Un pensamiento en el espejo
A
Memo
Es hermoso que
alguien piense en uno. Ese pensamiento puede modificar nuestra existencia, pero
con una sola condición: que a su vez nosotros pensemos en esa persona. Si no
hay reciprocidad, todo se viene abajo, todo puede ser nada. El más noble de los
pensamientos es nada si no hay alguien que lo cobije y que le de calor. Un
pensamiento solitario es como una catedral sin fieles, sin plegarias, sin
coros, sin dios. Es como cantar en la luna, a cuatrocientos mil kilómetros de
la primera oreja y sin siquiera escuchar tu propia voz, porque en la luna no
hay atmósfera que pueda transmitir el sonido. Un pensamiento solitario es lo
más triste de este universo, y en este universo no hay nada más triste que
pensar en alguien que ya no piensa en uno.
Mi celda era
del tamaño de un ataúd. No tenía ventanas y la lamparita era mi sol. A veces me
lo apagaban y advenía la noche, que era tan artificial como el día. Solían
hacerlo justo antes de tirarme la comida, entonces yo tanteaba sobre el piso
hasta dar con la polenta fría. En esos momentos agradecía que la celda fuera
pequeña, porque de otra manera seguro me hubiera muerto de hambre antes de
encontrar el plato. Igual solían hacerme trampa y me dejaban el plato como para
que lo cace con la punta de los dedos, luego de estirar el brazo entre los
barrotes, oscuridad mediante, o me dejaban el plato por un lado y la polenta
por el otro. De modo que no me pareció raro esa noche—o ese día, quien
sabe—encontrar el plato vacío. Me había quedado profundamente dormido por un
lapso inverificable y, un poco inocentemente, lo primero que pensé fue que ya
había comido. Pero mi estómago rápidamente me dijo la verdad. No fue una verdad
categórica, porque como las raciones eran mezquinas, siempre andaba con hambre,
o sea que decir que “ya había comido” es toda una sutileza. Lo que sí me pareció raro fue encontrar una
pierna en lugar de la polenta sobre el suelo.
Queridos
amigos, es muy difícil explicar lo que se siente cuando nos encontramos con alguien
en situaciones semejantes. Poco importa que el espacio de la reunión sea un
nicho. Poco importa que uno tenga que dormir literalmente sobre el otro. Poco
importa si hay que compartir la polenta. El otro es un hermano caído del cielo
y alguien con quien matar el tiempo y ahogar las penas.
Reconocí como
un ciego su rostro y pude advertir que estaba bañado en sangre: es lo que
siempre hacen antes de darnos una habitación, nos fajan para ablandarnos el
alma. Cuando nos devolvieron la luz pude ver que era un oso realmente enorme,
de manos callosas y brazos un poco más largos que los míos, como para llegar a
la polenta antes que yo. Su rostro era bastante femenino, a pesar de las
cicatrices, tenía una serenidad que emanaba de su interior y mostraba una calma
absoluta. Siempre había entendido que los mejores combatientes son los que se
gobiernan a sí mismos, así que me agradó el cuadro general del nuevo amigo.
Además me gustó constatar que tenía una pierna rota, porque eso revelaba que
era de los nuestros y que no me lo habían metido. Le pregunté por los compañeros, si se
escondieron, si huyeron, si vivían. Eran preguntas ociosas, porque un carcelero
de los nuestros, Walter, nos informaba de las novedades. Pero siempre es mejor
cotejar diferentes versiones. Mi nuevo colega me respondió cada pregunta, pero
no se mostró entusiasmado de poder hablar conmigo. “Es la novedad del
encierro”, pensé. No obstante lo cual, con el tiempo no pude engañarme. Era
demasiado lacónico. Hablaba solamente lo imprescindible y aprendí a callarme
cuando noté que prefería evitar conocer mi historia. Se llamaba Julián, o al
menos eso dijo.
Lo que en
primera instancia fue prometedor con el tiempo se tornó preocupante. Hablaba
solo y en voz baja. No quería molestar, pero molestaba igual, dado que en el
silencio sepulcral se puede escuchar el vuelo de una mosca. Al comienzo lo
hacía cuando nos apagaban la luz, pero con el tiempo fue ganando todos los
momentos. Rezaba. Rezaba pidiéndole algo al Señor. Rezaba implorando. Rezaba
hasta con la polenta en la boca y para colmo de males era de poco dormir. Yo
empecé a entrar en una especie de pesadilla bienvenida, porque en fin de
cuentas eso era mejor que la soledad anterior.
