miércoles, 29 de enero de 2014

La incubadora de sueños muertos (Cuento)


                                                                                                           
                                                                       I

Cecilia abrió los ojos y notó que respiraba. El techo estaba igual que cinco años atrás, ni siquiera había tela de araña. Seguro que era su hija la que había pasado a limpiar. Se sacó el termómetro de la boca y lo miró: “Jueves 13 de marzo de 2988, 16 horas, 29 grados.” Debería ser su cumpleaños cuarenta y cinco, pero ella sabía que eso no era posible. Volteó la cabeza y encontró unos caramelos sobre unas hojas. Sí, su hija había estado.  La nota tenía fecha de cuatro meses atrás y le deseaba una feliz “recuperación”, que era la palabra con la cual se  celebraba la vuelta a la vida de quienes habían hibernado. Agregaba que había cumplido 65 años y que su labor de médica pediatra la tenía ocupada.
Cecilia chupó un caramelo, como para no sentirse tan sola. Como no pudo evitar ese sentimiento tomó un espejito que descansaba junto a su lecho. Mirándose pudo sentirse acompañada y se tranquilizó al ver que sus arrugas eran las mismas que hace cinco años, ni una más ni una menos. 
           Había hecho la tarea. Se puso de novia, se casó, tuvo una hija. Después enviudó, su hija se emancipó, la casa quedó grande y, lo peor, aún le restaban unos 35 años por vivir, porque era menor que su hija. Se detuvo a pensar en lo incauta que había sido. Acaso debería haberse casado más tarde, divertirse más tiempo. Tal vez no fue culpa exclusivamente suya, si Héctor hubiera visto el semáforo aún estaría acompañada. Siempre le había resultado desagradable la posibilidad de otro hombre, además suponía que nadie más que Héctor  podría comprenderla. Por otra parte, su hija  no aparecía mucho por la casa, principalmente porque Cecilia se había hecho adicta a la hibernación, y de nada sirve visitar a alguien cuando ni respirar puede. Y menos ahora que la actividad médica le ocupaba todo el tiempo. Se asomó a la ventana, menos por curiosidad que por hacer algo. Al fondo se divisaban los edificios del centro. La  ciudad  parecía dormida. Un cocodrilo asomaba su cabeza en el claro del camino que atravesaba lo que alguna vez fue un jardín. Nunca había visto cosa semejante. Sintió miedo, y le causó vértigo darse cuenta que podía sentir algo. Cerró la ventana. La cerró bien cerrada. Más tranquila, miró la hora en el termómetro: habían pasado 10 minutos. Se alarmó. Buscó refugio en sus pensamientos: quisiera ver a mi hija. Pero aparecieron casi de inmediato las excusas. Que los hijos son todos unos desagradecidos; que quizás no sea bienvenida en la casa, que su adicción solo merecía críticas por parte de todos, que en fin de cuentas siempre es mejor una adicción que no jode a nadie que tener que padecer el trato con otras personas. A pesar de tales pensamientos, se volvió a sentir sola. Y aunque lo intentó una y otra vez, la verdad era que no tenía la menor iniciativa.  La vida era la cosa más aburrida, mejor evitarla.

Cecilia  tendió sus cuarenta y cinco años en la incubadora con la naturalidad de quien conoce su lecho. Se colocó el termómetro en la boca, cerró los ojos,  su respiración mermó hasta desaparecer  y su corazón se detuvo: ya estaba hibernando.

                                                   II

La incubadora de Hibernación es un logro técnico que permite detener el metabolismo y todas las funciones vitales. La persona que hiberna se detiene en el tiempo. No tiene la necesidad de comer o de excretar, y lo más asombroso: no necesita soñar, porque aunque la costumbre nos indica que esas personas duermen, la verdad es que ni siquiera eso necesitan hacer. Al no dormir no sueñan.
Técnicamente es perfecta. Consiste en una cama conectada a un termómetro-despertador. Se programa el despertador y el resto es tirarse en el catre e introducirse el termómetro en la boca. Ponerla en funcionamiento exige menos esfuerzo que soplar una vela.
Si la incubadora de Hibernación es técnicamente impecable, adolece sin embargo de principios morales. Hay quienes dicen que todos necesitamos soñar, al menos una vez al día, y la máquina no lo permite porque, según ciertos estudiosos han confirmado, los sueños insumen tiempo, y es precisamente el tiempo lo que anulan estas máquinas, deteniéndolo y erradicándolo  del cuerpo del que hiberna. Así, el hibernauta sale de la historia y de su vida por un plazo preestablecido, que desde la última ley no puede superar los cinco años, pudiendo el sujeto volver a hibernar por otros cinco años al despertarse, como en el caso de Cecilia. Por supuesto, ninguna consecuencia física se ha detectado en el cuerpo de los que se levantan. Ni bien abren los ojos pueden salir corriendo si así lo desean. Es como si hubieran saltado en el tiempo. Un abrir y cerrar de ojos y cinco años se han depositado en la basura.

                                                  III

Todo comenzó con el programa caritativo de una ONG que hoy ha desaparecido. Esta organización, vinculada a prestigiosos laboratorios y a cuanta novedad técnica se lanzara, se interesó desde el principio por la incubadora  como solución al endémico flagelo del hambre que azota desde siempre al África negra. Previamente esta ONG había distribuido helicópteros en cantidad para acercar los alimentos a estos remotos parajes del mundo. Las famosas imágenes de helicópteros arrojando literalmente alimentos sobre la gente indignó a muchos que comen al menos tres veces al día. La organización se defendió argumentando certeramente que lo más efectivo es acercar la comida por grandes buques y aviones de gran capacidad, pero que para eso harían falta puertos de aguas profundas y pistas de aterrizaje. La ONG pidió cuantiosas sumas de dinero para encarar las obras, sugiriendo que con dos comidas al día también se puede vivir.  Los que comen al menos tres veces al día miraron para otro lado y ya no se habló más del tema.

Entonces fue cuando la organización descubrió las incubadoras que congelan el tiempo, porque resultaba más rentable distribuir incubadoras de a millones que darle de comer todos los días a millones de hambrientos. Algo del capital que ingresó para la construcción de un aeropuerto en Uganda se destinó a la obtención de incubadoras: unas 500 mil. Ganaban todos: las empresas y laboratorios porque no hay mejor cochinillo de indias que los negros del África Subsahariana; la ONG (no solo esta, sino todas las que se subieron al barco del triunfo), porque demostraban que podían erradicar el hambre, aunque sea con métodos poco ortodoxos; y los gobiernos porque… bueno… obtenían todo el beneficio y de paso se sacaban de encima a esa parte del pueblo que siempre es la que más molesta.

Así pusieron a incubar a medio millardo de negros, los más pobres, los más necesitados. Al cabo de cinco años los hicieron despertar. Miles de periodistas, que en otras condiciones nunca se hubiesen acercado al corazón de África, llegaron hasta Uganda, sorteando mil problemas, incluso atravesando lisa y llanamente la selva, a falta de rutas. Hubo quienes se acercaron en helicóptero, particularmente los mandatarios de los países poderosos. Y también hubo el que lamentó que, luego de ardua polémica, se haya decidido hacer la hibernación en la misma Uganda, cuando muchos de los inversores plantearon que era más bueno y barato trasladar a los negros a Frankfort  o a Vancouver, donde están las cedes de estas empresas. (Lo que definió el asunto fue, obviamente, el horror que causó entre los que comen tres veces al día la mera posibilidad de ver a decenas de miles de negros hambrientos bajando de los barcos e invadiéndoles el país. Y poco importaba que esos negros permanecieran anclados a una incubadora. Desde ya, el pueblo no fue tan sincero. Argumentaron, orientados por la prensa,  que querían evitar el desarraigo de los africanos.)

