miércoles, 29 de enero de 2014

La incubadora de sueños muertos (Cuento)


                                                                                                           
                                                                       I

Cecilia abrió los ojos y notó que respiraba. El techo estaba igual que cinco años atrás, ni siquiera había tela de araña. Seguro que era su hija la que había pasado a limpiar. Se sacó el termómetro de la boca y lo miró: “Jueves 13 de marzo de 2988, 16 horas, 29 grados.” Debería ser su cumpleaños cuarenta y cinco, pero ella sabía que eso no era posible. Volteó la cabeza y encontró unos caramelos sobre unas hojas. Sí, su hija había estado.  La nota tenía fecha de cuatro meses atrás y le deseaba una feliz “recuperación”, que era la palabra con la cual se  celebraba la vuelta a la vida de quienes habían hibernado. Agregaba que había cumplido 65 años y que su labor de médica pediatra la tenía ocupada.
Cecilia chupó un caramelo, como para no sentirse tan sola. Como no pudo evitar ese sentimiento tomó un espejito que descansaba junto a su lecho. Mirándose pudo sentirse acompañada y se tranquilizó al ver que sus arrugas eran las mismas que hace cinco años, ni una más ni una menos. 
           Había hecho la tarea. Se puso de novia, se casó, tuvo una hija. Después enviudó, su hija se emancipó, la casa quedó grande y, lo peor, aún le restaban unos 35 años por vivir, porque era menor que su hija. Se detuvo a pensar en lo incauta que había sido. Acaso debería haberse casado más tarde, divertirse más tiempo. Tal vez no fue culpa exclusivamente suya, si Héctor hubiera visto el semáforo aún estaría acompañada. Siempre le había resultado desagradable la posibilidad de otro hombre, además suponía que nadie más que Héctor  podría comprenderla. Por otra parte, su hija  no aparecía mucho por la casa, principalmente porque Cecilia se había hecho adicta a la hibernación, y de nada sirve visitar a alguien cuando ni respirar puede. Y menos ahora que la actividad médica le ocupaba todo el tiempo. Se asomó a la ventana, menos por curiosidad que por hacer algo. Al fondo se divisaban los edificios del centro. La  ciudad  parecía dormida. Un cocodrilo asomaba su cabeza en el claro del camino que atravesaba lo que alguna vez fue un jardín. Nunca había visto cosa semejante. Sintió miedo, y le causó vértigo darse cuenta que podía sentir algo. Cerró la ventana. La cerró bien cerrada. Más tranquila, miró la hora en el termómetro: habían pasado 10 minutos. Se alarmó. Buscó refugio en sus pensamientos: quisiera ver a mi hija. Pero aparecieron casi de inmediato las excusas. Que los hijos son todos unos desagradecidos; que quizás no sea bienvenida en la casa, que su adicción solo merecía críticas por parte de todos, que en fin de cuentas siempre es mejor una adicción que no jode a nadie que tener que padecer el trato con otras personas. A pesar de tales pensamientos, se volvió a sentir sola. Y aunque lo intentó una y otra vez, la verdad era que no tenía la menor iniciativa.  La vida era la cosa más aburrida, mejor evitarla.

Cecilia  tendió sus cuarenta y cinco años en la incubadora con la naturalidad de quien conoce su lecho. Se colocó el termómetro en la boca, cerró los ojos,  su respiración mermó hasta desaparecer  y su corazón se detuvo: ya estaba hibernando.

                                                   II

La incubadora de Hibernación es un logro técnico que permite detener el metabolismo y todas las funciones vitales. La persona que hiberna se detiene en el tiempo. No tiene la necesidad de comer o de excretar, y lo más asombroso: no necesita soñar, porque aunque la costumbre nos indica que esas personas duermen, la verdad es que ni siquiera eso necesitan hacer. Al no dormir no sueñan.
Técnicamente es perfecta. Consiste en una cama conectada a un termómetro-despertador. Se programa el despertador y el resto es tirarse en el catre e introducirse el termómetro en la boca. Ponerla en funcionamiento exige menos esfuerzo que soplar una vela.
Si la incubadora de Hibernación es técnicamente impecable, adolece sin embargo de principios morales. Hay quienes dicen que todos necesitamos soñar, al menos una vez al día, y la máquina no lo permite porque, según ciertos estudiosos han confirmado, los sueños insumen tiempo, y es precisamente el tiempo lo que anulan estas máquinas, deteniéndolo y erradicándolo  del cuerpo del que hiberna. Así, el hibernauta sale de la historia y de su vida por un plazo preestablecido, que desde la última ley no puede superar los cinco años, pudiendo el sujeto volver a hibernar por otros cinco años al despertarse, como en el caso de Cecilia. Por supuesto, ninguna consecuencia física se ha detectado en el cuerpo de los que se levantan. Ni bien abren los ojos pueden salir corriendo si así lo desean. Es como si hubieran saltado en el tiempo. Un abrir y cerrar de ojos y cinco años se han depositado en la basura.

