martes, 6 de enero de 2015

Donde está la persona



Donde está la persona

            Sabemos que la obra de arte es independiente del artista. La obra tiene vida propia, como un hijo o una mascota. A lo largo de las épocas puede adoptar diferentes significados. Más aún, al momento en que cada uno de nosotros tenemos una experiencia estética multiplicamos ad infinitum los significados que puede asumir la obra, y la obra termina estallando en infinidad de interpretaciones. Pero la obra, materialmente, sigue idéntica a sí misma, acaso un poco más viejita, tal vez un poco más deteriorada, y en casos extremos directamente irreconocible, muerta, pero siempre independiente.
El artista es la causa eficiente de la obra, el que la consagra, la esculpe, la pinta, la brinda.  En los mejores casos es  un médium que interactúa con fantasmas que están del otro lado, en la cara oculta de las estrellas más luminosas. Es el que trabaja con muñecos, pinchándolos con pinceles y plumas. El que trabaja con y por nosotros.  Un altruista. Un mecenas del alma.
Pero cual es esa persona que permanece eclipsada tras la obra. Es imposible saberlo. Directamente sólo tenemos trato con las obras y los prejuicios. Leonardo, en nuestras mentes,  ya está pasado por el tamiz de la genialidad. Sus soretes, concluimos, debieron de ser geniales. Su discípulo, Salai, se nos ocurre digno, noble, precioso, aunque haya dado a la posteridad un engendro horripilante como la Monna Vanna.
Pero, no obstante, nos fascinamos cuando asoma la persona, como en la Alegoría del día, de Miguel Ángel. Nos fascina. Ese rostro está inacabado.  Hay quienes quieren que ese es el rostro del dios Sol, ese mismo al que le cantaron los egipcios y Pity Álvarez. Otros conjeturan, idealistas, que sería, en el fondo, una alegoría del fuego, de los deseos de libertad, de la ira desatada, de la venganza. En general se trataría de alegorías de cosas que comúnmente vinculamos con aspectos negativos. Pero, lo cierto es que está inacabado. Interesante creer en esas confabulaciones de la crítica, pero no me llenan. 
Me sumo a aquellos que consideran ese rostro inconcluso como lo más fascinante de la obra. Arriesgan algunos que hay un mensaje en ese inacabado. Vaya uno a saber. Pero la verdad es que vislumbro en ese rostro que no llega a serlo al artista y, con un poco de esfuerzo, a la persona. Está aquí, sin dudas, la huella del artista, la impronta del escultor. Miguel Ángel revive ante nuestros ojos. Esforzandonos revive como persona, como si aún trabajara la materia. Hemos llegado al ser humano de carne y hueso.
            Lo mismo podemos decir de Jackson Pollok. El capo caminaba sobre los lienzos y dejaba su huella, literalmente. En algunas de sus telas incluso podemos percibir el derrotero, el itinerario que siguió, o sigue, porque aún parece que está trabajando, en trance, dejándose llevar por los espíritus que lo han hechizado, danzando, como un verdadero médium.
Sin embargo, desde hace un tiempo hemos hallado la forma más idónea de llegar a las personas: los famosos “arrepentimientos”.  Hoy, por mediación de divinos rayos x y de toda una parafernalia de tecnología que nuestros ancestros nunca sospecharon, desnudamos las telas y vemos el proceso creador del artista y las dudas inocultables de la persona. Por dar sólo un ejemplo: sabemos, incuestionablemente, que Velázquez  concibió muchas veces La rendición de Breda. Pensó banderas donde hoy vemos las famosas lanzas; dibujó los dos brazos sobre los hombros del perdedor; puso al caballo que está en primer término mirando de frente al espectador; cambió el paisaje sutil del fondo innumerables veces. Porque los arrepentimientos nos revelan las dudas y los desaciertos de Velázquez, donde habitó—y habita— la persona. Porque sí, fue humano. Y también otras cosas. 


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