miércoles, 22 de enero de 2014

Viaje alucinante al interior de un colegio

Luces y sombras de la Escuela Técnica número 12

La fachada del establecimiento es todo menos un colegio. Lleno de rejas y con un color opaco, cargado de seres y con un pabellón argentino consagrando su entrada, se diría que es una cárcel, un orfanato, un manicomio o un nosocomio. O tal vez uno de esos infinitos entes burocráticos en los que uno se pierde sin mucho esfuerzo, pero no un colegio.
La entrada está sobre la recova de la avenida del Libertador, esa estructura que distingue a la avenida y que deja su vereda oeste bajo la oscuridad perpetua. No llueve nunca sobre esa vereda, no hay árbol alguno sobre esa vereda. Sobre esa vereda, sin signos de naturaleza alguna, duermen los que la sociedad no incluye: la hacen sobre la vereda del colegio porque “acá no jode nadie”.
Como se trata de un edificio de nueve plantas es esperable que haya un portero, y lo hay. (Un Ángeles muere a manos de un portero y la noticia se espera que arraigue con fuerza entre el 75% de los ciudadanos de Buenos Aires, que viven en una torre, con un portero en la puerta. Cuando difundieron la poco inocente noticia pensaron en mi, que me crié en un depto, y ahora, entrando en el colegio, yo pienso en la noticia).
Aunque hay nueve plantas no existe la planta baja. Esto desconcierta al que entra, que se ve obligado a tratar con el portero. Él me explica que la sala de actos queda en el subsuelo y que en la terraza hay un gimnasio “techado”, se enorgullece.
Ya sea en la terraza o en el subsuelo o en cualquier piso, los alumnos están a la sombra. De mañana el sol sale por el río, tras la villa, inundando la fachada del establecimiento, alargando las sombras, haciendo de algunas maneras más altas a esas almas que no son niños y no son mayores. Sin embargo, la mayoría de las aulas no están dispuestas de manera que los rayos se cuelen. Tocando al mediodía el sol desaparece por completo. Todo queda en sombras. La luz artificial del lugar es omnipresente y señorea en las retinas del visitante que observa. Los alumnos del turno tarde y del turno noche no conocen el sol, están eclipsados.
Las autoridades se encuentran en el primer piso, cerca de la entrada. Observo que todas y cada una de las oficinas de las autoridades, grandes como un aula grande, poseen sol hasta el mediodía, y buena iluminación natural hasta bien entrada la tarde. ¿Casualidad?
Mientras espero que me abran las puertas del sol para tratar con alguien importante, miro los varios recortes de diarios que me invitan a leer. Hay noticias que aseguran que el establecimiento ha sido premiado por la NASA. Cuando me abren las puertas del sol descubro que Clarín no siempre miente. Un grupo de alumnos ha viajado hasta el otro extremo del continente para recibir el premio. De todos los que iba a viajar se bajaron del avión unos cuantos: los que consiguieron trabajo. Entre ellos, algunos se terminaron por bajar del colegio, incluso cuando marchaban a gran velocidad en el estudio, (por las escaleras, porque no hay ascensores). Atravesaron la recova y nunca más volvieron. Y habían ganado un premio. Y no llegaron a conocer un avión. Y acaso muchos nunca llegaron a conocer un ascensor. Y habían ganado un premio de la NASA.
Hay noticias que no son mentirosas y que se presentan como sabrosas, pero cuando uno pone la lupa se pueden revelar como amargas, generadoras de impotencia. Y la primera que había zozobrado con el alma entera era una de las funcionarias más altas del colegio, que me lo contaba todo con el escritorio radiante de luz solar.
También en el primer piso, del lado de las sombras, esta la biblioteca. Esta dispuesta con el material de consulta en primer término. (“Material de consulta” es un eufemismo por “enciclopedia”.) Resulta extraño y raro ver a varios alumnos con sus computadoras llenas de Web, llenas de mundo, consultando en enciclopedias, consultando en material obsoleto y tomando apuntes sobre un papel o sobre la compu. La verdadera biblioteca, la que tiene libros de autor, esta deshabitada y nadie la visita.