                                                  III

Todo comenzó con el programa caritativo de una ONG que hoy ha desaparecido. Esta organización, vinculada a prestigiosos laboratorios y a cuanta novedad técnica se lanzara, se interesó desde el principio por la incubadora  como solución al endémico flagelo del hambre que azota desde siempre al África negra. Previamente esta ONG había distribuido helicópteros en cantidad para acercar los alimentos a estos remotos parajes del mundo. Las famosas imágenes de helicópteros arrojando literalmente alimentos sobre la gente indignó a muchos que comen al menos tres veces al día. La organización se defendió argumentando certeramente que lo más efectivo es acercar la comida por grandes buques y aviones de gran capacidad, pero que para eso harían falta puertos de aguas profundas y pistas de aterrizaje. La ONG pidió cuantiosas sumas de dinero para encarar las obras, sugiriendo que con dos comidas al día también se puede vivir.  Los que comen al menos tres veces al día miraron para otro lado y ya no se habló más del tema.

Entonces fue cuando la organización descubrió las incubadoras que congelan el tiempo, porque resultaba más rentable distribuir incubadoras de a millones que darle de comer todos los días a millones de hambrientos. Algo del capital que ingresó para la construcción de un aeropuerto en Uganda se destinó a la obtención de incubadoras: unas 500 mil. Ganaban todos: las empresas y laboratorios porque no hay mejor cochinillo de indias que los negros del África Subsahariana; la ONG (no solo esta, sino todas las que se subieron al barco del triunfo), porque demostraban que podían erradicar el hambre, aunque sea con métodos poco ortodoxos; y los gobiernos porque… bueno… obtenían todo el beneficio y de paso se sacaban de encima a esa parte del pueblo que siempre es la que más molesta.

Así pusieron a incubar a medio millardo de negros, los más pobres, los más necesitados. Al cabo de cinco años los hicieron despertar. Miles de periodistas, que en otras condiciones nunca se hubiesen acercado al corazón de África, llegaron hasta Uganda, sorteando mil problemas, incluso atravesando lisa y llanamente la selva, a falta de rutas. Hubo quienes se acercaron en helicóptero, particularmente los mandatarios de los países poderosos. Y también hubo el que lamentó que, luego de ardua polémica, se haya decidido hacer la hibernación en la misma Uganda, cuando muchos de los inversores plantearon que era más bueno y barato trasladar a los negros a Frankfort  o a Vancouver, donde están las cedes de estas empresas. (Lo que definió el asunto fue, obviamente, el horror que causó entre los que comen tres veces al día la mera posibilidad de ver a decenas de miles de negros hambrientos bajando de los barcos e invadiéndoles el país. Y poco importaba que esos negros permanecieran anclados a una incubadora. Desde ya, el pueblo no fue tan sincero. Argumentaron, orientados por la prensa,  que querían evitar el desarraigo de los africanos.)

