(Historia de una pintura)
Sin título. Adrián Fernández. Colección privada |
Éramos diez en un dos ambientes.
El propietario era Adrián Fernández. Solía pasar en esa época—finales del siglo
pasado, sin celu —que las reuniones se
hacían de forma espontánea, y no sabías con quienes ibas a terminar, aunque yo
sabía que tenía que ir a lo de Adrián.
Esa casa de Constitución estaba llena de libros, discos, películas y
pinturas. Lo extraño es que él padecía tener tantas cosas. Su sueño era una
Internet que suministre con un clic todos los textos, todos los films, toda la
música y todas las obras de arte. Proclamaba que pronto la tecnología
haría posible semejante prodigio y los años le dieron la razón. Era, en cierto
modo, un acaparador, pero llegaba un punto en el cual se quería desembarazar de todo, y lo que
sobraba o iba a la basura o iba como regalo. Así recibí libros, vinilos y
¡hasta parte de la vajilla! Daba la sensación de que nunca te ibas con las
manos vacías. Sí: a Adrian lo único que no le molestaba de su casa era que
sobrara gente.
Esa noche nos mostró varios de
sus cuadros. Se los quería sacar de encima. Yo elegí primero, sin dudar. Me
llevé el que abre este artículo, que ni nombre tenía. Ya se lo
había celebrado oportunamente. Incluso recordaba una anécdota: un profesional
de la bajada de línea, puesto a elegir entre varias de sus obras, se lo había
rechazado sin mucha explicación: “Esta no”, dijo, antes de dar vuelta la
pintura y ponerla de penitencia contra la pared. Los otros se llevaron lo que
quedaba, y los últimos, como todos los que dudan en exceso, se llevaron lo que
pudieron.
Aún recuerdo algunas de las pinturas que donó esa noche. Una de ellas era un retrato de Roland Topor que
hizo en base a una fotografía. Yo sabía que en el mundo de mi amigo estaba por
entonces ese loco lindo de Topor. Lo leía, lo releía y—por supuesto—se recreaba
en sus cuadros. De hecho la mayoría de su producción estaba toporizada, y nada
raro debería haber en eso. Es más, no mucho después yo mismo escribí el prólogo
a uno de los libros de Adrian, La luz en
la cuchara, que también corre en el mismo sentido.
Ayer vi el cuadro que cierra
este artículo. Lo encontré navegando con el mouse. Es de Roland Topor, y la
semejanza con el de Adrian es evidente.
Por supuesto, tomé el celu y lo llamé con prontitud. No lo conocía. Me
lo explicó así. “Ese cuadro no lo podría haber visto nunca. Por entonces solo
quedaba pagar fortunas para ver una cantidad muy limitada de reproducciones, y
las recuerdo a todas. Mandame un mail ya mismo así lo veo.” Y eso hice.
Adrian estaba tan aliado a Roland Topor que hasta se diría que compartían el mismo universo y , de alguna manera, aunque Fernández nos hable de muerte y su modelo de reproducción, podemos sospechar que Topor no ha muerto y que
persiste en seguir produciendo desde un rinconcito de Santos Lugares, a donde
fueron a parar las pocas cosas que le dejamos a Adrián.
Sin título. Roland Topor. Colección privada. |
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