Que la biblioteca, la de verdad, esa deshabitada, pueda parecer al observador vulgar, algo penoso, vaya y pase. Pero si vagabundeamos sobre lo obvio, como hace Horacio Cárdenas, quizás podamos llevarnos algunas sorpresas. Podríamos, por ejemplo, preguntarnos ¿que es un libro? Los libros no son objetos que escriben los escritores. Los libros son hechos por las editoriales. Lo que hacen los escritores es escribir, y lo que escriben son textos. Por lo tanto escribir textos es lo propio del escritor, y esos textos pueden tener como soporte una pantalla un libro o un papel. ¿Y qué es lo que estaban haciendo esos chicos sobre un papel? Ni más ni menos que eso: escribiendo. Potenciales escritores sin saberlo, esos chicos acaso ganarían mucho si fuesen conscientes de que esos textos fueron escritos sobre un papel, en la gran mayoría de los casos con una pluma de ganso. Tal vez algún alumno podría haber cerrado la metáfora: Las plumas del ganso nos sirven para volar…
Podemos observar ese racimo de chicos en la biblioteca como uvas que deben ser arrancadas del árbol cuando llegue el momento, no antes. Mientras tanto, la institución les brinda el sentido de pertenencia para que no abandonen el colegio. Una reunión con compañeros en la biblioteca es, entre muchas otras reuniones, reforzar el sentido de unidad y de pertenencia. La estación de radio acaba de ser inaugurada y todos se desesperan por participar. Uno, de tercer año, me comenta que quiere pero no puede, “porque no se me ocurre nada”. El aserto es falso: hablando un ratito logro entender que pretende no defraudar a la radio con temas innobles. Este muchachito está convencido que su mundo es simbólicamente pobre. No quiere que lo escuchen en el barrio (en la villa), hablando de las mismas cosas que suele hablar con sus amigos. Lo estimulo: “quizás no aprendan mucho tus vecinos, pero seguro que van a aprender algo tus profesores.”
Otra forma de forjar este sentido de pertenencia esta dado por las numerosas paginas de Facebook que nuclean a alumnos, según los años, y hasta ex alumnos, que nunca egresaron, que de esa manera siguen en la institución, al menos virtualmente. Preciso es notar que el Facebook es un libro de caras o de imágenes, y que nos da una idea bastante acabada de ciertas inclinaciones o gustos del estudiantado, porque por ese medio nos invitan a observar obligadamente aquello que ellos quieren que nosotros veamos.
Pero de Facebook también se aprende. Muchos de estos chicos valoran a sus compañeros por pertenecer o no a un determinado grupo virtual de la villa de Retiro. La subdirectora me informa: “mas de la mitad de los alumnos son de la villa, pero no toda la villa es lo mismo, hay como barrios internos”. Me informo: Los de Saldías y los de la Bis, son los más postergados y donde la proporción de extranjeros es mayor. Los de la entrada o la estación (de ómnibus) son los más acomodados. Estos últimos no tienen que realizar un viaje a través de la villa para llegar a sus casas, que, además, son de material y sin barro en la vereda. Los otros, las mayorías, pueden elegir dos caminos: uno sumamente indirecto, que consiste en bordear la estación de trenes, ingresar por el barrio de los acomodados y atravesar la villa. El otro camino es en realidad un no-camino: cruzar los infinitos rieles electrificados del ferrocarril Mitre, saltar un foso (que si bien no tiene cocodrilos está bien nutrido de ratas) y finalmente sortear las locomotoras de los ferrocarriles Belgrano y San Martín, para ingresar “por el jardín”, o sea, a la altura del jardín de infantes Sueños bajitos, que funciona en la villa y que tiene una leyenda en la pared que da a las vías: “Acá hay una escuela”. Los que hacen este viaje cotidiano me explican lo que para ellos es obvio: “no hay puente”.