                                                    IV

Para bien o para mal el mundo se detuvo esa tarde de abril cuando despertaron los primeros hibernautas. El 10 por ciento, unos 50 mil, jamás despertó. Habían hecho el viaje en el tiempo y sus cuerpos no se veían corrompidos, pero un inconveniente técnico los mató cuando faltó combustible. Se hizo un peritaje para descubrir el problema (los tanques estaban rotos.) Según se dijo, algunas incubadoras habían tenido problemas en el traslado desde Vancouver, especialmente al ingresar en suelo africano, donde no había carreteras en muchos tramos y tuvieron que ser transportadas a lomo de mula, con los perjuicios económicos que ahora se veían…

Sin embargo, todas las cámaras se detuvieron en Markus Yaundé, un negro que sería conocido como el Armstrong del tiempo: el primer ser humano en burlarse del reloj. De la misma manera que muchos no creen aún hoy en la aventura del Apolo 11, muchos no creyeron que Markus fuese realmente un hibernauta, y predicaron que se trataría de un hutu aburguesado y amigo de los poderosos, a pesar de que se le veía la típica panza de famélico . Otros arriesgaron que a un tipo tan descarnado  se lo compra con cualquier cosa. No obstante lo cual, sus primeras palabras fueron: “Tengo hambre”.

 Markus Yaudé resultó ser un verdadero pionero. Esto lo demostró por medio de un desconcertante discurso. Lo habían puesto a hibernar en medio de su remota aldea (que es remota para nosotros y para el periodismo, pero no para los millones que habitan esa zona.) Al despertar le preguntaron a Markus si percibía algo nuevo, porque de hecho lo hicieron hibernar allí para que perciba los cambios. Yaundé notó que había muchos hombres blancos, lo mismo que cuando cerró los ojos, y que la aldea se encontraba de igual forma. (EL mundo en el cual vivía era un mundo que no mostraba cambios, ni en cinco años ni en doscientos.) El hibernauta, sin embargo, se sorprendió al reparar en los rostros conocidos: su abuela estaba un poco más vieja, sus hijos e hijas un poco más altos. ¿Y Markus?  Le alcanzaron un espejo.  Markus se asustó, nunca había visto uno, era como ver un cocodrilo en el jardín. Como él no lo podía hacer por sí mismo, le preguntaron a sus familiares si lo notaban envejecido, a lo cual respondieron que no, que estaba igual.
                 Armstrong atribuyó todos estos prodigios a la hechicería. Técnicos y periodistas le preguntaron si siempre había creído en la hechicería y si recordaba que había sido puesto en una incubadora de hibernación. Markus Yaundé vaciló y luego dijo: “cuando uno tiene hambre no se puede detener a pensar en cosas, porque lo único que se piensa es en comer. Ustedes me prometieron comida dentro de esta máquina, y si entré no fue porque hubiera comida—de hecho era obvio que no la había—sino porque siempre he creído en la hechicería. Ahora bien, si no hay comida...” Y llevándose algo a la boca —el termómetro—  volvió a quedar hechizado.

                                                      V

                La incubadora de hibernación pasó a ser una máquina del tiempo, pero de corto aliento. Hasta la fecha no se ha podido subir sus beneficios a más allá de cinco años, tras los cuales comporta serios riesgos. Con el paso de unos siglos se han vuelto más económicas y accesibles al común de la gente, sin necesidad de una ONG que las ponga en circulación, motivo por el cual las ONGs están tendiendo a desaparecer. Una ley, afortunadamente, ha puesto coto a esas personas que, con todos los peligros que implicaba, se metían en la incubadora de hibernación por seis, siete y hasta diez años, en un acto verdaderamente suicida.

                Pero ha habido problemas muy delicados. Las personas viven un tiempo objetivo que puede variar enormemente según abucen o no de la incubadora. Ese tiempo objetivo puede superar largamente los cuatro siglos, siempre que se dediquen a hibernar con dedicación. En un principio no había ningún tipo de techo y las gentes se ponían el termómetro en la boca ante el menor contratiempo. (Un granjero rumano vivió 680 años, de los cuales estuvo hibernando 640, a la espera de un remedio contra una extraña enfermedad, que nunca llegó.) Por supuesto que también estaban los curiosos que lo hacían por la ansiedad de ver el futuro con prontitud, como corriendo. Pero las mayorías siempre serán menos intelectualmente inquietas de lo que esperamos. Muchos se congelaban temporalmente solo por cuatro años, que es el lapso que media entre un mundial y otro,  o entre una y otra olimpíada.

                Con el tiempo las incubadoras fueron mostrando su lado flaco. Si el tiempo objetivo se podía dilatar enormemente, no pasa lo mismo con el tiempo personal de cada uno. Lo que cada humano vive es lo que vive, independientemente del salto que dé en el tiempo. Por ejemplo, si su destino es vivir 70 años, usted va a vivir 70, ni más ni menos. Cierto que puede hacer trampa con el tiempo del reloj, el tiempo objetivo, pero como la incubadora de hibernación no tiene actividad  metabólica y congela hasta los sueños, lo que va a vivir es lo que su cuerpo resista. De esta manera, la vida se ha transformado un poco en un juego de básquet, podemos parar el reloj y pedir tiempo. 

                Pero, como en un partido de básquet,  sobrevinieron las reglas. El problema empezó a ser notorio cuando unos pocos lunáticos que no hibernaban detectaron una involución en la expectativa de vida general. En efecto, se dieron cuenta que el promedio de vida personal estaba cayendo a solo 65 años, cuando antes de la moda de la hibernación ese promedio llegaba a más de 90. Primero se pensó en las mismas máquinas, pero estudios detallados permitieron erradicar esa posibilidad. Finalmente dieron en la tecla: había habido una regresión de las ciencias, en particular de las ciencias médicas. Los hospitales carecían de personal porque los médicos se dedicaban a hibernar más que a trabajar. Si un grupo de diez médicos estaban abocados a una investigación no era raro que la mitad de ellos abandonara la tarea y se colocara el termómetro en la boca. (Sin ir mas lejos, aquel rumano no se murió porque no descubrieron su remedio, sino porque no lo pudieron recordar.) Pero no solo los médicos y la medicina. Todo quehacer intelectual sufrió un franco retroceso. Los que fabricaban aviones de punta  despertaban del letargo y no conseguían los insumos porque los técnicos que los fabricaban estaban hibernando, y eventualmente ese conocimiento se perdía y no se recuperaba. Los biólogos que estudiaban las poblaciones de monos en la cuenca del Amazonas, y que llevaban un registro exhaustivo de los bichos y de sus desplazamientos, se metían en la incubadora y los simios terminaban por extinguirse.  Y lo peor para los mediocres: los técnicos y los altos ingenieros que se dedicaban a la fabricación de incubadoras también se dedicaron a hibernar, y pronto la cantidad y la calidad de las incubadoras fue haciéndose crítica.

                Entonces llegó la nueva legislación. Se prohibió a todo profesional la posibilidad de hibernar más de dos veces en su vida (además del ya citado límite de cinco años.) La directa consecuencia de esta ley revolucionaria fue obvia: nadie quería estudiar y empezaron a ser cada vez más escasos los profesionales de todo tipo. Masivamente preferían evadirse de esta vida la mayor cantidad de veces que fuera posible y las universidades quedaron semivacías. Las incubadoras, cuyo número caía aceleradamente, fueron socializadas, y los más pobres compartieron el uso de incubadoras por turno. De esta manera muchos padres y muchos hijos, muchos hermanos y muchas hermanas, no se hablaron nunca, salvo en el momento del relevo, con un beso frío y distante como la muerte.


                       No obstante lo cual, la ciencia se recuperó significativamente, sin llegar, desde luego, al nivel de excelencia de tiempos pretéritos, gracias a la audacia de unos pocos profesionales que se resignaron a envejecer con mayor velocidad que sus propios padres, al no utilizar la incubadora de hibernación. Verdaderos benefactores de la humanidad, cada uno de ellos fue premiado con altos honores, que fueron otorgados por aquellos que persistían en aquel vicio. Las incubadoras inundaron nuevamente el mercado y el único problema fue que ninguno de estos benefactores pensó en dedicarse a otra cosa que no fuera la fabricación y mantenimiento de estas máquinas. Según creo, la humanidad de estas gentes pasa más por la privación autoimpuesta de hibernar, al haber elegido el estudio, que por los productos de su labor.