Pasó un tiempo
prolongado que no podría justificar, y en todo ese tiempo no interrumpí sus
rezos y tampoco le insinué que me sentía un tanto ofendido porque, al fin y al
cabo, dios está en el cielo, pero yo estaba al lado del él. Pero cierto día,
imprevistamente, me pidió un favor: “Podría rezar conmigo”, imploró. Le expliqué que yo no era creyente, pero que
si ese era su deseo podía ayudarlo. Entonces me informó su drama. Tenía un hijo
con una grave enfermedad. Para que su hijo no muriera era absolutamente
imprescindible duplicar los rezos. Me aclaró que todo su sufrimiento valdría la
pena si su hijo lograba salir adelante, pero yo adiviné en sus ojos que en
realidad Julián estaba expiando sus pecados—los propios, los de su hijo y acaso
los de toda la humanidad—con el noble fin de ver reestablecido a su muchacho.
Estaba cargando la cruz y empezaba a disfrutar ese rol. En otras palabras:
adiviné en su mirada que estaba
volviéndose loco.
Súbitamente,
una mañana fría de invierno—podíamos desconocer el paso de las horas, pero no
de las estaciones—Julián se puso a orar a los gritos, y obtuvo lo que estaba
buscando. Lo sacaron a las patadas. Vi como se lo llevaban. No perdió la
compostura, el torso erguido, la frente bien en alto. Caminaba como un militar
en un desfile. Parecía que a cada golpe ganaba en seguridad. Un fuego interno
lo protegía. Realmente disfrutaba la paliza. Cristo había encarnado en un monto
del siglo XX.
Sin embargo su
orgullo no era fruto del mártir político sino del padre ejemplar que da la vida
por un hijo. Cuando volvió lo hizo con más locuacidad que de costumbre. Me
aseguró que el pibe mejoraba a medida que a él lo torturaban. Más aún, me dijo
que el pobre muchacho, un oligofrénico que había perdido a su madre en una
emboscada, tenía una sola cosa en la vida: un montonero cautivo. Julián sabía
que su hijo pensaba en él de día y de noche, en la vigilia tanto como en los
sueños.
Mi compañero
tenía por seguro que iba a morir en manos de sus enemigos. Walter, nuestro
carcelero, trajo noticias del pibe: se lo veía mejorado, incluso más gordo. Con
la buena noticia Julián dejó de comer y continuó gritando los salmos. Lo
molieron a palos repetidas veces. Siempre regresaba con la integridad física y
espiritual que no mermaba, aunque ahora tenía las dos piernas rotas y un ojo
menos. El loco estaba feliz. Yo dejaba
su ración de polenta, que él casi no tocaba. Me pidió que comiera su parte
porque los guardias podían notar lo que estaba pasando. Así lo hice.
Según parece
nadie había dado la orden de liquidar a mi amigo. Se preocuparon grandemente
cuando lo vieron muy flaco. Contra todos los pronósticos, poco después, un día
primaveral, le dieron la libertad.
Walter me
visitó al mes. Cuando pudo me pasó las novedades. Las cosas iban de mal en
peor. También me comentó lo que pensaban hacer conmigo. Finalmente me habló del
oligofrénico: abrazó a su padre y murió.
Cuatro meses
después me llegó la noticia de la muerte de Julián. No esperaba otra cosa. Sus pensamientos
se habían quedado sin destinatario, o al menos sin uno de este mundo. Se había
trasformado en un pensamiento que se miraba en el espejo, y que por lo tanto
era más intenso, más en vano y más inalterable. Aunque los locos suelen ser
unos narcisistas de remate que se enamoran de sus propios pensamientos, este no
era el caso. Julián era un loco muy especial. Él sabía que esas respuestas
provenían de un espejo que solo servía para incrementar sus padecimientos.
Mientras espero, decidí escribir este cuento,
para mantener aquel pensamiento un poco
vivo y para no terminar muriendo en esta soledad. Las noticias que me trae Walter ya no me
sirven. A veces trato de recordar cómo
era la luna, y afino el oído por si acaso. Y también le rezo a un dios que no me contesta, pero que
no está solo.
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