En efecto, no hay ningún puente peatonal. Si hay una enorme autopista que vuela sobre los rieles y un puente de lata, provisorio, que salta la avenida Libertador de vereda a vereda, y de ahí no pasa. Noto algo sorprendente: lo más difícil de poder observar es aquello que no existe. Yo traté de afinar mi sentido de la observación. Llegamos al colmo del refinamiento cuando empezamos a ver cosas que nunca existieron, como este puente. La observación de las ausencias es de lo más difícil por su misma naturaleza. Máxime si pretendemos observar aquello que no existe y cuya existencia no se quiere. Los que decidieron no hacer el puente peatonal lo sabían muy bien. Esta omisión es bien intencional. La existencia de un puente sería como la legitimación de la villa, seria como conceder que la villa existe. Mientras que el puente no exista podemos suponer que la villa tampoco existe, razonaron. Y tuvieron éxito: en los mapas se puede leer “zona peligrosa” o podemos ver un hermoso espacio verde sin nomenclatura. Y lo que no existe en un mapa, de alguna manera, tampoco existe. Retiro es el centro neurálgico más importante del país. En palabras del la vicedirectora: “Tenemos colectivos de a miles, tres ferrocarriles, terminal de ómnibus, un subte, un puerto y, no muy lejos, el aeropuerto, además de las bicicletas gratuitas que da la municipalidad a menos de cien metros”. “Si”, pienso, “pero no podemos ir enfrente de forma directa”.
Y es que esas vías son un muro. Si uno se detiene a mirar atentamente, son un muro como el otro, el de Berlin, ese que cuando cayó pobló el colegio de chicos de Rumania, de Rusia y de Ucrania. Retiro es un centro neurálgico de nivel mundial. La escuela técnica número 12 se llena de gente que viene de lejos. Hay alumnos de Los Polvorines, Glew, Lomas, Guernica. Profesores de El Palomar, Gerli, Ciudadela y La Plata. Es sabido: cuando hay pleno empleo los medios de transporte tienden a colapsar. La vicedirectora se queja de los atrasos por problemas de transporte. Pero, pienso, cuando hay “pleno estudio”, cuando se da que el secundario es obligatorio y se opta por estudiar lejos de casa, los mismos estudiantes y el mismo cuerpo docente contribuyen a ese colapso. De alguna forma, ese colapso acaso sea un mal no deseado, pero necesario, hasta tanto…
La funcionaria me enumera los condicionamientos que padecen muchos alumnos: precarias condiciones habitacionales, carencias alimenticias, trabajo prematuro que no habilita la moratoria social, violencia endémica. Pero la vicedirectora se lamenta de un nuevo condicionamiento: los embarazos. “Como verás este colegio hasta hace poco era exclusivamente de varones”, me ilustra, “por lo que no se ven muchas mujeres. Y cada día se ven menos porque quedan embarazadas antes de que uno las pueda conocer. Sin embargo ellas se integran muy bien, al menos entre ellas, porque hay sólo un baño de mujeres, en el segundo piso (sic). Pero no es fácil.” De alguna manera el discurso de la funcionaria trasunta un desaliento que contrasta con los trofeos ganados por la institución.
Lo que también noto es la necesidad que tiene la funcionaria de comentarme esas cosas. Una profesora tenía la misma necesidad, aunque su discurso era francamente condenatorio de sus pupilos. Parecía no abrigar la menor esperanza en los chicos. Yo adivinaba tras sus palabras la soledad de la profesión, esa sensación de que en el aula estás sólo… pero con ellos. Sin dudas los trataba de vincular, por ejemplo, pidiéndoles que evoquen el frío de la montaña boliviana para que noten los cambios de temperatura que se dan con la altura. Pero no tenía éxito en su empresa. Sus alumnos la sentían muy distante, como si estuviera en... La Paz. Ni siquiera pudo acercarse a ellos subiendo la voz como un andinista. Sin llegar a la violencia física, a cada arma que esgrimía la docente los chicos le contestaban con otras armas o astucias. No era una clase, era una guerra fría. Tal vez toda la perorata que me hizo la docente, condenando a sus alumnos, no fuera más que una forma de excusarse. Ojalá.