                                                           VI

El único problema de la máquina era su consumo de energía. Una heladera, un televisor,  no necesitaban tanto, ni tenían que funcionar de forma permanente. En cambio, mantener hibernando a pueblos enteros durante años era un derroche de energía, cuya fuente era el petróleo, que escaseaba.

Se tomaron los recaudos del caso. El viento, los ríos, las olas y todo tipo de recurso renovable fue puesto al servicio de las incubadoras. Se maximizaron los beneficios poniendo las nieves perpetuas, los glaciares antárticos y los relámpagos de toda tormenta para asistir energéticamente a las máquinas y con el noble fin de evitar que la humanidad dejara de hibernar. De alguna manera la naturaleza funciona hoy solamente para anular nuestros sueños, nuestras ganas y nuestros deseos.

Esto preocupó a un reducido número de profesionales, quienes abandonaron sus tareas y se dedicaron de lleno a la poesía. Predicaron en las desiertas calles de las ciudades sobre la inhumanidad de encerrar tantas vidas en esas “latas de conserva”, y criticaron sus profesiones al grito de “solo cosechamos rosas para llenar los cementerios”. El lenguaje que empleaban  era  complicado para las autoridades. Tardaron años en advertir lo subversivo del asunto.

Los rebeldes no tuvieron éxito— los mismos ciudadanos los denunciaban—,  y fueron perseguidos. Se refugiaron en los bosques llenos de árboles añosos y altísimos que eran barridos constantemente por el viento que se dirigía a los grandes molinos que proveían de energía a las máquinas, o en las altas cumbres que fundían sus hielos para abastecer a “las sardinas.” Tuvieron que vivir precariamente. Muchos de esos pocos poetas no lo soportaron, y volvieron al trabajo.

Los que quedaron no se dieron por vencido. Pero la misma impotencia los llevó al boicot de las centrales energéticas y eventualmente al atentado. Yo no tengo altura moral para decirlo, pero creo que teniendo la raíz de sus almas puras, estos hombres y mujeres terminaron haciendo más daño que las incubadoras que querían evitar.
                                                 VII
Los pocos que no hibernábamos, pero que no éramos profesionales ni poetas, y que además no nos prestábamos a contribuir con las tareas de mantenimiento o fabricación o limpieza o lo que sea que tenga que ver con las incubadoras, fuimos arrestados y finalmente domesticados. Como no éramos peligrosos se nos dio la posibilidad de elegir hibernar, “como cualquier persona normal”, o aplicarnos a las máquinas de alguna manera. Particularmente me dediqué a recorrer los bosques y los mares para denunciar los sabotajes y a quienes los perpetraban, de lo cual, por supuesto, me arrepiento. Era mi única manera de evitar las máquinas y de ser libre.
Me vi en el deber de revisar papeles y de estudiar libros llenos de polvo para hacer mejor mi trabajo. Inesperadamente llegué a disfrutar mucho de mis lecturas. También aprendí  sobre el pasado y modifiqué mis ideas sobre el porvenir. Tanto me entusiasmé en la tarea que me apremiaron para que no olvide mi objetivo. Pero después de tantas lecturas ya no podía perseguir a los poetas.
Tomé mi auto y salí de las montañas, en dirección a la ciudad. Como casi todos hibernan, y como casi no hay autos en circulación, entré a toda velocidad, lo cual está permitido. Pero tendría que haber sido más prudente...
Me refugié en la casa de la víctima y, a falta de libros, me dediqué a escribir esto.
                                                    VIII        
La maquina es perfecta. Ha logrado lo imposible, ha logrado que los humanos se encarguen de reproducirlas con más constancia que a sí mismos. De esta manera, se ha arribado a la situación más ridícula que imaginar se pueda, porque hay tantas máquinas en existencia que superan la cantidad de personas que hay en el mundo, y eso hace bajar los precios a niveles que ya no dan ganancia.
Las incubadoras no pueden ser culpables de nada y se ha culpabilizado a todos los que no procrean con dedicación. Se ha elegido exterminar a los impotentes a los célibes a los curas a las castas a los castrados a los homosexuales y a todas las mujeres que eligieron el camino de la esterilidad. Los pueblos, mermados en su número merced a las incubadoras y a los exterminios, aplaudieron de pié.
Las masas se dedicaron a procrear en los tiempos escasos que las máquinas los dejaban libres. Pero no hacen el amor. Ya no hay amor. Solo se fornica. Nadie quiere a nadie. Nadie es capaz de decir dos palabras seguidas sin repetirlas y son por tanto incapaces de abrazar cálidamente desde adentro.  Las caricias y las sonrisas se escaparon de esos cuerpos como por arte de magia. Todo es pornográfico.
Por supuesto, la gestación dura muchos años, según las ganas de hibernar que tenga la madre. Así, los bebés ya nacen sabiendo desde el útero lo que hay que hacer con la dimensión temporal, y jamás serán capaces de interrogarse sobre el motivo que los trajo a este mundo. La explicación es sencilla: de alguna manera, los fetos han estado más tiempo adentro de las incubadoras que adentro de sus madres.
                                              
                                        IX 
Cecilia abrió los ojos. Las arañas cubrían el techo. Su hija, ya anciana, la miraba sin amor. Se sacó el termómetro y se quejó de un dolor en las piernas. La pediatra cumplió con su tarea: la revisó pacientemente. Nada importante.  Luego dejó unos caramelos sobre la mesita y se retiró. 
                                                     X
Helena viene a ver a su madre raras veces. El único riesgo que corro es la posibilidad remota de que Cecilia abra los ojos y opte por no volver a hibernar. Mientras tanto yo recibo a Helena y le digo lo mucho que la quiero a su mamá, y como entre ellas nunca hablan, me doy el lujo de sostener esta mentira, al menos por los próximos cinco años, mientras escribo.
                                                      XI 
Las cosas no están tan mal, al menos a primera vista. Ya no hay hambre en el mundo. La gente está como congelada y vive en un eterno presente, fuera del tiempo. La contaminación está en franco retroceso como consecuencia de tanta gente que hiberna, y aunque muchos animales se extinguen, especialmente los que están en cautiverio, las poblaciones de bichos de todo el globo y las plantas más insospechadas reclaman el lugar que están dejando vacante los humanos, y no resulta raro ver en el centro de muchas ciudades a las especies más exóticas.
  Quizás me pregunten por qué hablo de cosas que muchos de ustedes ya saben. Lo hago porque la escritura queda. Allá afuera hay miles que un día despertarán vacíos de sueños y tiene que haber alguien que les explique qué pasó mientras ellos dormían, para que la humanidad siga siendo humana. Mientras la escritura exista se podrá dejar la propia palabra en el cielo de los tiempos. A veces tengo miedo de ser el único realmente despierto y a veces tengo miedo de flaquear y terminar en una incubadora.  Pero mientras sienta miedo voy a estar vivo. 

Como afirmaron otros críticos de las incubadoras de hibernación, despiertos también soñamos, y aunque algunos sueñan más que otros, es una necesidad muy humana, y yo creo que es la actividad superior en nosotros. ¿Por qué permitimos que nuestros sueños se congelen? ¿Por qué no los despertamos? ¿Qué necesidad hay de seguir mirando hacia un horizonte que llamamos futuro si no caminamos hacia él? Si ese horizonte es solo un espejismo que nos impide ver lo que tenemos al lado, entonces no vale nada. Caminemos juntos.  Despertemos los sueños y tengamos algo realmente nuestro. Tus sueños pueden flamear como una bandera, para que los veamos todos, o pueden sumirse tras un bostezo, en lo profundo de la noche, mientras dormís en una cama cualquiera. Da lo mismo. Pero nunca permitas que te profanen los sueños, porque por ellos comemos y respiramos, por ellos saltan nuestros corazones y por ellos tenemos hijos. Si: también por ella, por la muerte, porque solo vamos tranquilos hacia la muerte bajo el escudo de nuestros sueños.

