domingo, 13 de abril de 2014

Un pensamiento en el espejo (Cuento)


Un pensamiento en el espejo

                                                                                              A Memo

Es hermoso que alguien piense en uno. Ese pensamiento puede modificar nuestra existencia, pero con una sola condición: que a su vez nosotros pensemos en esa persona. Si no hay reciprocidad, todo se viene abajo, todo puede ser nada. El más noble de los pensamientos es nada si no hay alguien que lo cobije y que le de calor. Un pensamiento solitario es como una catedral sin fieles, sin plegarias, sin coros, sin dios. Es como cantar en la luna, a cuatrocientos mil kilómetros de la primera oreja y sin siquiera escuchar tu propia voz, porque en la luna no hay atmósfera que pueda transmitir el sonido. Un pensamiento solitario es lo más triste de este universo, y en este universo no hay nada más triste que pensar en alguien que ya no piensa en uno.

Mi celda era del tamaño de un ataúd. No tenía ventanas y la lamparita era mi sol. A veces me lo apagaban y advenía la noche, que era tan artificial como el día. Solían hacerlo justo antes de tirarme la comida, entonces yo tanteaba sobre el piso hasta dar con la polenta fría. En esos momentos agradecía que la celda fuera pequeña, porque de otra manera seguro me hubiera muerto de hambre antes de encontrar el plato. Igual solían hacerme trampa y me dejaban el plato como para que lo cace con la punta de los dedos, luego de estirar el brazo entre los barrotes, oscuridad mediante, o me dejaban el plato por un lado y la polenta por el otro. De modo que no me pareció raro esa noche—o ese día, quien sabe—encontrar el plato vacío. Me había quedado profundamente dormido por un lapso inverificable y, un poco inocentemente, lo primero que pensé fue que ya había comido. Pero mi estómago rápidamente me dijo la verdad. No fue una verdad categórica, porque como las raciones eran mezquinas, siempre andaba con hambre, o sea que decir que “ya había comido” es toda una sutileza.  Lo que sí me pareció raro fue encontrar una pierna en lugar de la polenta sobre el suelo.

Queridos amigos, es muy difícil explicar lo que se siente cuando nos encontramos con alguien en situaciones semejantes. Poco importa que el espacio de la reunión sea un nicho. Poco importa que uno tenga que dormir literalmente sobre el otro. Poco importa si hay que compartir la polenta. El otro es un hermano caído del cielo y alguien con quien matar el tiempo y ahogar las penas.

Reconocí como un ciego su rostro y pude advertir que estaba bañado en sangre: es lo que siempre hacen antes de darnos una habitación, nos fajan para ablandarnos el alma. Cuando nos devolvieron la luz pude ver que era un oso realmente enorme, de manos callosas y brazos un poco más largos que los míos, como para llegar a la polenta antes que yo. Su rostro era bastante femenino, a pesar de las cicatrices, tenía una serenidad que emanaba de su interior y mostraba una calma absoluta. Siempre había entendido que los mejores combatientes son los que se gobiernan a sí mismos, así que me agradó el cuadro general del nuevo amigo. Además me gustó constatar que tenía una pierna rota, porque eso revelaba que era de los nuestros y que no me lo habían metido.  Le pregunté por los compañeros, si se escondieron, si huyeron, si vivían. Eran preguntas ociosas, porque un carcelero de los nuestros, Walter, nos informaba de las novedades. Pero siempre es mejor cotejar diferentes versiones. Mi nuevo colega me respondió cada pregunta, pero no se mostró entusiasmado de poder hablar conmigo. “Es la novedad del encierro”, pensé. No obstante lo cual, con el tiempo no pude engañarme. Era demasiado lacónico. Hablaba solamente lo imprescindible y aprendí a callarme cuando noté que prefería evitar conocer mi historia. Se llamaba Julián, o al menos eso dijo.

Lo que en primera instancia fue prometedor con el tiempo se tornó preocupante. Hablaba solo y en voz baja. No quería molestar, pero molestaba igual, dado que en el silencio sepulcral se puede escuchar el vuelo de una mosca. Al comienzo lo hacía cuando nos apagaban la luz, pero con el tiempo fue ganando todos los momentos. Rezaba. Rezaba pidiéndole algo al Señor. Rezaba implorando. Rezaba hasta con la polenta en la boca y para colmo de males era de poco dormir. Yo empecé a entrar en una especie de pesadilla bienvenida, porque en fin de cuentas eso era mejor que la soledad anterior.

