar lo que se siente cuando nos encontramos con alguien en situaciones semejantes. Poco importa que el espacio de la reunión sea un nicho. Poco importa que uno tenga que dormir literalmente sobre el otro. Poco importa si hay que compartir la polenta. El otro es un hermano caído del cielo y alguien con quien matar el tiempo y ahogar las penas.

Reconocí como un ciego su rostro y pude advertir que estaba bañado en sangre: es lo que siempre hacen antes de darnos una habitación, nos fajan para ablandarnos el alma. Cuando nos devolvieron la luz pude ver que era un oso realmente enorme, de manos callosas y brazos un poco más largos que los míos, como para llegar a la polenta antes que yo. Su rostro era bastante femenino, a pesar de las cicatrices, tenía una serenidad que emanaba de su interior y mostraba una calma absoluta. Siempre había entendido que los mejores combatientes son los que se gobiernan a sí mismos, así que me agradó el cuadro general del nuevo amigo. Además me gustó constatar que tenía una pierna rota, porque eso revelaba que era de los nuestros y que no me lo habían metido.  Le pregunté por los compañeros, si se escondieron, si huyeron, si vivían. Eran preguntas ociosas, porque un carcelero de los nuestros, Walter, nos informaba de las novedades. Pero siempre es mejor cotejar diferentes versiones. Mi nuevo colega me respondió cada pregunta, pero no se mostró entusiasmado de poder hablar conmigo. “Es la novedad del encierro”, pensé. No obstante lo cual, con el tiempo no pude engañarme. Era demasiado lacónico. Hablaba solamente lo imprescindible y aprendí a callarme cuando noté que prefería evitar conocer mi historia. Se llamaba Julián, o al menos eso dijo.

Lo que en primera instancia fue prometedor con el tiempo se tornó preocupante. Hablaba solo y en voz baja. No quería molestar, pero molestaba igual, dado que en el silencio sepulcral se puede escuchar el vuelo de una mosca. Al comienzo lo hacía cuando nos apagaban la luz, pero con el tiempo fue ganando todos los momentos. Rezaba. Rezaba pidiéndole algo al Señor. Rezaba implorando. Rezaba hasta con la polenta en la boca y para colmo de males era de poco dormir. Yo empecé a entrar en una especie de pesadilla bienvenida, porque en fin de cuentas eso era mejor que la soledad anterior.

Pasó un tiempo prolongado que no podría justificar, y en todo ese tiempo no interrumpí sus rezos y tampoco le insinué que me sentía un tanto ofendido porque, al fin y al cabo, dios está en el cielo, pero yo estaba al lado del él. Pero cierto día, imprevistamente, me pidió un favor: “Podría rezar conmigo”, imploró.  Le expliqué que yo no era creyente, pero que si ese era su deseo podía ayudarlo. Entonces me informó su drama. Tenía un hijo con una grave enfermedad. Para que su hijo no muriera era absolutamente imprescindible duplicar los rezos. Me aclaró que todo su sufrimiento valdría la pena si su hijo lograba salir adelante, pero yo adiviné en sus ojos que en realidad Julián estaba expiando sus pecados—los propios, los de su hijo y acaso los de toda la humanidad—con el noble fin de ver reestablecido a su muchacho. Estaba cargando la cruz y empezaba a disfrutar ese rol. En otras palabras: adiviné en su mirada que  estaba volviéndose loco.

Súbitamente, una mañana fría de invierno—podíamos desconocer el paso de las horas, pero no de las estaciones—Julián se puso a orar a los gritos, y obtuvo lo que estaba buscando. Lo sacaron a las patadas. Vi como se lo llevaban. No perdió la compostura, el torso erguido, la frente bien en alto. Caminaba como un militar en un desfile. Parecía que a cada golpe ganaba en seguridad. Un fuego interno lo protegía. Realmente disfrutaba la paliza. Cristo había encarnado en un monto del siglo XX.

Sin embargo su orgullo no era fruto del mártir político sino del padre ejemplar que da la vida por un hijo. Cuando volvió lo hizo con más locuacidad que de costumbre. Me aseguró que el pibe mejoraba a medida que a él lo torturaban. Más aún, me dijo que el pobre muchacho, un oligofrénico que había perdido a su madre en una emboscada, tenía una sola cosa en la vida: un montonero cautivo. Julián sabía que su hijo pensaba en él de día y de noche, en la vigilia tanto como en los sueños.

Mi compañero tenía por seguro que iba a morir en manos de sus enemigos. Walter, nuestro carcelero, trajo noticias del pibe: se lo veía mejorado, incluso más gordo. Con la buena noticia Julián dejó de comer y continuó gritando los salmos. Lo molieron a palos repetidas veces. Siempre regresaba con la integridad física y espiritual que no mermaba, aunque ahora tenía las dos piernas rotas y un ojo menos.  El loco estaba feliz. Yo dejaba su ración de polenta, que él casi no tocaba. Me pidió que comiera su parte porque los guardias podían notar lo que estaba pasando. Así lo hice.