                                                    XII

Hoy la gente se divide entre los que tienen alma y los que no tienen alma. Cecilia no tiene alma. Está tan linda, suspendida en el tiempo como una buena prenda sobre la percha, rociada de naftalina para que las polillas no la percudan. Y yo estoy tan solo. Soy el badajo sin campana. Soy una sonata para violin. Pero no han podido robarme el deseo. Soy yo. Soy el que guarda ayuno cuando aparece la luna nueva. A veces entro en ella. Solo es un cuerpo, un cuerpo sin alma. Dejo volar mi imaginación mientras la clavo. Es perfecta, inteligente, sensual, impaciente por vivir, tiene talento, aroma de poesía, sensibilidad encantadora, me vuelve loco, me ahogo en su espíritu profundo, me brinda el infinito, daría la vida por ella, daría la suma de todos los tiempos. Pero es solo mi imaginación. En ella no hay nada. Cuando despierte va a verse en el espejito para creer que aún es joven, que aún es virgen.

 








La exactitud de un moderno


 James Ussher, arzobispo de Irlanda, cobró fama a mediados del siglo XVII por ser un prestigioso estudioso de las Sagradas Escrituras. Obtuvo renombre desde el principio. Ussher podía ubicar un pasaje de la Biblia con solo escucharlo. Por ejemplo, vos le disparabas un versículo y él inmediatamente te atajaba: Éxodo 2, 14 o te explicaba que eso era del evangelio apócrifo de Judas; 3, 16, y te ordenaba 6 Padre Nuestro y 4 Ave María.

                Dios le había dado la gracia de manejarse como un pez en el agua con los números. Se dedicó  nuestro amigo James largos años a develar los secretos encerrados en la numerología bíblica. Es por eso que todos cayeron de rodillas cuando el arzobispo, a la sazón Primado de Irlanda, puso una fecha en un viejo calendario: la fecha en que dios creó el mundo: 22 de octubre de 4004 Antes de Cristo a las 21 horas.

                Ayer como hoy son mayoría los que se avienen a darle la razón a cualquier gil que manipula los números, cuando en realidad lo que hacen es manipular las mentes de los crédulos. Y creer en James Ussher fue entonces para muchos una cosa muy sensata, casi como creer en dios, casi como hoy se cree en ciertos economistas, gurúes de lo que va a pasar, que trabajan para multinacionales con nombre y apellido, y que nos liman el ojete mientras los aplaudimos.

                Pero el tiempo fue implacable con mi amigo Ussher. Está bien visto reírse hasta el cansancio cada vez que se lo cita, y por momentos veo que es una risa compulsiva, una risa por obligación.

                Pero déjenme decirles una cosa: James Ussher no era tan pelotudo. Su forma de instalar un hecho con tal exactitud es propia de una mente moderna y fruto por lo tanto de su tiempo. No era un oscurantista. Diez años después de que él dio la fecha en la cual el Altísimo se puso a laburar, se creó la Royal Society, que era un club de tipos que buscaban la exactitud en todo. Newton, ni más ni menos que Isaac Newton, pasó años estudiando la numerología bíblica a la espera de poder encontrar allí los secretos del universo, y Newton no era un ordenado. Entonces, si nos vamos a reír, riámonos de todos.

                Durante muchos años del siglo XX hemos sido menos rigurosos con los números. Sin ir más lejos, el mesozoico daba inicio más o menos hace 260 o 250 millones de años. Pero hoy afirmamos que ese inicio se dio hace 248 millones de años. Y acaso no esté lejos el día en que le podamos adicionar el mes y las horas a ese evento, o incluso al inicio de nuestro mundo. De alguna manera nos estamos acercando a James Ussher.

                Hacen mal los que aplaudían a mediados del XVII y hacen mal los que hoy se ríen. Yo prefiero estar en el medio…  al menos hoy: 29 de enero de 2014 a las 12 y 35 minutos.

 

martes, 28 de enero de 2014

Un argumento sobre la Vida y la Muerte


 
 
 
“Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó jamás por mente alguna, aquello que dios tiene preparado para los que le aman”

(Primera carta a los Corintios, 2,9)
 
 


 Así da comienzo Arthur C. Clarke a su maravillosa “2001, una odisea espacial”:
“Tras cada hombre viviente se encuentran treinta fantasmas, pues tal es la proporción numérica con que los muertos superan a los vivos.”   Y a mí me pareció importante anotar algunas reflexiones que me sobrevienen de esa breve línea.

                Esos 30 fantasmas que se encuentran tras cada humano viviente fueron unos 300 hace sólo doscientos años, cuando se iniciaba la revolución industrial que disparó el número de humanos a cifras siderales, en eso que se denominó “explosión demográfica”.

                Esto significa una sola cosa: se está estrechando el número entre seres humanos muertos y seres humanos vivos.

                Puede resultar una observación ociosa si no fuera material de uno de los principios fundamentales de la Iglesia Católica. Para esta institución—a la cual la palabra “institución” le queda chica porque vertebra casi toda nuestra historia—los fieles se dividen entre aquellos que están en la gloria, o sea los muertos, y aquellos que transitan este valle de lágrimas, los vivos. De ahí que estar muerto es mejor que estar vivo.

Sin embargo, al catolicismo no solo no se le pasó por alto ese hecho evidente de que los muertos superan en número a los vivos, sino que agrega que los muertos no hacen otra cosa que volver con su Padre Celestial, dando por un hecho que antes del nacimiento ya somos muertos, o dicho con precisión, ya teníamos algún tipo de preexistencia, porque en el  Más Allá no existe el antes y el después: el tiempo.

                Así, podemos sospechar que la política del clero tendiente a prohibir todo tipo de contracepción y todo aborto, no sería otra cosa que la forma  natural de equilibrar la balanza entre los muertos y los vivos.

                La idea contraria está expresada en las películas del tipo “El regreso de los muertos vivos”, de las que el director George Romero es un experto, y que remite obviamente al Final de los Tiempos bíblicos. Esos zombis son muertos que transforman en muertos a los vivos, incrementando con ello el número de muertos y disminuyendo el número de vivos. En algunas de sus películas vemos como un pueblito, que es una expresión del mundo, se llena de muertos al punto que los de sangre caliente llegan a ser unos pocos.

 ¿Pero cuál es la forma en que un zombi conquista un vivo? Por la sexualidad. Lo que escuchó: cuando clavan sus dientes en una víctima no hace falta ser muy astuto para percibir que el deleite que se transfigura en la cara de los zombis no es el deleite por la comida sino por algo de tipo sexual. De hecho lo que hacen con ese acto es reproducir zombis, reproducir muertos.

(Acaso lo más desconcertante de las películas de Romero sea que mientras los muertos tienen un objetivo bien claro, sus víctimas suelen ser gente al pedo en la vida. El hecho de que la iglesia le dé sentido a la vida de mucha gente, precisamente hablándoles de la muerte, no debería asombrarnos.)

Como ya estoy cansado de las películas siempre iguales de este tipo, propongo un argumento diferente: El clero estaría conformado por zombis y sus víctimas serían bautizadas cuando por ejemplo un cardenal le come el cerebro a algún despistado. Los pocos vivos se dedicarían a fornicar incansablemente en procura de no disminuir su número. Como la reproducción de los muertos es más rápida que la de los vivos, estos finalmente terminarían consumiendo toda la vida.

Al final, Cristo retorna: es un zombi. Pero, como todo zombi, no solo es un muerto, sino que es un muerto vivo (tiene las dos naturalezas, la humana y la divina.) Pero al final de esta improbable  película nos enteraríamos que lo que Cristo tiene de divino es la que tiene de vivo, no lo que tiene de muerto. Finalmente, como en una ironía, vemos al Padre: él es solo vida, la muerte no lo ha tocado. Pero está solo y no tiene con quien fornicar.