Subo al tope de la torre-colegio. Las casas de muchos de estos chicos se ven allá abajo, casi al alcance de la mano. La altura, acerca. El sol, cae. El colegio le tiende una sombra a la villa, como si le tendiera una sabana para que pueda dormir un futuro más promisorio.
Me quiero ir. ¿Dónde estoy? Nada indica en que piso estamos. Podría ser el octavo o el primero, da lo mismo. “Los pibes igual saben”. Además no hay posibilidad de accidentes: “hay barrotes por todas partes”, me esputan; “como en las cárceles”, pienso; “lo importante es que no se vayan”, me habían dicho… ¿Pero era “vayan” del verbo “ir” o “vallan” del Verbo “Vallar”?
La profesora María Basualdo, del Joaquin V. Gonzalez—otra torre de nueve pisos—nos contó una anécdota. Tenía una alumna de 73 años. Se acercó a la anciana y le susurró: “siempre se puede aprender y es sano, pero quizás, a su edad, no en ámbitos de encierro como estos”. Entonces nos miró a nosotros, sus alumnos (eso que etimológicamente remite a alumbramiento de las sombras), y remató, irónica: “El encierro es para los más jóvenes.”

Reflexión

Aprender no es convertirse en una enciclopedia. Aprender es ganar en versatilidad mental, en habilidades para desconfiar de lo naturalizado, o, como dice Carina Rattero: “aprender es deshacerse”, aprender es sospechar que lo contraído en las aulas son conocimientos históricos, cambiantes, y que la capacidad de cambiarlos está en nosotros mismos. Más aún: aprender es cambiar. Para cambiar al mundo tendremos que empezar por cambiarnos a nosotros mismos.
Pero esto, que parece un trabalenguas, se puede decir de otra manera. Es necesario aprehender el mundo para aprender de él. Y esa aprehensión del mundo solo la podemos realizar si observamos colectivamente, si salimos al mundo para verlo con ojos nuevos.
Paul Ricoeur hizo célebre la frase que vinculaba a Marx, Nietzsche y Freud como “maestros de la sospecha”. Y fueron maestros porque sospecharon que debajo de todo lo aprendido, en el corazón de cada una de nuestras conciencias, había algo que estaba mal de raíz. Se dieron cuenta que tras la cultura heredada había una estafa: la que nos determinaba a ver el mundo con los ojos ajenos, ya sea de la clase dominante, del cristianismo o de la razón objetiva. Todo eso es impuesto y nos falsea la visión.
Vivimos en una sociedad hipócrita que ha olvidado el valor de uso de las cosas y solo reivindica el valor de cambio. La biblioteca de ese colegio (la que tenía libros de autor) estaba vacía. ¿De qué nos sorprendemos si todas las bibliotecas están vacías? La gente que las frecuenta es una ínfima cantidad. ¡Y son gratis¡ Nada es casual: en el apartado sobre la “ bibliografía a utilizar en el colegio secundario”, Carlos Reboratti arriesgaba estrategias para lograr que los docentes se apliquen a la tarea de conseguir libros, y hasta que se animen a leerlos. De alguna manera—sin olvidar que este texto ya tiene más de veinte años—Reboratti estaba atendiendo a la necesidad de que los profesores que egresaban del profesorado se avinieran al consumo de libros y a la lectura. Si no comenzamos por los docentes no podemos pretender que los alumnos lean.
Si lo único que importa es consumir y aparentar, tenemos un problema. Pero no podemos desconocer que este problema es más grave entre los que menos tienen. Ese joven alumno que se perdió el viaje a Norteamérica, se perdió de conocer el avión, se perdió de seguir estudiando, tal vez se está perdiendo la vida, y no tanto porque consiguió un trabajo para el cual no se necesita calificación, sino porque no ha de ser muy alentador lo que va a hacer con esos pocos mangos que gane. Quizás se compre un buen celu, quizás ayude a sus padres – a que se compren un buen celu.— En todo caso estaba mejor adentro del colegio, encerrado y todo.

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