                                                    IV

Para bien o para mal el mundo se detuvo esa tarde de abril cuando despertaron los primeros hibernautas. El 10 por ciento, unos 50 mil, jamás despertó. Habían hecho el viaje en el tiempo y sus cuerpos no se veían corrompidos, pero un inconveniente técnico los mató cuando faltó combustible. Se hizo un peritaje para descubrir el problema (los tanques estaban rotos.) Según se dijo, algunas incubadoras habían tenido problemas en el traslado desde Vancouver, especialmente al ingresar en suelo africano, donde no había carreteras en muchos tramos y tuvieron que ser transportadas a lomo de mula, con los perjuicios económicos que ahora se veían…

Sin embargo, todas las cámaras se detuvieron en Markus Yaundé, un negro que sería conocido como el Armstrong del tiempo: el primer ser humano en burlarse del reloj. De la misma manera que muchos no creen aún hoy en la aventura del Apolo 11, muchos no creyeron que Markus fuese realmente un hibernauta, y predicaron que se trataría de un hutu aburguesado y amigo de los poderosos, a pesar de que se le veía la típica panza de famélico . Otros arriesgaron que a un tipo tan descarnado  se lo compra con cualquier cosa. No obstante lo cual, sus primeras palabras fueron: “Tengo hambre”.

 Markus Yaudé resultó ser un verdadero pionero. Esto lo demostró por medio de un desconcertante discurso. Lo habían puesto a hibernar en medio de su remota aldea (que es remota para nosotros y para el periodismo, pero no para los millones que habitan esa zona.) Al despertar le preguntaron a Markus si percibía algo nuevo, porque de hecho lo hicieron hibernar allí para que perciba los cambios. Yaundé notó que había muchos hombres blancos, lo mismo que cuando cerró los ojos, y que la aldea se encontraba de igual forma. (EL mundo en el cual vivía era un mundo que no mostraba cambios, ni en cinco años ni en doscientos.) El hibernauta, sin embargo, se sorprendió al reparar en los rostros conocidos: su abuela estaba un poco más vieja, sus hijos e hijas un poco más altos. ¿Y Markus?  Le alcanzaron un espejo.  Markus se asustó, nunca había visto uno, era como ver un cocodrilo en el jardín. Como él no lo podía hacer por sí mismo, le preguntaron a sus familiares si lo notaban envejecido, a lo cual respondieron que no, que estaba igual.
                 Armstrong atribuyó todos estos prodigios a la hechicería. Técnicos y periodistas le preguntaron si siempre había creído en la hechicería y si recordaba que había sido puesto en una incubadora de hibernación. Markus Yaundé vaciló y luego dijo: “cuando uno tiene hambre no se puede detener a pensar en cosas, porque lo único que se piensa es en comer. Ustedes me prometieron comida dentro de esta máquina, y si entré no fue porque hubiera comida—de hecho era obvio que no la había—sino porque siempre he creído en la hechicería. Ahora bien, si no hay comida...” Y llevándose algo a la boca —el termómetro—  volvió a quedar hechizado.

                                                      V

                La incubadora de hibernación pasó a ser una máquina del tiempo, pero de corto aliento. Hasta la fecha no se ha podido subir sus beneficios a más allá de cinco años, tras los cuales comporta serios riesgos. Con el paso de unos siglos se han vuelto más económicas y accesibles al común de la gente, sin necesidad de una ONG que las ponga en circulación, motivo por el cual las ONGs están tendiendo a desaparecer. Una ley, afortunadamente, ha puesto coto a esas personas que, con todos los peligros que implicaba, se metían en la incubadora de hibernación por seis, siete y hasta diez años, en un acto verdaderamente suicida.

                Pero ha habido problemas muy delicados. Las personas viven un tiempo objetivo que puede variar enormemente según abucen o no de la incubadora. Ese tiempo objetivo puede superar largamente los cuatro siglos, siempre que se dediquen a hibernar con dedicación. En un principio no había ningún tipo de techo y las gentes se ponían el termómetro en la boca ante el menor contratiempo. (Un granjero rumano vivió 680 años, de los cuales estuvo hibernando 640, a la espera de un remedio contra una extraña enfermedad, que nunca llegó.) Por supuesto que también estaban los curiosos que lo hacían por la ansiedad de ver el futuro con prontitud, como corriendo. Pero las mayorías siempre serán menos intelectualmente inquietas de lo que esperamos. Muchos se congelaban temporalmente solo por cuatro años, que es el lapso que media entre un mundial y otro,  o entre una y otra olimpíada.

                Con el tiempo las incubadoras fueron mostrando su lado flaco. Si el tiempo objetivo se podía dilatar enormemente, no pasa lo mismo con el tiempo personal de cada uno. Lo que cada humano vive es lo que vive, independientemente del salto que dé en el tiempo. Por ejemplo, si su destino es vivir 70 años, usted va a vivir 70, ni más ni menos. Cierto que puede hacer trampa con el tiempo del reloj, el tiempo objetivo, pero como la incubadora de hibernación no tiene actividad  metabólica y congela hasta los sueños, lo que va a vivir es lo que su cuerpo resista. De esta manera, la vida se ha transformado un poco en un juego de básquet, podemos parar el reloj y pedir tiempo. 

                Pero, como en un partido de básquet,  sobrevinieron las reglas. El problema empezó a ser notorio cuando unos pocos lunáticos que no hibernaban detectaron una involución en la expectativa de vida general. En efecto, se dieron cuenta que el promedio de vida personal estaba cayendo a solo 65 años, cuando antes de la moda de la hibernación ese promedio llegaba a más de 90. Primero se pensó en las mismas máquinas, pero estudios detallados permitieron erradicar esa posibilidad. Finalmente dieron en la tecla: había habido una regresión de las ciencias, en particular de las ciencias médicas. Los hospitales carecían de personal porque los médicos se dedicaban a hibernar más que a trabajar. Si un grupo de diez médicos estaban abocados a una investigación no era raro que la mitad de ellos abandonara la tarea y se colocara el termómetro en la boca. (Sin ir mas lejos, aquel rumano no se murió porque no descubrieron su remedio, sino porque no lo pudieron recordar.) Pero no solo los médicos y la medicina. Todo quehacer intelectual sufrió un franco retroceso. Los que fabricaban aviones de punta  despertaban del letargo y no conseguían los insumos porque los técnicos que los fabricaban estaban hibernando, y eventualmente ese conocimiento se perdía y no se recuperaba. Los biólogos que estudiaban las poblaciones de monos en la cuenca del Amazonas, y que llevaban un registro exhaustivo de los bichos y de sus desplazamientos, se metían en la incubadora y los simios terminaban por extinguirse.  Y lo peor para los mediocres: los técnicos y los altos ingenieros que se dedicaban a la fabricación de incubadoras también se dedicaron a hibernar, y pronto la cantidad y la calidad de las incubadoras fue haciéndose crítica.

                Entonces llegó la nueva legislación. Se prohibió a todo profesional la posibilidad de hibernar más de dos veces en su vida (además del ya citado límite de cinco años.) La directa consecuencia de esta ley revolucionaria fue obvia: nadie quería estudiar y empezaron a ser cada vez más escasos los profesionales de todo tipo. Masivamente preferían evadirse de esta vida la mayor cantidad de veces que fuera posible y las universidades quedaron semivacías. Las incubadoras, cuyo número caía aceleradamente, fueron socializadas, y los más pobres compartieron el uso de incubadoras por turno. De esta manera muchos padres y muchos hijos, muchos hermanos y muchas hermanas, no se hablaron nunca, salvo en el momento del relevo, con un beso frío y distante como la muerte.


                       No obstante lo cual, la ciencia se recuperó significativamente, sin llegar, desde luego, al nivel de excelencia de tiempos pretéritos, gracias a la audacia de unos pocos profesionales que se resignaron a envejecer con mayor velocidad que sus propios padres, al no utilizar la incubadora de hibernación. Verdaderos benefactores de la humanidad, cada uno de ellos fue premiado con altos honores, que fueron otorgados por aquellos que persistían en aquel vicio. Las incubadoras inundaron nuevamente el mercado y el único problema fue que ninguno de estos benefactores pensó en dedicarse a otra cosa que no fuera la fabricación y mantenimiento de estas máquinas. Según creo, la humanidad de estas gentes pasa más por la privación autoimpuesta de hibernar, al haber elegido el estudio, que por los productos de su labor.

                                                           VI

El único problema de la máquina era su consumo de energía. Una heladera, un televisor,  no necesitaban tanto, ni tenían que funcionar de forma permanente. En cambio, mantener hibernando a pueblos enteros durante años era un derroche de energía, cuya fuente era el petróleo, que escaseaba.

Se tomaron los recaudos del caso. El viento, los ríos, las olas y todo tipo de recurso renovable fue puesto al servicio de las incubadoras. Se maximizaron los beneficios poniendo las nieves perpetuas, los glaciares antárticos y los relámpagos de toda tormenta para asistir energéticamente a las máquinas y con el noble fin de evitar que la humanidad dejara de hibernar. De alguna manera la naturaleza funciona hoy solamente para anular nuestros sueños, nuestras ganas y nuestros deseos.

Esto preocupó a un reducido número de profesionales, quienes abandonaron sus tareas y se dedicaron de lleno a la poesía. Predicaron en las desiertas calles de las ciudades sobre la inhumanidad de encerrar tantas vidas en esas “latas de conserva”, y criticaron sus profesiones al grito de “solo cosechamos rosas para llenar los cementerios”. El lenguaje que empleaban  era  complicado para las autoridades. Tardaron años en advertir lo subversivo del asunto.

Los rebeldes no tuvieron éxito— los mismos ciudadanos los denunciaban—,  y fueron perseguidos. Se refugiaron en los bosques llenos de árboles añosos y altísimos que eran barridos constantemente por el viento que se dirigía a los grandes molinos que proveían de energía a las máquinas, o en las altas cumbres que fundían sus hielos para abastecer a “las sardinas.” Tuvieron que vivir precariamente. Muchos de esos pocos poetas no lo soportaron, y volvieron al trabajo.

Los que quedaron no se dieron por vencido. Pero la misma impotencia los llevó al boicot de las centrales energéticas y eventualmente al atentado. Yo no tengo altura moral para decirlo, pero creo que teniendo la raíz de sus almas puras, estos hombres y mujeres terminaron haciendo más daño que las incubadoras que querían evitar.
                                                 VII
Los pocos que no hibernábamos, pero que no éramos profesionales ni poetas, y que además no nos prestábamos a contribuir con las tareas de mantenimiento o fabricación o limpieza o lo que sea que tenga que ver con las incubadoras, fuimos arrestados y finalmente domesticados. Como no éramos peligrosos se nos dio la posibilidad de elegir hibernar, “como cualquier persona normal”, o aplicarnos a las máquinas de alguna manera. Particularmente me dediqué a recorrer los bosques y los mares para denunciar los sabotajes y a quienes los perpetraban, de lo cual, por supuesto, me arrepiento. Era mi única manera de evitar las máquinas y de ser libre.
Me vi en el deber de revisar papeles y de estudiar libros llenos de polvo para hacer mejor mi trabajo. Inesperadamente llegué a disfrutar mucho de mis lecturas. También aprendí  sobre el pasado y modifiqué mis ideas sobre el porvenir. Tanto me entusiasmé en la tarea que me apremiaron para que no olvide mi objetivo. Pero después de tantas lecturas ya no podía perseguir a los poetas.
Tomé mi auto y salí de las montañas, en dirección a la ciudad. Como casi todos hibernan, y como casi no hay autos en circulación, entré a toda velocidad, lo cual está permitido. Pero tendría que haber sido más prudente...
Me refugié en la casa de la víctima y, a falta de libros, me dediqué a escribir esto.
                                                    VIII        
La maquina es perfecta. Ha logrado lo imposible, ha logrado que los humanos se encarguen de reproducirlas con más constancia que a sí mismos. De esta manera, se ha arribado a la situación más ridícula que imaginar se pueda, porque hay tantas máquinas en existencia que superan la cantidad de personas que hay en el mundo, y eso hace bajar los precios a niveles que ya no dan ganancia.
Las incubadoras no pueden ser culpables de nada y se ha culpabilizado a todos los que no procrean con dedicación. Se ha elegido exterminar a los impotentes a los célibes a los curas a las castas a los castrados a los homosexuales y a todas las mujeres que eligieron el camino de la esterilidad. Los pueblos, mermados en su número merced a las incubadoras y a los exterminios, aplaudieron de pié.
Las masas se dedicaron a procrear en los tiempos escasos que las máquinas los dejaban libres. Pero no hacen el amor. Ya no hay amor. Solo se fornica. Nadie quiere a nadie. Nadie es capaz de decir dos palabras seguidas sin repetirlas y son por tanto incapaces de abrazar cálidamente desde adentro.  Las caricias y las sonrisas se escaparon de esos cuerpos como por arte de magia. Todo es pornográfico.
Por supuesto, la gestación dura muchos años, según las ganas de hibernar que tenga la madre. Así, los bebés ya nacen sabiendo desde el útero lo que hay que hacer con la dimensión temporal, y jamás serán capaces de interrogarse sobre el motivo que los trajo a este mundo. La explicación es sencilla: de alguna manera, los fetos han estado más tiempo adentro de las incubadoras que adentro de sus madres.
                                              
                                        IX 
Cecilia abrió los ojos. Las arañas cubrían el techo. Su hija, ya anciana, la miraba sin amor. Se sacó el termómetro y se quejó de un dolor en las piernas. La pediatra cumplió con su tarea: la revisó pacientemente. Nada importante.  Luego dejó unos caramelos sobre la mesita y se retiró. 
                                                     X
Helena viene a ver a su madre raras veces. El único riesgo que corro es la posibilidad remota de que Cecilia abra los ojos y opte por no volver a hibernar. Mientras tanto yo recibo a Helena y le digo lo mucho que la quiero a su mamá, y como entre ellas nunca hablan, me doy el lujo de sostener esta mentira, al menos por los próximos cinco años, mientras escribo.
                                                      XI 
Las cosas no están tan mal, al menos a primera vista. Ya no hay hambre en el mundo. La gente está como congelada y vive en un eterno presente, fuera del tiempo. La contaminación está en franco retroceso como consecuencia de tanta gente que hiberna, y aunque muchos animales se extinguen, especialmente los que están en cautiverio, las poblaciones de bichos de todo el globo y las plantas más insospechadas reclaman el lugar que están dejando vacante los humanos, y no resulta raro ver en el centro de muchas ciudades a las especies más exóticas.
  Quizás me pregunten por qué hablo de cosas que muchos de ustedes ya saben. Lo hago porque la escritura queda. Allá afuera hay miles que un día despertarán vacíos de sueños y tiene que haber alguien que les explique qué pasó mientras ellos dormían, para que la humanidad siga siendo humana. Mientras la escritura exista se podrá dejar la propia palabra en el cielo de los tiempos. A veces tengo miedo de ser el único realmente despierto y a veces tengo miedo de flaquear y terminar en una incubadora.  Pero mientras sienta miedo voy a estar vivo. 

Como afirmaron otros críticos de las incubadoras de hibernación, despiertos también soñamos, y aunque algunos sueñan más que otros, es una necesidad muy humana, y yo creo que es la actividad superior en nosotros. ¿Por qué permitimos que nuestros sueños se congelen? ¿Por qué no los despertamos? ¿Qué necesidad hay de seguir mirando hacia un horizonte que llamamos futuro si no caminamos hacia él? Si ese horizonte es solo un espejismo que nos impide ver lo que tenemos al lado, entonces no vale nada. Caminemos juntos.  Despertemos los sueños y tengamos algo realmente nuestro. Tus sueños pueden flamear como una bandera, para que los veamos todos, o pueden sumirse tras un bostezo, en lo profundo de la noche, mientras dormís en una cama cualquiera. Da lo mismo. Pero nunca permitas que te profanen los sueños, porque por ellos comemos y respiramos, por ellos saltan nuestros corazones y por ellos tenemos hijos. Si: también por ella, por la muerte, porque solo vamos tranquilos hacia la muerte bajo el escudo de nuestros sueños.

                                                    XII

Hoy la gente se divide entre los que tienen alma y los que no tienen alma. Cecilia no tiene alma. Está tan linda, suspendida en el tiempo como una buena prenda sobre la percha, rociada de naftalina para que las polillas no la percudan. Y yo estoy tan solo. Soy el badajo sin campana. Soy una sonata para violin. Pero no han podido robarme el deseo. Soy yo. Soy el que guarda ayuno cuando aparece la luna nueva. A veces entro en ella. Solo es un cuerpo, un cuerpo sin alma. Dejo volar mi imaginación mientras la clavo. Es perfecta, inteligente, sensual, impaciente por vivir, tiene talento, aroma de poesía, sensibilidad encantadora, me vuelve loco, me ahogo en su espíritu profundo, me brinda el infinito, daría la vida por ella, daría la suma de todos los tiempos. Pero es solo mi imaginación. En ella no hay nada. Cuando despierte va a verse en el espejito para creer que aún es joven, que aún es virgen.

 








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