Según parece nadie había dado la orden de liquidar a mi amigo. Se preocuparon grandemente cuando lo vieron muy flaco. Contra todos los pronósticos, poco después, un día primaveral, le dieron la libertad.

Walter me visitó al mes. Cuando pudo me pasó las novedades. Las cosas iban de mal en peor. También me comentó lo que pensaban hacer conmigo. Finalmente me habló del oligofrénico: abrazó a su padre y murió.

Cuatro meses después me llegó la noticia de la muerte de Julián. No esperaba otra cosa. Sus pensamientos se habían quedado sin destinatario, o al menos sin uno de este mundo. Se había trasformado en un pensamiento que se miraba en el espejo, y que por lo tanto era más intenso, más en vano y más inalterable. Aunque los locos suelen ser unos narcisistas de remate que se enamoran de sus propios pensamientos, este no era el caso. Julián era un loco muy especial. Él sabía que esas respuestas provenían de un espejo que solo servía para incrementar sus padecimientos.

 Mientras espero, decidí escribir este cuento, para mantener aquel  pensamiento un poco vivo y para no terminar muriendo en esta soledad.  Las noticias que me trae Walter ya no me sirven.  A veces trato de recordar cómo era la luna, y afino el oído por si acaso. Y también  le rezo a un dios que no me contesta, pero que no está solo.

sábado, 5 de abril de 2014

El linchamiento en la agenda


El linchamiento en la agenda

               
Brassica rapa
A continuación siguen algunas verdades,  que de tan obvias deberías saberlas, pero que los medios no te van a confesar jamás, porque conforman el corazón mismo de la labor editorial. En primer lugar voy a decirlo con palabras difíciles, y posteriormente pasaré a dar un ejemplo actual para que veas que la cosa es muy sencilla de entender.

            La noticia, desde hace mucho tiempo, no es lo que pasa, como te quieren hacer creer Clarín o La Nación. Pero tampoco es solo lo que nos quieren hacer creer que está pasando, como nos quieren hacer creer Página 12 o 678. La cosa es un poco más interesante: la noticia es lo que está signado por la agenda periodística, en connivencia con intereses políticos. En otras palabras: es lo que se está fabricando detrás de lo que te venden como noticia.

            Ahora voy a poner un ejemplo y vas a ver que es una pavada ser un poco menos nabo que los otros mortales.

            En la última semana se insistió con el tema del linchamiento popular a los chorros. Por supuesto siempre, y todos los días, hay linchamientos a chorritos acá, en Praga y en la China, y yo mismo vi hace un par de años como tiraron del tren a un ladrón de gallinas, una vez que le habían sustraído la gallina, y también escuché el aplauso estrepitoso que todo el vagón elevó. Sin embargo este caso no salió en ningún medio porque en ese momento no era un tema de la agenda.

 Bien, hasta acá esto sería lo que diría Clarín o 678. Sin embargo lo importante cuando vemos un tema en la agenda es preguntarnos cuál es la intención que se persigue con ese tema. Puntualmente con este tema se busca transferir la responsabilidad desde los políticos al pueblo. En otras palabras, si mañana la policía hace un baño de sangre por la villa de Retiro, o si hay un genocidio por causa del gatillo fácil, es porque el pueblo así lo quiso. Pero resulta que con la responsabilidad  también se transfiere la culpa. Entonces, si algo sale mal, la culpa es del pueblo. Es la aparente inversión del constitucional “el pueblo no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes”, porque  lo que se trata de simular es que el gobierno no gobierna ni delibera sino a través del pueblo.

Vamos a ilustrarlo con una pedorrada . Se sentaron cuatro políticos eminentes junto con algún capo de los medios y tuvieron una charla con la finalidad de forjar una agenda que justifique una futura represión. Todos los involucrados tenían que estar satisfechos con lo acordado, (por ejemplo el representante del gobierno, porque si hay ajuste sube el delito y si sube el delito tiene que haber más leña. Por no hablar de la oposición, que saca provecho más evidente.) Una vez que hay consenso sobre la agenda a seguir, el resto es un pacto de silencio sobre puntos básicos que ninguno va a develar, no importa de qué lado esté.

La idea del linchamiento en la agenda ya fue usada por Goebbels, de modo que se tenía en carpeta, como se dice en la jerga. O sea que siempre hubo linchamientos y siempre estuvo la posibilidad de hacerle creer a la gente de su novedad. Por lo tanto, la noticia, la única noticia, es que están preparando el garrote. (Por supuesto, una agenda bien llevada puede ser la autoprofecía cumplida, porque con una coyuntura favorable puede alentar a la población a elevar la frecuencia de los linchamientos, pero eso ya es harina de otro costal.)

Pero no hay que confundir el caso particular con la regla general. Yo te aconsejo que recuerdes este ejemplo cada vez que aparezca la regla, cada vez que repitan la misma noticia insistentemente pensá  cuál es la intención y quienes se benefician. Yo no creo que seas un nabo, pero ellos sí. Cuando te tiren abono cerrá los ojos y pensá por vos mismo.  Entre todos podemos evitar que la cosecha prospere.