Una variación al argumento anterior sería equilibrar la lucha entre muertos y vivos. En efecto, si los muertos se reproducen por medio de los vivos, entonces los vivos se tendrían que reproducir por medio de los muertos. En otras palabras: si los zombis se reproducen comiendo cerebros de vivos, entonces los vivos se reproducen fornicando con los muertos. Pero resultaría que se trataría de una violación, porque los muertos no estarían predispuestos a acostarse con un vivo, porque para ellos el placer pasa por otro lado. (¡Imagínense una película en que la gente se desespera por cogerse a los muertos para sobrevivir! ¡Dios me libre!) Y ahora estoy pensando que este argumento es superior, porque implicaría que dios, que en definitiva terminaría siendo el único vivo, tendría con quien fornicar: si, con toda la especie humana devenida en zombis.

 Una película así no sería una genialidad, sino más bien una pavada importante, o en el mejor de los casos una comedia negra desopilante, pero de seguro generaría un revuelo de dimensiones ecuménicas. Hasta habría gente que la tomaría por el lado filosófico y la señalaría como genial. Nada me sorprendería, he escuchado tantos aplausos a las mediocres películas de George Romero que ya nada me sorprende.

 

 

 

jueves, 23 de enero de 2014

Piedra Libre


Todavía con el traje de novia ella se le presenta al que ahora es su marido. Antes le había enviado una carta en la cual le decía algo revelador: “no soy virgen”. Como hasta el momento ellos no han copulado, se acarician como reconociéndose los cuerpos. Amalia, la que no es virgen, le dice, asombrada ante la naturalidad de él, si ha leído la carta. Su macho, más asombrado aún, le dice que sí, que la ha leído, pero que pensó que era un chiste. Ella sube la apuesta, le informa que no solo era verdad sino que también tiene algo más que decirle, y le avisa que está embarazada. El macho—que ahora se siente un buey—se retuerce dentro de su alma, preñado de ira.  Amalia corre lo más rápido que el vestido blanco le permite. Sin embargo, el buey tiene nobleza y a medida que la persigue va calmándose, y llega a desesperarse cuando advierte que la ha perdido en el bosque. Pero Amalia no aparecerá nunca, será una desaparecida.

Mecha Ortiz, que interpreta a la abuela de la desaparecida— y que se parece peligrosamente a Mirtha Legrand de vieja—es una oligarca insoportable que prefiere que los hechos de la desaparición de su nieta no se investiguen. Dice:

“Si ella está viva en algún lado, que sea muy feliz. Y si está muerta que descanse en paz. (…) quiero que este caso se cierre definitivamente para la justicia. Hay cosas que no se deben averiguar para que una sociedad siga existiendo. Si se revuelve el estiércol siempre aparece toda la mierda.”

En otro pasaje otro personaje agrega: “La gente no desaparece porque sí”

Al final, la nueva novia del buey  va a buscar el cadáver de Amalia, pero el cadáver no está: ha desaparecido.

La película se estrenó en setiembre de 1976, a menos de seis meses del golpe, cuando la desaparición era un tema relativamente nuevo. Averiguando, no encontré que haya habido ningún tipo de censura. (Si en la cinta recortáramos todos los pasajes censurables la reduciríamos a un corto. Así de abundantes son las transgresiones, de las que yo solo he difundido un par.) Tampoco he encontrado nada escrito sobre la película, salvo alguna anotación al margen sobre lo incisivo del film. Me interesa particularmente saber cuándo se terminó de rodar Piedra Libre—que desde el título es conmovedor— porque Beatriz Guido escribió el guión tal vez pensando en otros desaparecidos, los desaparecidos de Isabelita, y sin querer queriendo se encontró con ese otro horror.
De más está decir que el film es mucho más que lo narrado. Lleno de simbolismos y sutilezas que Bergman aplaudiría, y adornado con música de Bach, Verdi y Wagner, es uno de los grandes largos argentinos.
Hace unos años me hice con un libro que traía las operas de Richard Wagner. Ahora, leer las obras de Wagner, omitiendo la música, es una tragedia, un plomo, un aburrimiento inacabable. De Beatriz Guido se puede decir lo mismo. Sus libros tienen una gran inclinación por la gravedad: se caen de las manos con mucha facilidad. Pero las películas que confeccionó junto a Torre Nilsson, su marido, son a veces excelentes, como en este caso. Piedra Libre fue la última película del maestro. Beatriz vivió una década más, sin encontrar la brújula.  Me la imagino corriendo por diez años, buscando acaso algún buey que se anime a poner en película las cosas que ella imaginaba.  Gracias por toda tu fantasía. Hoy me hubiera gustado tener unos 60 años y tomar ricos cafés con vos para que no te sientas tan sola.

