Donde está la persona
Sabemos
que la obra de arte es independiente del artista. La obra tiene vida propia,
como un hijo o una mascota. A lo largo de las épocas puede adoptar diferentes
significados. Más aún, al momento en que cada uno de nosotros tenemos una
experiencia estética multiplicamos ad infinitum los significados que puede
asumir la obra, y la obra termina estallando en infinidad de interpretaciones.
Pero la obra, materialmente, sigue idéntica a sí misma, acaso un poco más
viejita, tal vez un poco más deteriorada, y en casos extremos directamente
irreconocible, muerta, pero siempre independiente.
El artista es la causa eficiente de
la obra, el que la consagra, la esculpe, la pinta, la brinda. En los mejores casos es un médium
que interactúa con fantasmas que están del otro lado, en la cara oculta de las
estrellas más luminosas. Es el que trabaja con muñecos, pinchándolos con
pinceles y plumas. El que trabaja con
y por nosotros. Un altruista. Un mecenas del alma.
Pero cual es esa persona que
permanece eclipsada tras la obra. Es imposible saberlo. Directamente sólo
tenemos trato con las obras y los prejuicios. Leonardo, en nuestras mentes, ya está pasado por el tamiz de la genialidad.
Sus soretes, concluimos, debieron de ser geniales. Su discípulo, Salai, se nos
ocurre digno, noble, precioso, aunque haya dado a la posteridad un engendro
horripilante como la Monna Vanna.
Pero, no obstante, nos fascinamos
cuando asoma la persona, como en la
Alegoría del día, de Miguel Ángel. Nos fascina. Ese rostro
está inacabado. Hay quienes quieren que ese es el rostro del dios
Sol, ese mismo al que le cantaron los egipcios y Pity Álvarez. Otros
conjeturan, idealistas, que sería, en el fondo, una alegoría del fuego, de
los deseos de libertad, de la ira desatada, de la venganza. En general se
trataría de alegorías de cosas que comúnmente vinculamos con aspectos negativos.
Pero, lo cierto es que está inacabado. Interesante creer en esas confabulaciones de la crítica, pero no me llenan.
Me sumo a aquellos que consideran
ese rostro inconcluso como lo más fascinante de la obra. Arriesgan algunos que
hay un mensaje en ese inacabado. Vaya uno a saber. Pero la verdad es que vislumbro
en ese rostro que no llega a serlo al artista y, con un poco de esfuerzo, a la persona. Está aquí, sin dudas, la huella
del artista, la impronta del escultor. Miguel Ángel revive ante nuestros ojos. Esforzandonos revive como persona, como si aún trabajara la materia. Hemos
llegado al ser humano de carne y hueso.
Lo mismo podemos decir de Jackson
Pollok. El capo caminaba sobre los lienzos y dejaba su huella, literalmente. En
algunas de sus telas incluso podemos percibir el derrotero, el itinerario que
siguió, o sigue, porque aún parece que está trabajando, en trance, dejándose
llevar por los espíritus que lo han hechizado, danzando, como un verdadero médium.
Sin embargo, desde hace un tiempo
hemos hallado la forma más idónea de llegar a las personas: los famosos “arrepentimientos”.
Hoy, por mediación de divinos rayos x y de
toda una parafernalia de tecnología que nuestros ancestros nunca sospecharon, desnudamos las telas y vemos el proceso creador del artista y las
dudas inocultables de la persona. Por dar sólo un ejemplo: sabemos,
incuestionablemente, que Velázquez concibió
muchas veces La rendición de Breda. Pensó
banderas donde hoy vemos las famosas lanzas; dibujó los dos brazos sobre los
hombros del perdedor; puso al caballo que está en primer término mirando de
frente al espectador; cambió el paisaje sutil del fondo innumerables veces. Porque
los arrepentimientos nos revelan las dudas y los desaciertos de Velázquez,
donde habitó—y habita— la persona. Porque sí, fue humano. Y también otras cosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario