sábado, 31 de enero de 2015

No hay santos (Schoklender y D`Elía)

No hay santos  (Schoklender y D`Elía)


Lo repito: hay que leer y releer los diarios viejos y los libros que tienen dos, tres, cinco años de antigüedad. Son una pista, una ventana a cosas que en su momento fueron irrelevantes pero que con el correr del tiempo explotan.  

Sergio Sckoklender escribió, a modo de autodefensa, un librito que se suponía estaba condenado a formar parte de los cientos de cadáveres de mi biblioteca. Se llama Sueños postergados, es del 2010, de editorial Planeta. Y hoy resulta más interesante que ayer.

Lo que se puede obviar es su invectiva contra Hebe de Bonafini, que se suponía que era lo medular del libro. Más divertido resulta su operación para que Monseñor Pío Laghi, no sea electo Papa en 2005 (sic), —páginas 130-131—, de no creer. También resulta atractivo descubrir que hizo parte de su fortuna en base a su afición por los casinos,  o los personales vínculos que trabó con Fidel, Marcos y Chávez, pero no con Néstor o Cristina.  

Pero lo realmente traumático— para nosotros— resulta lo que dice sobre Luis DÉlia. Transcribo literalmente los que escribe en las páginas 150-151

“… Irán representa el fanatismo religioso y yo creo que el fanatismo religioso en cualquiera de sus vertientes es el enemigo de la humanidad. Sin embargo, la embajada de Irán quería acercarse a Madres. Y Hebe escuchaba atenta. Esto generó una pelea muy seria entre Luis DÉlía y yo.
Muchos suponían que DÉlía era financiado por Irán, algo que no me consta. Un día me citó para que me encontrase con el agregado comercial de Irán en la Argentina. Hebe quería que fuese y así lo hice. (…) DÉlía decía que Irán estaba dispuesto a hacer aportes económicos importantes para Madres de Plaza de Mayo. Él trataba de convencerme diciendo que la fundación estaba pasando por un período difícil y resaltaba la conveniencia de aceptar los aportes que podía hacer Irán. Lo mandé a la concha de su madre.”

Unas páginas antes (138), el non sancto personaje habla de las declaraciones antisemitas de Hebe. Pero del dicho al hecho… ¿o acaso Schoklender no es un apellido judío? ¿Acaso no era como un hijo de Hebe? (Para ser justos, el 10 de julio de 2011, el mismo DÉlía recordaba su origen y agregaba que Sergio era un agente de la Mossad.) 

En el capítulo dedicado a los incidentes del parque Indoamericano, Schoklender nos habla de las intenciones de Macri de formar un servicio de inteligencia propio. Unas pocas hojas después nos cuenta de sus habilidades inusuales para manejar programas de computación y—entre líneas—nos da a entender que es un gran hacker (léase “espía”), y hasta parece que está ofreciendo sus servicios. 

Para pensar. 

Sobre las declaraciones de D`Elìa:


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La poesía de Turner



La poesía de Turner


Los críticos cometemos persistentemente un error; el de suponer que todo precursor es un visionario y un gran artista. Así, tendemos a buscar antecesores del realismo mágico, de los cubistas, del abstraccionismo. El mérito de esta gente estaría en que se trataría de adelantados a su propio tiempo. Incluso tenemos la mala costumbre de hacer de una obra pobre una obra de arte por el simple hecho de prefigurar alguna vanguardia.

Bueno, yo voy a caer nuevamente en ese error, que es como probar la manzana del paraíso.

Joseph Mallord William Turner—Tarner, para los amigos— es ese pintor ingles vulgarmente recordado por ser un gran paisajista. Tá bien, lo era. Pero tiene sobrados méritos para ser recordado como uno de los mayores profetas de la historia del arte.

Me decidí a escribir sobre Joseph porque no encontré, ni en nuestro idioma ni en el de él, nada relevante sobre el tema. Lo mejor fue toparme con una página que—creer o reventar—muestra la totalidad de sus obras, algunas de las cuales son prácticamente ignoradas.

Comencemos por una semifamosa: Lluvia, vapor y velocidad, de 1844.





Es notable que Turner nos muestre un ferrocarril cuando recién había empezado a existir y contra todas las convenciones del arte de su tiempo. Más aún, nos muestra dos modernísimos viaductos. Normalmente, cuando se quiere recordar las primeras obras de arte que nos muestran trenes, lo primero que viene a la memoria es la serie de La estación de Saint-Lazare, de Monet, muy posterior. También allí vemos máquinas, mucho vapor y un gran interés por la luz. Pero el tren de Turner no está estacionado, circula rápidamente. Sí: es un precursor del futurismo.

Esta genialidad se llama En la boca de la tormenta de nieve, de 1842



La tormenta y las olas se han ganado el protagonismo del cuadro. Sólo un bostezo de vapor, unas paletas y una bandera distinguen al buque en el medio de la boca de la naturaleza embravecida. Todo está en movimiento, como un vórtice que gira en el sentido de las agujas del reloj. Es una pintura absolutamente llena, que ya va camino al abstraccionismo.

Mirad esta joya desconocida. Se llama Las cataratas de Reichenbach (Upper Falls of the Reichenbach)




 Ese rostro que vemos de perfil, de dimensiones faraónicas, oficiando de un muro rocoso, es, sin dudas, un hallazgo del método paranoico-crítico que luego Dalí desarrollará.

Esta pintura es mi favorita, El temerario remolcado a puerto seco, 1839




Pura poesía. Bajo el crepúsculo, la modernidad sin gloria, pero eficiente,  remolca para desguace a un pasado (su pasado) glorioso, pero ya inútil. Se evaporará para siempre luego de este, su último viaje. El vapor, que le fascinaba a Turner, le ha ganado la carrera al viento. Las velas ya han sido plegadas en el viejo buque. Sin embargo, atrás, vemos aún una vieja nave con sus velas a pleno, aunque sabemos que eso no durará mucho. Es más, por la dirección del viento, que sabemos por el humo del vapor, cualquier barco a vela podría tardar una enormidad de tiempo en recalar en puerto. Tan atadas a la naturaleza estaban esas viejas embarcaciones y sus glorias. Sin dudas, el tipo de lectura a que nos obliga esta obra es de una época posterior: una tarea para el  pensamiento, diría Gadamer.

Por supuesto, Joseph William Turner también miró para atrás, sólo para atrás, como en toda una serie de vistas de Roma y Venecia, que recuerdan mucho al  vedutismo de Canaletto. Porque era humano—como yo, que caigo una y otra vez en mis propios errores—. Pero un humano muy adelantado a su tiempo, incluso al nuestro.  
Sin embargo, y a pesar de todo, yo me quedo con su poesía. 

Estudio de la luz solar, Joseph William Turner. ¿Impresionismo?



Enlace estreno:

miércoles, 28 de enero de 2015

Destruir una manzana



                                 Destruir una manzana

Y allí con tu impiedad
Me vi morir de pié
Medí tu vanidad
Y entonces comprendí mi soledad                                           
Cátulo Castillo


Instituto Bernasconi
            Hay varias formas de realzar las bellezas de un edificio. Desde luego, lo fundamental es tener perspectiva, poderlo ver desde cierta distancia, especialmente si se trata de un edificio de grandes dimensiones. También es muy importante la altura en relación a su entorno. (Por ejemplo, la catedral de San Patricio, en Manhattan, mide cien metros, pero junto a ella hay moles de más de doscientos metros que la invisibilizan). Obviamente, su emplazamiento es de capital importancia. Una iglesia como la del Sagrado Corazón, de París, que se encuentra en la cima de una famosa colina, no puede ser ignorada. Otra forma de darle realce a una construcción es que remate una avenida o que se encuentre junto a una plaza, como el Congreso Nacional. O, si no queda nada mejor, que se consagre en la intersección de dos importantes arterias.
            El instituto Bernasconi, de Juan Waldorp , fue alzado en una de las pocas colinas de la ciudad, en el barrio de Parque Patricios. Como muestra la foto de la derecha, al momento de su inauguración, se veía desde sus aulas media Buenos Aires. Aunque está de más aclararlo, la imagen también nos muestra que desde casi cualquier punto de la ciudad podíamos apreciar el hermoso edificio.  
                       Hoy ya no es así. Se encuentra encajonado entre cuatro calles irrelevantes sobre las cuales han construido edificaciones irrespetuosas que perturban la visual.

Concebido hacia 1930, para ser una escuela modelo,  permanece oculto y solitario, de pié pero muerto,  casi como una metáfora del destino que le tocó a la educación nacional. Desconocido por muchos, sólo se enteran de su existencia los que por accidente se alejan tan sólo una cuadra de las avenidas Brasil y Jujuy, que se encuentran a sólo cien metros del Bernasconi, pero que se percibe como un mundo de distancia y de construcciones.

Siendo que la fachada principal del recinto se haya sobre la calle Cátulo Castillo, sería bueno destruir la manzana comprendida entre esa calle, Catamarca, Esteban de Luca y Brasil. Desde esta última avenida se conseguiría una vista impresionante del edificio. Lo merece. 
El Bernasconi al momento de su inauguración, 1930


Vista parcial del teatro del Bernasconi




Pileta. Nótese las columnas dóricas que la enmarcan, dándole un aire de baño romano.


lunes, 26 de enero de 2015

Explicando los chistes de Woody Allen



Explicando los chistes de Woody Allen

          
Jackson Pollock
 

                        Las buenas cosas tienen siempre más de un significado; tienen profundidad, tienen sorpresa. No las podemos agotar inmediatamente. En términos técnicos eso se llama “polisemia”. Polisemia tienen las buenas películas, los buenos libros, y olvidando el aspecto técnico de la palabra,  también las buenas fragancias que nos brinda el mar, la contemplación de una rosa y la mirada del otro.
            Eso que llamamos polisemia es un atributo personal, está en nosotros y habla de quienes somos. Miraba en un bar un capítulo de los Simpson y notaba con horror que yo me reía de una cosa y los otros clientes se reían de otra. Ese, sin dudas, es un mérito de la familia de Lisa. Los que estamos de este lado del televisor, gozando de la serie, somos diversos y eso es fantástico. Pero…
            Hay quienes creen que eso no pasa con los amantes de Woody Allen. Pasa. Y pasa too much 
            Venía de vuelta de las olas junto a un militante del Opus Dei. Los hay. Son híper fanáticos, fundamentalistas, de doctrina implacable… ¡y no tienen vergüenza! También—hay que decirlo—suelen ser gente culta y de diálogo entretenido. Y este, que tenía la ventanilla, era un ejemplar modélico. Treinta años, vigoroso, tranqui, flagelado y cauto, me dio conversación solamente cuando me vio sacar un libro. Conocía al autor. Lo conocía mejor que yo. Di las gracias a dios por el acontecimiento porque Balzac puede llegar a ser insoportable. Se lo dije. Me explicó con lujo de detalle mi ignorancia. Lo agradecí. Yo había leído la mitad del libro y no había entendido un olímpico choto. Cosas que pasan…
            Sin embargo, la lección de mi acompañante me dejaba ciertas dudas. Sin entrar en detalles, eran explicaciones que me remitían a los suplementos culturales de los periódicos. Tengo un excelente olfato para esas cosas y no suelo fallar. Cambiamos de tema. Descubrí que amaba a Beethoven y a los Beatles;  a Leonardo y a Picasso; a Borges y a Cortazar; a Bergman—a pesar de su confusión espiritual—y a Favio—a pesar de todo—. Mario Vargas Llosa era un gran escritor y un gran pensador, todo en uno. Lo más grande del rock nacional era Spinetta y, por supuesto, se reía con Woody Allen.
            Son todos lugares comunes. El tipo era la revista Ñ y el suplemento ADN de La Nación. O, para ser más preciso: decía lo que tenía que decir para ser “culto”, repetía el speech. Era un snob. Tenía un panteón de dioses del arte, todo reconocidos por el mundo de la cultura. Sin embargo, Beethoven escuchaba música popular berreta; Picasso se deleitaba con las máscaras africanas cuando el mundo de la cultura veía esas cosas como objetos mersas; Borges comentaba con pasión películas bastante pobres y siempre dejaba en claro su devoción por autores raritos, como Dino Buzzati—y le bajaba línea a consagrados como García Márquez—; finalmente, Leonardo Favio siempre odio a todo el mundo, el de los libros y el de las alpargatas.
            No es posible que a alguien le guste sólo lo bueno. Si es así, a esa persona le falta personalidad, no tiene sabor, y acaso eso lo deja tranquilo porque se parece a muchos otros. Pero no es él mismo. Hubiera dado la vida por escuchar que le gustaba Beethoven, pero que de tanto en tanto se clavaba un Arjona. Pero no fue el caso. Fue peor. Sobre todo cuando empezó sus alabanzas a Woody Allen, prendiendo cirios y todo.
            El fanático medio de Woody suele sentir, sin saberlo tal vez, su ego agigantado al reír con sus chistes. Es, muchas veces, un narcisista de la cultura fácil. En otras palabras: el chiste puede ser bueno o malo, no importa, se ríe porque lo entendió, porque entendió como un guiño la cultura implícita  en ese humor, humor de gueto intelectual. Poco importa si esa es la intención de Woody Allen—y no la es—. El admirador siente que el admirado le habla al oído, y se regocija, se excita.
            Pero basta con escarbar un poco para notar que no entienden los chistes, o que no los entienden en su debida profundidad. Veamos el primer ejemplo. Este chiste es fácil:

Wagner: Misterioso asesinato en Manhattan

            Basta con saber que Wagner era antisemita y uno de los dos músicos amados por Hitler, que Polonia fue invadida por los nazis, que el genocidio judío fue enorme en ese país y—lo mejor del chiste, que a muchos se les escapa—que Polonia desapareció del mapa varias veces. Si, es fácil, porque un tipo con una cultura media sabe dos o tres de  estas variables y ya con eso basta para reírnos. Es más, Opus Dei entendía todo y se reía de sólo recordarlo. Incluso afloró su antisemitismo, hasta que le recordé una parte del chiste: Allen es judío. Es más, es un chiste muy judío. Dejó de reír.
            El segundo ejemplo me lo dio él:

Pollock: Sueños de un seductor

            Había entendido solo la superficialidad del chiste. No conocía a Jackson Pollock, acaso el más grande artista estadounidense del siglo XX. Cualquiera que haya visto una obra de Pollock sabe que ver en sus cuadros todo lo que dice la señorita es por lo menos raro. Por supuesto, también se está hablando de que el arte está en nosotros—en ella— y no en la tela. La piba ve eso en la tela porque está depre. Vemos según nuestro estado de ánimo, o según nuestro Habitus – Bourdieu dixit—. Pero también está el que nosotros sepamos que Pollock tenía una idea de la vida muy cercana a lo que dice la bella mujer, y por supuesto, que la belleza, para Allen, no está en el cuadro sino en la muchacha, que dicho sea, internamente es un horror. Opus había entendido la parte obvia. Pero—le expliqué— Woody nunca haría un chiste tan simplón sin segundas lecturas.
            Para aleccionarlo le expliqué este chiste, que es de una complejidad alarmante:

MacLuhan: Annie Hall

             Lo obvio lo vamos a obviar. Es brillante.  MacLuhan es ese señor que criticando los medios masivos de comunicación se había convertido él mismo en un personaje mediático. Más aún: fue en su tiempo una estrella del firmamento cultural, al punto de que todo snob que se preciara de tal tenía el deber de haberlo leído, –  y lo mismo valía para las películas de Fellini—. Es por eso que el hecho de que aparezca “explícitamente” en esta escena es una idea genial. Una idea que cualquier snob de aquellos tiempos hubiera entendido. Pero mi acompañante no conocía a Marshall MacLuhan.

Entonces me encontré con una paradoja: le estaba explicando los chistes de Woody a uno de sus fanáticos. Y, créanme, a mi no me gusta Woody Allen.

miércoles, 21 de enero de 2015

1984



                                                                                          1984

Durante 2008, en un contexto doméstico muy delicado, donde se decía desde muchos medios que Cristina estaba por caer, se fue instalando la lectura negligente o malintencionada de un gran libro, 1984. Clarín y La Nación, recurrían a la genial obra de Orwell para aleccionar a sus lectores. Según esa interpretación, que ninguno que haya leído el libro seriamente suscribiría, la novela nos hablaría del totalitarismo, de la censura y de la manipulación de un gobierno, que bien podría ser el de los K.

Una cosa es interpretar mal un texto y otra cosa es tener mala fe (o directamente no saber leer) La novela es una brillante invectiva contra los medios masivos y hegemónicos de comunicación, y eso es lo que hizo grande la obra. Además, está clarísimo que, cuando el protagonista se acerca al poder, ve que no hay ninguna persona que lo detente, ve que el poder no tiene rostro. (Es un poco como cuando Foucault nos dice que el poder circula y que no está en este o en aquel individuo.) Otra: en la novela  no queda claro si la memoria popular  podría llegar a exitir. Por momentos se presenta a la población como desmemoriada, como un conjunto bastante homogéneo de imbéciles contentos con su destino de esclavitud, deseosos de evitar los problemas y enemigos de todo razonamiento, que sólo desea abrazar una causa, una bandera, máxime si eso implica la loca defensa de una guerra. Por otra parte, se sabe: Orwell fue periodista, estuvo en la guerra civil española, recibió un disparo, y fue un agente del imperialismo británico en la India, donde había nacido.
Quizás la biografía personal de un autor no tenga necesariamente que ver con la interpretación que nosotros le podemos dar a su obra. Pero leed Matar un elefante, un texto que escribió sobre su actividad periodística y política en Birmania, una breve pieza autobiográfica que considero una obra maestra. (Lo dejo al final como link).
Lo interesante de Clarín y La Nación es que instalaron una interpretación aberrante de 1984 que miles de personas creen ciegamente sin leer el libro (o que lo leen ya sabiendo lo que tienen que entender). Es una paradoja maravillosa, ¡porque parece ser un capítulo más del mismo libro!
Una lectura sesgada y malintencionada de 1984 es lamentable. Pero peor es notar que los mismos agentes que se proclaman en defensores de la novela, terminan por ser los mejores ejemplos de porqué Orwell sigue teniendo razón.

Matar un elefante:

Algunos links:

domingo, 18 de enero de 2015

Un Fernández

(Historia de una pintura)

               
Sin título. Adrián Fernández. Colección privada

                           Éramos diez en un dos ambientes. El propietario era Adrián Fernández. Solía pasar en esa época—finales del siglo pasado, sin celu  —que las reuniones se hacían de forma espontánea, y no sabías con quienes ibas a terminar, aunque yo sabía que tenía que ir a lo de Adrián.  Esa casa de Constitución estaba llena de libros, discos, películas y pinturas. Lo extraño es que él padecía tener tantas cosas. Su sueño era una Internet que  suministre con un clic  todos los textos, todos los films, toda la música y todas las obras de arte. Proclamaba que pronto la tecnología haría posible semejante prodigio y los años le dieron la razón. Era, en cierto modo, un acaparador, pero llegaba un punto en el cual  se quería desembarazar de todo, y lo que sobraba o iba a la basura o iba como regalo. Así recibí libros, vinilos y ¡hasta parte de la vajilla! Daba la sensación de que nunca te ibas con las manos vacías. Sí: a Adrian lo único que no le molestaba de su casa era que sobrara gente.
                Esa noche nos mostró varios de sus cuadros. Se los quería sacar de encima. Yo elegí primero, sin dudar. Me llevé el que abre este artículo, que ni nombre tenía. Ya se lo había celebrado oportunamente. Incluso recordaba una anécdota: un profesional de la bajada de línea, puesto a elegir entre varias de sus obras, se lo había rechazado sin mucha explicación: “Esta no”, dijo, antes de dar vuelta la pintura y ponerla de penitencia contra la pared. Los otros se llevaron lo que quedaba, y los últimos, como todos los que dudan en exceso, se llevaron lo que pudieron.
                Aún recuerdo algunas de las pinturas que donó esa noche. Una de ellas era un retrato de Roland Topor que hizo en base a una fotografía. Yo sabía que en el mundo de mi amigo estaba por entonces ese loco lindo de Topor. Lo leía, lo releía y—por supuesto—se recreaba en sus cuadros. De hecho la mayoría de su producción estaba toporizada, y nada raro debería haber en eso. Es más, no mucho después yo mismo escribí el prólogo a uno de los libros de Adrian, La luz en la cuchara, que también corre en el mismo sentido.
                Ayer vi el cuadro que cierra este artículo. Lo encontré navegando con el mouse. Es de Roland Topor, y la semejanza con el de Adrian es evidente.  Por supuesto, tomé el celu y lo llamé con prontitud. No lo conocía. Me lo explicó así. “Ese cuadro no lo podría haber visto nunca. Por entonces solo quedaba pagar fortunas para ver una cantidad muy limitada de reproducciones, y las recuerdo a todas. Mandame un mail ya mismo así lo veo.” Y eso hice.

                Adrian estaba tan aliado a Roland Topor que hasta se diría que compartían el mismo universo y , de alguna manera, aunque Fernández nos hable de muerte y su modelo de reproducción,  podemos sospechar que Topor no ha muerto y que persiste en seguir produciendo desde un rinconcito de Santos Lugares, a donde fueron a parar las pocas cosas que le dejamos a Adrián. 

Sin título. Roland Topor. Colección privada.



viernes, 16 de enero de 2015

El martirio de los hermanos



El martirio de los hermanos

                         
Cosme y  Damián fueron hermanos. Eran médicos itinerantes que iban salvando la salud de los más desposeídos. No cobraban por sus servicios, bajo el pretexto de que cobrarle a un pobre por su salud era como cambiar un mal por otro. Nos llega que obraron un milagro. A un hombre blanco le cortaron una pierna irrecuperable. Justo en esa comarca había muerto un negro. Los hermanos le cortaron la pierna al negro para que el hombre blanco pudiera caminar, lo cual consiguieron con éxito.  La fama de Cosme y de Damián, que caminaban juntos como las piernas blanca y negra del aludido, creció dentro de los límites del Imperio Romano y más allá también.
Un día cayeron en manos de Diocleciano, el emperador que odiaba a los cristianos. Como escarmiento, los mandó a flagelar hasta morir. Como esto no dio efecto, los prendió fuego, sin mayores resultados. Finalmente, deseoso de verlos muertos, los decapitó, esta vez con éxito.
Se dice que la dificultad de morir de estos mártires radicaba en la fe, pero también en el buen cuidado de la salud que procuraron a lo largo de sus vidas. También cuentan que la cabeza de Damián fue pateada como una pelota por Diocleciano, hasta que fue a dar con el cuerpo de un negro recién decapitado, que se incorporó, con su nueva cabeza blanca, para horror de los presentes. Sin embargo, Damián se dejó morir de hambre porque no pudo soportar la ausencia de su hermano, con quien creció, trabajó y sufrió el martirio.
Una versión más verosímil nos dice que el martirio sólo fue sufrido por Cosme.  Agregan que la espada que terminó con su vida fue manipulada por un esclavo cristiano que se llevó la cabeza  de pueblo en pueblo hasta dar con la puerta de Damián, que permanecía oculto del emperador. Damián le dio unas monedas como retribución y le pidió que se lleve la cabeza.

                Nota:   La historia de San Cosme y San Damián—que en líneas generales reproduzco en los 2 primero párrafos y distorsiono en los 2 últimos—, nos habla de la hermandad, del amor entre las "razas", de  la medicina, de la fe, etc. Es una verdadera pena que estas historias cristianas estén ninguneadas por un sector de la enseñanza que confunde la historia de los santos con la catequesis. ¿Acaso no enseñamos a Homero o a Hesíodo sin creer en Zeus o en Cronos? ¿Acaso podemos entender la historia del arte occidental sin ser un poco cristianos, aunque más no sea por un ratito? 

Fra Angelico. Martirio de San Cosme y San Damián.

               

lunes, 12 de enero de 2015

La parábola de dios y los incompetentes (Cuento)



La parábola de dios y los incompetentes  (Cuento)


           
                         Dicen que a las puertas del cielo nos espera San Pedro, con las llaves y con la decisión de abrir o cerrar. Esto es desde todo punto de vista falso. Dios nos recibe en persona, sin intermediarios, en un entorno que maravilla por sus bellezas. Nos hace una pequeña entrevista. Da gran confianza. Es un amigo que nos recibe con los brazos abiertos. Nosotros tenemos las llaves en esta vida para saber corresponder — o no—  a su inconmensurable amistad y a su inmensa sabiduría.
            Ayer se presentaron tres personas recién muertas. La primera—vaya a saber por qué— confesó que trabajaba de oficinista en una financiera. Dios le preguntó si esa tarea le gustaba. Dijo que no, que de saberlo hubiera aprovechado su tiempo de vida para otra cosa. “Qué tristeza” dijeron los otros. “Qué tristeza”, dijo dios.
            Sin mediar comentarios le preguntó al segundo de qué trabajaba cuando el corazón le latía. Este dijo que se desempeñaba como docente. “Qué bien”, dijeron los otros dos. “Qué bien”, dijo dios. Entonces el oficinista reconoció en él a su maestro y el tercero de los mortales dijo, “qué tristeza”. Y dios dijo, “qué tristeza”.
            Entonces el Todopoderoso le preguntó a este último que tanta tristeza veía en los otros. Trabajaba de doctor. “Qué bien”, manifestaron sus acompañantes. “Qué bien”, manifestó dios. Pero los otros se dieron cuenta de que fue él quien había operado con éxito sus cuerpos, prolongándoles una vida de trabajos inútiles. “Qué tristeza” dijeron los muertos. “Qué tristeza”, cerró dios.
            Y el Señor le preguntó a uno que recién llegaba. Este era sepulturero. Los otros pensaron con envidia que sin lugar a dudas era la única profesión realmente imprescindible y respetable; más aún,  habiendo visto las maravillas del cielo, la juzgaron la mejor de todas las profesiones. “Qué bien”, dijeron todos. “Qué bien”, se sumó el Señor. Sin embargo confesó que la tarea le desagradaba, y reconoció en los otros a tres de entre miles que le dieron trabajo. “Qué tristeza”, manifestaron los que no fueron felices en sus labores. “Qué tristeza”, remató el dador de vida.
            Entonces todos a coro le preguntaron a dios por qué se había dado a la innoble tarea de crear el mundo; por qué se había dado a la terca faena de hacer latir los corazones; para qué había inventado el maldito deseo de darle un sentido a la existencia. Es más, en el colmo del descaro, le preguntaron para qué había creado la muerte.  Dios vaciló y luego dijo con sinceridad: “Para tener un trabajo que hacer”. Y “¡Qué tristeza!”, “¡Qué tristeza!”,  se escuchó en el cielo. 
                  Yo, San Pedro, todavía me pregunto qué estoy haciendo acá.

viernes, 9 de enero de 2015

Quemando libros, pinturas y personas



Quemando libros, pinturas y personas
           

                    Es un lugar común recordar los altruistas y ejemplares actos de los artistas. Goya denuncia con El 3 de mayo de 1808 a las fuerzas invasoras de Napoleón, Picasso pinta el Guernica para concientizar. Y cuanto más nos acercamos a nuestro tiempo más abundan los ejemplos de gente copada que se ha dedicado al pincel, creando un ambiente en el que los artistas dejan de ser humanos y pasan a ser idealizados, intachables, buena gente.
Por supuesto, esto es falso, y la historia abunda en ejemplos de notables artistas que se dedicaron a lo peor de lo peor, y que por supuesto, no por ello dejaron de ser grandes.
Me voy a referir, en primer término a Pedro Berruguete. Más o menos para la época en que Colón nos descubría, pinta esta joyita. Se llama Auto de Fe. Mírenla y después seguimos hablando…

 
Berruguete. Auto de fe


Preside el evento, Santo Domingo de Guzmán, con capa negra, sobre una tribuna desmontable,  como que rápidamente saldrá hacia otros horizontes para seguir quemando. Justo debajo de él vemos a un tipo con la cabeza caída, durmiendo. Al pié de las escaleras está Raimundo, un hereje, que recibe la buena noticia: no entrará en combustión, se ha arrepentido, motivo por el cual se descubre la cabeza y tiene el bonete entre las manos. En primer término hay dos que esperan la purificación de las llamas, mientras un aburrido personaje secundario los tiene sujetos por una cuerda que los sostiene por el cuello. Otros dos están siendo quemados mientras, bajo las gradas, el pueblo presencia el dantesco espectáculo. ¿Y por qué están bajo las gradas? Bueno, de la misma manera que los ordenados están bajo un toldo: el sol no afloja y hace un calor espantoso.[1]
Al mostrarnos esto, Berruguete no nos quiere hablar de la indiferencia del hombre por el hombre. Tampoco nos quiere mostrar que quemar gente era algo tan habitual que daba para dormirse. Nosotros podemos ver todo eso, pero don Pedro simplemente pintó  la escena como se la imaginó y como la habrá visto, exculpando a los que prendieron el fuego, pero condenando a los que son incinerados. Si hay una lección moral en el cuadro—y la hay—es muy diferente a lo que esperaríamos en el siglo XXI.  Berruguete era un hijo de su época, no un hijo de puta.
Lo mismo podemos decir de Prueba de fuego. Esta pintura nos cuenta una historia maravillosa. Santo Domingo puso a prueba a unos infieles en Egipto. Les dijo: “Dadme el Corán y yo lo someteré a las llamas junto a la Santísima Biblia. Si alguno de los libros no se quemaran será prueba de fe verdadera”. Y procediendo de esta manera, como vemos en el cuadro, puso en evidencia que mientras el Corán se quemaba horriblemente, la Biblia flotaba.
Berruguete. Prueba de fuego
Esta no es la única pintura de Berruguete sobre quema de libros, pero es la que más me gusta. Ese libro flotando, con las páginas abiertas, es realmente una anticipación del surrealismo. ¿Lo habrá visto Magritte?
Don Pedro sólo nos transmite los Juicios de Dios, que consistía en ver si una persona, un libro o un objeto cualquiera pasaban la prueba del fuego. No sabemos de ninguna persona que haya pasado el examen, ni siquiera con un 4, un poco chamuscadito. Sin embargo, el pintor ha pasado la prueba de la historia, sin ninguna duda.
Pero todos los ejemplos sobre artistas amigos de las hogueras empalidecen cuando recuerdo el ejemplo impar de Sandro Botticelli. La historia es conocida, aunque se la suele omitir por pudor. Savonarola se hizo fuerte en Florencia criticando al pontífice y a los artistas que consagraban obras con temas paganos. Además, pidió seriedad y circunspección a los habitantes, dándole realce a la amargura. El pintor, que era su fiel seguidor,  dejó de reír. Más aún,  cuando el moje armó la enorme pira en el centro de Florencia para quemar vanidades, Botticelli fue el primero que concurrió con sus pinturas bajo el brazo, deseoso de ver hechas cenizas sus propias obras. 
          Pronto Savonarola caería bajo las garras del papado. Lo quemaron el 23 de mayo de 1498. Botticelli volvió a pintar sobre temas paganos y religiosos,  muy del gusto del Vaticano.

Algunos enlaces:







[1] El dorado del fondo es típico de la pintura de la época y no corresponde a nubes.

jueves, 8 de enero de 2015

El Mundo diplomático es francés





El Mundo diplomático es francés

              
  En el Le monde Diplomatique de este mes  hay algo de  unos tales Kaplan y  Kianfar. Se llama Google y el dominio lingüístico. Usan muchas palabras para decir algo sabido: el traductor de ese buscador traduce de un idioma a otro, pero siempre pasando por el inglés, lo cual distorsiona el resultado. De modo que si usted busca la traducción del español al francés, aunque no lo vea, esa traducción va a estar mediada por el Inglés.
                Hacia el final los autores nos ilustran: “se pone en marcha a escala mundial una red de cadenas de traducción que funciona con referencia  a varios idiomas intermedios”. Muy bien. ¿Pero en qué idioma escriben los autores estos? En italiano. No se dice en ninguna parte pero se deduce al leer el texto. Al final del mismo hay unas letras muy chiquitas que rezan; Traducción: Bárbara Poey Sowerby. Sin embargo, ¿qué tradujo Bárbara? Respuesta: del francés al español. ¿Por qué? Porque Le Monde está escrito originalmente en Francés. O sea: el artículo se escribió en italiano, se tradujo al francés y de este al español. ¿Y quién es el ignorado que tradujo al idioma de Cervantes la traducción gala? ¿Google? Interesante acertijo.
                Así, en esta cadena de traducciones falta un eslabón, que por cierto Le Monde omite con cálculo.  Salvo las páginas consagradas a nuestro país— que leemos sólo nosotros— todo en esta revista está mediada por el francés, por la cultura francesa, por la mentalidad francesa. Es por eso que aparecen constantemente  los problemas de Senegal, República Centro Africana  o Camerún, sus ex colonias. (Y le digo un secreto: los artículos que usted lee sobre Evo Morales o Maduro, rara vez aparecen en la edición francesa.)[1]
                Ayer un grupo de musulmanes ingresó a un edificio francés y mató a varios. Condeno este hecho. Pero estoy esperando con ansiedad la edición del mes de febrero, que nos va a adoctrinar a los latinos como debemos pensar el asunto.[2]  

NOTA: Escribí hace muchos años un artículo  parecido al de estos tipos, pero que trataba sobre traducciones de libros. Aunque debo reconocer que el mío es muy superior, el de Kaplan y Kianfar  tiene el discutible mérito de llegar a todo el mundo.

Mi viejo escrito:





[1] Recientemente la revista buscaba nuevo escritor. Tenía que ser argentino. ¿Condición Sine Qua non? Que sepa leer y escribir francés a la perfección.
[2] Y no me olvido que “Latinoamérica”, no casualmente,  es una palabra que inventaron ellos, en el XIX, con clara intención imperialista.