miércoles, 22 de enero de 2014

Viaje alucinante al interior de un colegio

Luces y sombras de la Escuela Técnica número 12

La fachada del establecimiento es todo menos un colegio. Lleno de rejas y con un color opaco, cargado de seres y con un pabellón argentino consagrando su entrada, se diría que es una cárcel, un orfanato, un manicomio o un nosocomio. O tal vez uno de esos infinitos entes burocráticos en los que uno se pierde sin mucho esfuerzo, pero no un colegio.
La entrada está sobre la recova de la avenida del Libertador, esa estructura que distingue a la avenida y que deja su vereda oeste bajo la oscuridad perpetua. No llueve nunca sobre esa vereda, no hay árbol alguno sobre esa vereda. Sobre esa vereda, sin signos de naturaleza alguna, duermen los que la sociedad no incluye: la hacen sobre la vereda del colegio porque “acá no jode nadie”.
Como se trata de un edificio de nueve plantas es esperable que haya un portero, y lo hay. (Un Ángeles muere a manos de un portero y la noticia se espera que arraigue con fuerza entre el 75% de los ciudadanos de Buenos Aires, que viven en una torre, con un portero en la puerta. Cuando difundieron la poco inocente noticia pensaron en mi, que me crié en un depto, y ahora, entrando en el colegio, yo pienso en la noticia).
Aunque hay nueve plantas no existe la planta baja. Esto desconcierta al que entra, que se ve obligado a tratar con el portero. Él me explica que la sala de actos queda en el subsuelo y que en la terraza hay un gimnasio “techado”, se enorgullece.
Ya sea en la terraza o en el subsuelo o en cualquier piso, los alumnos están a la sombra. De mañana el sol sale por el río, tras la villa, inundando la fachada del establecimiento, alargando las sombras, haciendo de algunas maneras más altas a esas almas que no son niños y no son mayores. Sin embargo, la mayoría de las aulas no están dispuestas de manera que los rayos se cuelen. Tocando al mediodía el sol desaparece por completo. Todo queda en sombras. La luz artificial del lugar es omnipresente y señorea en las retinas del visitante que observa. Los alumnos del turno tarde y del turno noche no conocen el sol, están eclipsados.
Las autoridades se encuentran en el primer piso, cerca de la entrada. Observo que todas y cada una de las oficinas de las autoridades, grandes como un aula grande, poseen sol hasta el mediodía, y buena iluminación natural hasta bien entrada la tarde. ¿Casualidad?
Mientras espero que me abran las puertas del sol para tratar con alguien importante, miro los varios recortes de diarios que me invitan a leer. Hay noticias que aseguran que el establecimiento ha sido premiado por la NASA. Cuando me abren las puertas del sol descubro que Clarín no siempre miente. Un grupo de alumnos ha viajado hasta el otro extremo del continente para recibir el premio. De todos los que iba a viajar se bajaron del avión unos cuantos: los que consiguieron trabajo. Entre ellos, algunos se terminaron por bajar del colegio, incluso cuando marchaban a gran velocidad en el estudio, (por las escaleras, porque no hay ascensores). Atravesaron la recova y nunca más volvieron. Y habían ganado un premio. Y no llegaron a conocer un avión. Y acaso muchos nunca llegaron a conocer un ascensor. Y habían ganado un premio de la NASA.
Hay noticias que no son mentirosas y que se presentan como sabrosas, pero cuando uno pone la lupa se pueden revelar como amargas, generadoras de impotencia. Y la primera que había zozobrado con el alma entera era una de las funcionarias más altas del colegio, que me lo contaba todo con el escritorio radiante de luz solar.
También en el primer piso, del lado de las sombras, esta la biblioteca. Esta dispuesta con el material de consulta en primer término. (“Material de consulta” es un eufemismo por “enciclopedia”.) Resulta extraño y raro ver a varios alumnos con sus computadoras llenas de Web, llenas de mundo, consultando en enciclopedias, consultando en material obsoleto y tomando apuntes sobre un papel o sobre la compu. La verdadera biblioteca, la que tiene libros de autor, esta deshabitada y nadie la visita.
Que la biblioteca, la de verdad, esa deshabitada, pueda parecer al observador vulgar, algo penoso, vaya y pase. Pero si vagabundeamos sobre lo obvio, como hace Horacio Cárdenas, quizás podamos llevarnos algunas sorpresas. Podríamos, por ejemplo, preguntarnos ¿que es un libro? Los libros no son objetos que escriben los escritores. Los libros son hechos por las editoriales. Lo que hacen los escritores es escribir, y lo que escriben son textos. Por lo tanto escribir textos es lo propio del escritor, y esos textos pueden tener como soporte una pantalla un libro o un papel. ¿Y qué es lo que estaban haciendo esos chicos sobre un papel? Ni más ni menos que eso: escribiendo. Potenciales escritores sin saberlo, esos chicos acaso ganarían mucho si fuesen conscientes de que esos textos fueron escritos sobre un papel, en la gran mayoría de los casos con una pluma de ganso. Tal vez algún alumno podría haber cerrado la metáfora: Las plumas del ganso nos sirven para volar…
Podemos observar ese racimo de chicos en la biblioteca como uvas que deben ser arrancadas del árbol cuando llegue el momento, no antes. Mientras tanto, la institución les brinda el sentido de pertenencia para que no abandonen el colegio. Una reunión con compañeros en la biblioteca es, entre muchas otras reuniones, reforzar el sentido de unidad y de pertenencia. La estación de radio acaba de ser inaugurada y todos se desesperan por participar. Uno, de tercer año, me comenta que quiere pero no puede, “porque no se me ocurre nada”. El aserto es falso: hablando un ratito logro entender que pretende no defraudar a la radio con temas innobles. Este muchachito está convencido que su mundo es simbólicamente pobre. No quiere que lo escuchen en el barrio (en la villa), hablando de las mismas cosas que suele hablar con sus amigos. Lo estimulo: “quizás no aprendan mucho tus vecinos, pero seguro que van a aprender algo tus profesores.”
Otra forma de forjar este sentido de pertenencia esta dado por las numerosas paginas de Facebook que nuclean a alumnos, según los años, y hasta ex alumnos, que nunca egresaron, que de esa manera siguen en la institución, al menos virtualmente. Preciso es notar que el Facebook es un libro de caras o de imágenes, y que nos da una idea bastante acabada de ciertas inclinaciones o gustos del estudiantado, porque por ese medio nos invitan a observar obligadamente aquello que ellos quieren que nosotros veamos.
Pero de Facebook también se aprende. Muchos de estos chicos valoran a sus compañeros por pertenecer o no a un determinado grupo virtual de la villa de Retiro. La subdirectora me informa: “mas de la mitad de los alumnos son de la villa, pero no toda la villa es lo mismo, hay como barrios internos”. Me informo: Los de Saldías y los de la Bis, son los más postergados y donde la proporción de extranjeros es mayor. Los de la entrada o la estación (de ómnibus) son los más acomodados. Estos últimos no tienen que realizar un viaje a través de la villa para llegar a sus casas, que, además, son de material y sin barro en la vereda. Los otros, las mayorías, pueden elegir dos caminos: uno sumamente indirecto, que consiste en bordear la estación de trenes, ingresar por el barrio de los acomodados y atravesar la villa. El otro camino es en realidad un no-camino: cruzar los infinitos rieles electrificados del ferrocarril Mitre, saltar un foso (que si bien no tiene cocodrilos está bien nutrido de ratas) y finalmente sortear las locomotoras de los ferrocarriles Belgrano y San Martín, para ingresar “por el jardín”, o sea, a la altura del jardín de infantes Sueños bajitos, que funciona en la villa y que tiene una leyenda en la pared que da a las vías: “Acá hay una escuela”. Los que hacen este viaje cotidiano me explican lo que para ellos es obvio: “no hay puente”.
En efecto, no hay ningún puente peatonal. Si hay una enorme autopista que vuela sobre los rieles y un puente de lata, provisorio, que salta la avenida Libertador de vereda a vereda, y de ahí no pasa. Noto algo sorprendente: lo más difícil de poder observar es aquello que no existe. Yo traté de afinar mi sentido de la observación. Llegamos al colmo del refinamiento cuando empezamos a ver cosas que nunca existieron, como este puente. La observación de las ausencias es de lo más difícil por su misma naturaleza. Máxime si pretendemos observar aquello que no existe y cuya existencia no se quiere. Los que decidieron no hacer el puente peatonal lo sabían muy bien. Esta omisión es bien intencional. La existencia de un puente sería como la legitimación de la villa, seria como conceder que la villa existe. Mientras que el puente no exista podemos suponer que la villa tampoco existe, razonaron. Y tuvieron éxito: en los mapas se puede leer “zona peligrosa” o podemos ver un hermoso espacio verde sin nomenclatura. Y lo que no existe en un mapa, de alguna manera, tampoco existe. Retiro es el centro neurálgico más importante del país. En palabras del la vicedirectora: “Tenemos colectivos de a miles, tres ferrocarriles, terminal de ómnibus, un subte, un puerto y, no muy lejos, el aeropuerto, además de las bicicletas gratuitas que da la municipalidad a menos de cien metros”. “Si”, pienso, “pero no podemos ir enfrente de forma directa”.
Y es que esas vías son un muro. Si uno se detiene a mirar atentamente, son un muro como el otro, el de Berlin, ese que cuando cayó pobló el colegio de chicos de Rumania, de Rusia y de Ucrania. Retiro es un centro neurálgico de nivel mundial. La escuela técnica número 12 se llena de gente que viene de lejos. Hay alumnos de Los Polvorines, Glew, Lomas, Guernica. Profesores de El Palomar, Gerli, Ciudadela y La Plata. Es sabido: cuando hay pleno empleo los medios de transporte tienden a colapsar. La vicedirectora se queja de los atrasos por problemas de transporte. Pero, pienso, cuando hay “pleno estudio”, cuando se da que el secundario es obligatorio y se opta por estudiar lejos de casa, los mismos estudiantes y el mismo cuerpo docente contribuyen a ese colapso. De alguna forma, ese colapso acaso sea un mal no deseado, pero necesario, hasta tanto…
La funcionaria me enumera los condicionamientos que padecen muchos alumnos: precarias condiciones habitacionales, carencias alimenticias, trabajo prematuro que no habilita la moratoria social, violencia endémica. Pero la vicedirectora se lamenta de un nuevo condicionamiento: los embarazos. “Como verás este colegio hasta hace poco era exclusivamente de varones”, me ilustra, “por lo que no se ven muchas mujeres. Y cada día se ven menos porque quedan embarazadas antes de que uno las pueda conocer. Sin embargo ellas se integran muy bien, al menos entre ellas, porque hay sólo un baño de mujeres, en el segundo piso (sic). Pero no es fácil.” De alguna manera el discurso de la funcionaria trasunta un desaliento que contrasta con los trofeos ganados por la institución.
Lo que también noto es la necesidad que tiene la funcionaria de comentarme esas cosas. Una profesora tenía la misma necesidad, aunque su discurso era francamente condenatorio de sus pupilos. Parecía no abrigar la menor esperanza en los chicos. Yo adivinaba tras sus palabras la soledad de la profesión, esa sensación de que en el aula estás sólo… pero con ellos. Sin dudas los trataba de vincular, por ejemplo, pidiéndoles que evoquen el frío de la montaña boliviana para que noten los cambios de temperatura que se dan con la altura. Pero no tenía éxito en su empresa. Sus alumnos la sentían muy distante, como si estuviera en... La Paz. Ni siquiera pudo acercarse a ellos subiendo la voz como un andinista. Sin llegar a la violencia física, a cada arma que esgrimía la docente los chicos le contestaban con otras armas o astucias. No era una clase, era una guerra fría. Tal vez toda la perorata que me hizo la docente, condenando a sus alumnos, no fuera más que una forma de excusarse. Ojalá.
Subo al tope de la torre-colegio. Las casas de muchos de estos chicos se ven allá abajo, casi al alcance de la mano. La altura, acerca. El sol, cae. El colegio le tiende una sombra a la villa, como si le tendiera una sabana para que pueda dormir un futuro más promisorio.
Me quiero ir. ¿Dónde estoy? Nada indica en que piso estamos. Podría ser el octavo o el primero, da lo mismo. “Los pibes igual saben”. Además no hay posibilidad de accidentes: “hay barrotes por todas partes”, me esputan; “como en las cárceles”, pienso; “lo importante es que no se vayan”, me habían dicho… ¿Pero era “vayan” del verbo “ir” o “vallan” del Verbo “Vallar”?
La profesora María Basualdo, del Joaquin V. Gonzalez—otra torre de nueve pisos—nos contó una anécdota. Tenía una alumna de 73 años. Se acercó a la anciana y le susurró: “siempre se puede aprender y es sano, pero quizás, a su edad, no en ámbitos de encierro como estos”. Entonces nos miró a nosotros, sus alumnos (eso que etimológicamente remite a alumbramiento de las sombras), y remató, irónica: “El encierro es para los más jóvenes.”