Pasó un tiempo prolongado que no podría justificar, y en todo ese tiempo no interrumpí sus rezos y tampoco le insinué que me sentía un tanto ofendido porque, al fin y al cabo, dios está en el cielo, pero yo estaba al lado del él. Pero cierto día, imprevistamente, me pidió un favor: “Podría rezar conmigo”, imploró.  Le expliqué que yo no era creyente, pero que si ese era su deseo podía ayudarlo. Entonces me informó su drama. Tenía un hijo con una grave enfermedad. Para que su hijo no muriera era absolutamente imprescindible duplicar los rezos. Me aclaró que todo su sufrimiento valdría la pena si su hijo lograba salir adelante, pero yo adiviné en sus ojos que en realidad Julián estaba expiando sus pecados—los propios, los de su hijo y acaso los de toda la humanidad—con el noble fin de ver reestablecido a su muchacho. Estaba cargando la cruz y empezaba a disfrutar ese rol. En otras palabras: adiviné en su mirada que  estaba volviéndose loco.

Súbitamente, una mañana fría de invierno—podíamos desconocer el paso de las horas, pero no de las estaciones—Julián se puso a orar a los gritos, y obtuvo lo que estaba buscando. Lo sacaron a las patadas. Vi como se lo llevaban. No perdió la compostura, el torso erguido, la frente bien en alto. Caminaba como un militar en un desfile. Parecía que a cada golpe ganaba en seguridad. Un fuego interno lo protegía. Realmente disfrutaba la paliza. Cristo había encarnado en un monto del siglo XX.

Sin embargo su orgullo no era fruto del mártir político sino del padre ejemplar que da la vida por un hijo. Cuando volvió lo hizo con más locuacidad que de costumbre. Me aseguró que el pibe mejoraba a medida que a él lo torturaban. Más aún, me dijo que el pobre muchacho, un oligofrénico que había perdido a su madre en una emboscada, tenía una sola cosa en la vida: un montonero cautivo. Julián sabía que su hijo pensaba en él de día y de noche, en la vigilia tanto como en los sueños.

Mi compañero tenía por seguro que iba a morir en manos de sus enemigos. Walter, nuestro carcelero, trajo noticias del pibe: se lo veía mejorado, incluso más gordo. Con la buena noticia Julián dejó de comer y continuó gritando los salmos. Lo molieron a palos repetidas veces. Siempre regresaba con la integridad física y espiritual que no mermaba, aunque ahora tenía las dos piernas rotas y un ojo menos.  El loco estaba feliz. Yo dejaba su ración de polenta, que él casi no tocaba. Me pidió que comiera su parte porque los guardias podían notar lo que estaba pasando. Así lo hice.

Según parece nadie había dado la orden de liquidar a mi amigo. Se preocuparon grandemente cuando lo vieron muy flaco. Contra todos los pronósticos, poco después, un día primaveral, le dieron la libertad.

Walter me visitó al mes. Cuando pudo me pasó las novedades. Las cosas iban de mal en peor. También me comentó lo que pensaban hacer conmigo. Finalmente me habló del oligofrénico: abrazó a su padre y murió.

Cuatro meses después me llegó la noticia de la muerte de Julián. No esperaba otra cosa. Sus pensamientos se habían quedado sin destinatario, o al menos sin uno de este mundo. Se había trasformado en un pensamiento que se miraba en el espejo, y que por lo tanto era más intenso, más en vano y más inalterable. Aunque los locos suelen ser unos narcisistas de remate que se enamoran de sus propios pensamientos, este no era el caso. Julián era un loco muy especial. Él sabía que esas respuestas provenían de un espejo que solo servía para incrementar sus padecimientos.

 Mientras espero, decidí escribir este cuento, para mantener aquel  pensamiento un poco vivo y para no terminar muriendo en esta soledad.  Las noticias que me trae Walter ya no me sirven.  A veces trato de recordar cómo era la luna, y afino el oído por si acaso. Y también  le rezo a un dios que no me contesta, pero que no está solo.

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