Reflexión

Aprender no es convertirse en una enciclopedia. Aprender es ganar en versatilidad mental, en habilidades para desconfiar de lo naturalizado, o, como dice Carina Rattero: “aprender es deshacerse”, aprender es sospechar que lo contraído en las aulas son conocimientos históricos, cambiantes, y que la capacidad de cambiarlos está en nosotros mismos. Más aún: aprender es cambiar. Para cambiar al mundo tendremos que empezar por cambiarnos a nosotros mismos.
Pero esto, que parece un trabalenguas, se puede decir de otra manera. Es necesario aprehender el mundo para aprender de él. Y esa aprehensión del mundo solo la podemos realizar si observamos colectivamente, si salimos al mundo para verlo con ojos nuevos.
Paul Ricoeur hizo célebre la frase que vinculaba a Marx, Nietzsche y Freud como “maestros de la sospecha”. Y fueron maestros porque sospecharon que debajo de todo lo aprendido, en el corazón de cada una de nuestras conciencias, había algo que estaba mal de raíz. Se dieron cuenta que tras la cultura heredada había una estafa: la que nos determinaba a ver el mundo con los ojos ajenos, ya sea de la clase dominante, del cristianismo o de la razón objetiva. Todo eso es impuesto y nos falsea la visión.
Vivimos en una sociedad hipócrita que ha olvidado el valor de uso de las cosas y solo reivindica el valor de cambio. La biblioteca de ese colegio (la que tenía libros de autor) estaba vacía. ¿De qué nos sorprendemos si todas las bibliotecas están vacías? La gente que las frecuenta es una ínfima cantidad. ¡Y son gratis¡ Nada es casual: en el apartado sobre la “ bibliografía a utilizar en el colegio secundario”, Carlos Reboratti arriesgaba estrategias para lograr que los docentes se apliquen a la tarea de conseguir libros, y hasta que se animen a leerlos. De alguna manera—sin olvidar que este texto ya tiene más de veinte años—Reboratti estaba atendiendo a la necesidad de que los profesores que egresaban del profesorado se avinieran al consumo de libros y a la lectura. Si no comenzamos por los docentes no podemos pretender que los alumnos lean.
Si lo único que importa es consumir y aparentar, tenemos un problema. Pero no podemos desconocer que este problema es más grave entre los que menos tienen. Ese joven alumno que se perdió el viaje a Norteamérica, se perdió de conocer el avión, se perdió de seguir estudiando, tal vez se está perdiendo la vida, y no tanto porque consiguió un trabajo para el cual no se necesita calificación, sino porque no ha de ser muy alentador lo que va a hacer con esos pocos mangos que gane. Quizás se compre un buen celu, quizás ayude a sus padres – a que se compren un buen celu.— En todo caso estaba mejor adentro del colegio, encerrado y todo.

martes, 21 de enero de 2014

No mirés atrás


Mudarse es traumático y a la vez beneficioso. Empezamos a revolver papeles y nos encontramos con nuestro pasado.  Nos detenemos en lo que fuimos y cuesta mucho saber qué papeles tiramos o conservamos, ´porque en esos papeles hay personas…

Así fue como me encontré con una lista de viejos amigos. A duras penas recordé a alguno. Esos recuerdos no fueron celebrados. Los miré con indiferencia. Cada nombre tenía adosado un teléfono fijo, de una época en que los celulares recién nacían. Pensé que los teléfonos son más fijos que las personas, porque de seguro este o aquel se habrían mudado como yo estoy haciéndolo ahora. ¿Ellos conservarían mi teléfono viejo, ese que ni yo recuerdo? ¿Para qué querría recuperar unas personas que ni siquiera acepto como amigos virtuales?

Como estoy solo me interesaron los números femeninos. Había puesto unos puntos al costado de cada número. Un punto era una calificación baja. Tres puntos, alta. Lo sé porque conservo esa costumbre con mis escritos (por ejemplo, este vale un punto, o sea, no vale nada. Y no pasará mucho tiempo antes de que sea barrido de mi memoria.) No recordaba a casi ninguna. Sofía, Greta, Carmen, Violeta, no sé quiénes eran, ¡y eso que tenían 3 puntos! Seguramente me había costado mucho conseguir  esos números, pero me había costado mucho menos olvidarlos. Alguna vieja novia también estaba en la lista. Dos puntos…

Dudé. Luego con firmeza,  y un poco de pena,  tomé la hoja, la rompí en mil pedazos y la estrujé hasta que se transformó en una bola sin forma. Abrí el tacho y encesté. Sentí un gran alivio. De esas caras solo queda un texto malo, unos números sin rostro, y a partir de ahora, ni siquiera eso.
Saturno ( dios del tiempo) comiéndose a sus hijos, por Goya

sábado, 18 de enero de 2014

El último de Carlos Rey

Uno es lo que escribe, pero solo en parte. Algo de Cervantes habrá en el Quijote, y algo del Quijote habrá en Cervantes. Sin embargo, sería exagerado y poco inteligente de nuestra parte imaginarnos a las personas de manera tan rudimentaria. Dostoievski escribió Crimen y Castigo, pero no mató a nadie, y hasta pudo ser un tipo de lo más agradable. ¿Entonces por qué quienes han leído cosas mías afirman tan relajadamente que yo sería esto o aquello sin siquiera conocerme? ¿Por qué me estigmatizan como a una vaca sin siquiera saber que me están mandando al matadero? He llorado toda la noche después de ciertos comentarios. He inundado pañuelos con mil mocos cada vez que los releía. Solo pido piedad, y respeto.
Queda dicho: uno no es lo que escribe. Y les voy a decir más, el párrafo anterior es pura ficción. Yo me cago de risa de las críticas. Pero hay veces en las cuales me veo empujado a mimetizarme en el lenguaje de algún romántico, como Carlitos Rey. Es a él a quién deliberadamente intenté imitar en ese párrafo. Carlitos, vos escribís así, te tengo bien leído y es por eso que te puedo imitar. Pero yo no te creo una palabra. A veces uno conoce tanto a la persona que ya no puede comprar el personaje. Podés llorar una catarata, pero yo sé que sos el tipo más feliz del mundo.

Tan perfecto teatro ha montado
Que no hay quien se piense simulado,
La noble máscara se ha adosado
Y el personaje se ha apersonado.

La Tumba de Enrique Fogwill es el último libro del poeta Carlos Rey. Está lleno de una sutil ironía. De su lectura podemos afirmar que Carlos trata—yo creo que exitosamente—de amalgamar su vida cotidiana espiritual con su vida cotidiana objetiva. Se muestra como un poeta tradicional, con miles de preocupaciones “almísticas” (contracción de alma y mística), pero por otro lado nos muestra sus ocupaciones rutinarias. Sabemos a partir de La Tumba de Enrique Fogwill que Carlos Rey labura de oficinista, viaja en el Roca, compra en el supermercados de la zona y paga sus impuestos. Además nos informa que tiene una familia, que el número de sus hijos se eleva a 2 (sic), que escribe de noche y que concibe sus escritos junto a las góndolas de mayonesa. Son todas cosas que uno no espera encontrar en un libro de poemas. Y todo eso ensamblado con profundas reflexiones sobre el Ser, la vida, la muerte, la escritura, el dolor y el pasado. Me reí mucho.

Si como Aquiles, me dieran a elegir
Entre la gloria eterna y el olvido,
Más humilde quisiera yo decidir
Entre la oficina y seguir dormido.

Pero la mayoría de los poemas son buenos:

Mis poemas no son mis poemas porque no me
Pertenecen como podrían pertenecerme
Este lápiz y esta hoja y esta hora en que estoy

Pensando en la noche y el día de mis poemas,
Y no sé quién será el dueño de las palabras de hoy,
Y si existe alguno al que deban ser atribuidas.

Una cosa que apabulla es el exceso de laburo. Es un libro de sonetos, y de sonetos muy variados en su rima y forma. Es evidente que el poeta buscó la versatilidad. Y ante tanta variedad podemos afirmar que nos encontramos ante una catedral de sonetos o una colección de formas sonetísticas.
También nos ofrece una cantidad exigua pero aleccionadora de neologismos, palabras nuevas, como para alegrarnos los oídos. Acertadamente, Carlos emplea los neologismos en sus mejores pasajes, y no cuando nos habla del Plasma que no quiere comprar…
Sin embargo, hay un solo poema en el libro que no es un soneto, y es justamente lo mejor de La Tumba de Enrique Fogwill, quizás porque lo escribimos juntos. Disfrutren.

Fracasados son los que nacen
Porque son raptados del paraíso
Y confinados en esta caverna
No quieren volver a ver los colores
Y se dedican a atesorar grises
Sin nunca poder saciarse.

¡Que el último apague la luz!
Cuando se está cansado
Y los zapatos ya no responden
Y es hora de dormir
Incluso en esos momentos
Nos empeñamos en mantener la luz encendida
Como niños que temen a la oscuridad

¡Que el último apague la luz!
¡Que el último la apague sin miedo!
No tengas temor por la huida
No hay vela que no se consuma hasta la oscuridad
No seas conservador, no persistas
Tus zapatos no se mueven porque ya no hay camino.
Sal de las existencias, hay stock, hay de sobra.
Al menos hasta que el último apague la luz.






miércoles, 15 de enero de 2014

Hans Rott, un tapado


A Debo, que es una soñadora.

En eso que me gusta llamar “periodismo”, pero que otros se empeñan en llamar “crítica de arte”, está de moda desde hace unos 20 años sorprender con algún “tapado”, uno de esos artistas que se supone que fueron geniales, pero que ya nadie recuerda.  Y tiene algo lírico recuperar seres olvidados del pasado, tal vez porque el pasado inescrutable que tratamos de recuperar tiene algo de olor a poeta muerto.  Entonces, si tenemos alma de poetas, por momentos eso se nos torna un vicio, y vemos “tapados” por todos lados, y nosotros mismos los volvemos a olvidar con el paso del tiempo, devolviéndolos a donde pertenecen, al olvido. Con gran esfuerzo recuerdo a… a… a…., bueno,  no me acuerdo, pero eran grandes genios olvidados que con el correr de las horas tendían a volver al ostracismo, de donde nunca debieron haber salido, como… eh… no me acuerdo.

Pero hay un músico tapado. Un músico que escuché una y otra vez a lo largo de estos años y me demostró con su obra que vale la pena volver a él. Un músico que murió a los 25 años y que nos dejó una sinfonía excepcional en Mi mayor. Su nombre es Hans Rott y sus años extremos son 1854-1884.  Fue alumno de Bruckner y amigo de Malher, pero también fue maestro de ambos….

Y es que Hans Rott merece un aplauso y un reconocimiento más allá de lo meramente poético. Cierto que solo es recuperable su sinfonía, compuesta a los 20 años, pero si nos detenemos en ella veremos que no solo Juan Rulfo puede alardear de pasar a la historia con una obra exigua.

Después de Beethoven pararon más de 50 años hasta que la sinfonía, como forma musical, se renovara. Esa renovación vino de la mano de Bruckner y de Mahler, o al menos eso dicen las enciclopedias. Pero creo que el verdadero innovador del espíritu sinfónico fue Hans Rott. Su música es una rara mezcla del ascetismo bruckneriano— con sus silencios y sus obstinadas angustias existenciales— y de la lírica mahleriana. Pero esta definición de su música es solo a los efectos pedagógicos, porque en realidad Hans Rott compuso su música antes que los otros dos monstruos, y se hace evidente que esa prioridad lo posiciona como el inspirador de las grandes sinfonías de sus colegas.[1]

Así es. Como se sabe, Anton Bruckner dio a conocer su primera sinfonía arañando los 50 años. Pero Hans,  compone su única sinfonía a los 20, siendo un aventajado alumno de Anton, cuando su maestro recién empezaba a hacer cosas buenas. Extrañamente hay más música bruckneriana en el alumno que en el maestro, quien, se suele conjeturar,  contribuyó a redondear la obra. Pero déjenme decirles: la sinfonía en Mi mayor del alumno es superior a todas las sinfonías que había compuesto hasta entonces el maestro, incluida la tercera. Faltaban muchos años para que Anton compusiera la octava y la novena, catedrales de la música de todos los tiempos.

La sinfonía en Mi mayor es invaluable, especialmente por su segundo movimiento, Sehr Langsam, de una belleza romántica y heroica como pocas veces se ha escuchado, vehículo para canalizar lágrimas de éxtasis al más desprevenido.  O, dicho de otra manera: bueno y comercializable. Por este movimiento Hans Rott ya merece un lugar en la historia. Sin dudas, tiene un aire muy marcado a una pompa de Elgar, pasado por el tamiz de Bruckner, y resuelto con una maestría intimista que el mismo Mahler de seguro llegó a envidiar. Esta sinfonía  rara vez es ejecutada. Una vergüenza.

Se sabe que  Gustav admiraba enormemente a su amigo. Mahler debió amar el tercer movimiento, un Scherzo que es obviamente Mahleriano, aunque Hans lo hubiese compuesto mucho tiempo antes de que Mahler nos sorprendiera con su primera sinfonía.

Por eso mi humilde intención no es solo rescatar su contribución a la música, sino poner las cosas en su lugar. Hans no fue un bruckneriano y un mahleriano, sino que Bruckner y Mahler fueron Rotterianos. 

Gustavo y Antonio acompañaron a Hans en sus últimos años, cuando fue internado por locura, y estuvieron acompañándolo en su entierro. Y a veces pienso mal, y se me ocurre que estaba en la intención de estos genios enterrar también su música, porque de esa música tuvieron que plagiar al menos el  espíritu para luego poder ser lo que fueron.  Pero solo a veces.
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Adjunto la Sinfonía en Mi Mayor. El segundo movimiento inicia en 10: 45




[1] Por supuesto, siempre se pueden buscar antecedentes e influencias raras. La música de Rott y de Bruckner tienen acaso un ancestro común en las sinfonías de Joachim Raff, mejor conocido como “el Bruckner sin cerebro.”