sábado, 27 de agosto de 2016

Ajedrez ciego entre Borges y Kafka

Hace tiempo que vengo estudiando a Borges y me cruzo con libros y descubrimientos inverosímiles. Pero ninguno más inverosímil que el libro de Benito López Esnaola, intitulado Ajedrez a la Ciega, que me pude procurar después de buscar una aguja en un pajar. Pero inverosímil es poco. Tan es así que me veo empujado a decir algo.

Esnaola escribe sabedor de que muchos lo leerán por curiosidad y abunda en anécdotas, explicaciones y disparates para mejor vender el libro. En realidad son cosas de sentido común que uno no se ha puesto jamás a pensar. Conocía que hay gente que puede jugar al ajedrez sin el tablero, o sea, a ciegas. Aunque parezca una perogrullada decirlo, ese jugador debe conseguir un rival, y no es tarea fácil. La persona en cuestión debe ser lisa y llanamente un campeón de las matemáticas y las geometrías. Pero desconocía que desde hace más de cien años se realizan torneos, que esos torneos tienen que ser cara a cara para que ninguno de los dos haga trampa y un sinfín de cosas que son realmente inconcebibles…

¿Cómo debe ser el empleo del tiempo?  En otro texto, que se llama Tiempo al tiempo. La historia del reloj de ajedrez,  se narra como las partidas del siglo XIX no tenían techo temporal. Los jugadores solían ganar por cansancio. Hubo jornadas enteras para una sola partida. Un tal Williams, conocedor del mal carácter de un tal Stauton, le ganó una partida oficial demorando dos horas y media las jugadas. En esa época solía pasar que X sabía que Y tenía un compromiso a las seis de la tarde y entonces dilataba su tiempo de movida indefinidamente, o casi, digamos, hasta las seis.  Y, claro, ganaba, Fue entonces cuando se pensó en el reloj.  

Los relojes se fueron imponiendo progresivamente, pero quienes jugaban a ciegas, por un inexplicable código de honor— aseguran que no hacen trampa porque es una forma de burlarse de la inteligencia del otro— continuaron batiéndose con todo el tiempo del mundo. Si se difiere mucho una movida, puede quedar la duda de si el jugador que tiene que mover sabe realmente dónde están las fichas, y como nadie quiere pasar por tonto, las partidas tienen una duración razonable. 

Sin embargo, hay quienes tienen un tablero, con fichas y todo: son los jueces, que literalmente ven en la mente de los deportistas. El código de honor es tan estricto que, de haber un error en un participante, —por ejemplo, si el juez, o peor, el adversario,  le tiene que decir que tal ficha no puede desplazarse en esa dirección porque hay un peón en el medio—, ese error es sentido como una imputación moral por el jugador: es como si rebajaran su inteligencia al nivel de un gusano. Su adversario, incluso perdiendo la partida, de alguna manera ya es el triunfador.

Como dijimos, el único tablero lo tiene el juez. Pero ¿qué hay del público? Bueno, por empezar hay que aclarar que hay público, y que el público tampoco puede ver el tablero, al menos en los años 40, cuando Esnaola describe una época de auge de este desconcertante deporte. Se le pedía al público el más estricto silencio, más o menos como en el tenis, y es sabido que todos los presentes, de una u otra manera, estaban practicando esta noble variante del ajedrez, así que el mismo público estaba interesado en mantener el silencio, que debió de ser sepulcral. Por supuesto, estaban en el recinto, pero no necesariamente mirando a los competidores, sino, mayormente, mirando para otro lado. De alguna manera, no sólo no había tablero, sino tampoco jugadores, ni espectadores (del latin spectator; el que mira). Si uno entraba y no era del palo (y esto no pasaba nunca)  podía confundir a un jugador con el mozo.

El autor habla de serios problemas de honor, así como de peleas. Aunque no nos habla de duelos, es fácil inferirlos. ¡ Imaginaos que lo que no se dio por la buenas, sobre un tablero, que no existe, se da por las malas, entre espadas o floretes, que son muy  reales!

Entonces, sin tableros ni piezas, sin relojes ni tiempo, sólo con los laberintos mentales que edifican las jugadas…  

El libro de Esnaola es, como se deja ver,  más kafkiano que borgiano. Un capítulo aparte merecen las instrucciones de Esnaola para domesticar la memoria. ¨Idealmente usted debe leer el libro sin ayuda de los gráficos¨, aconseja. Pero resulta que el libro, salvo el anecdotario para curiosos, es una sucesión interminable de gráficos.  Al final, ni el libro existe.



Lo muy poco que se puede leer en la web del libro de Esnaola:


Historia del reloj de Ajedrez:




Mis amigos del futuro

           
Hacia los siglos I y II,  los habitantes del norte de Egipto, algunos de ellos cristianos, tenían un hábito extraño. Se hacían retratar y luego colgaban la pintura en la pared por el resto de sus días. Al morir se los momificaba y luego se los enterraba con el retrato sobre la cara. Parece ser que la momificación se había abaratado mucho y se la hacía con menor cuidado, pero de modo más democrático, y que más que menos cualquier burócrata o comerciante podía costearse una buena momificación y una buena pintura.

           Los retratos de El Fayum no son cualquier cosa: son las imagenes más fidedignas de seres humanos que vivieron hace dos milenios. Vemos esos retratos y, literalmente, reviven, están de vuelta. Tienen, entendemos, una fidelidad tal a los seres originales que portaron esos rostros que asustan, conmueven, dan ternura. Puede ser que ellos mismos, ya pelados y gordos, no se hayan reconocido a sí mismos al momento de partir. Pero ese momento de sus vidas en que fueron retratados llegó hasta mí con una pureza de HD.


             Me inquieta saber que se murieron hace tanto, me alecciona, de alguna manera en sus sonrisas me quedo tranquilo. Son mis amigos y consejeros. Gente de la zona de Alejandría, con su biblioteca y sus altas especulaciones: tal vez la zona más intelectual del mundo antiguo. Siento que nadie los defiende. Y es por eso que quiero aclarar algunas cosas que leí sobre ellos y  que me sublevan las pelotas.  

Uno de los disparates más recurrentes a la hora de hablar de estos retratos tan vívidos está en considerarlos un sincretismo, esto es, una mezcla de culturas: momias  egipcias, retratos romanos, culto funerario greco-cristiano donde asoma la idea de inmortalidad personal democrática, con influencias de oriente medio, bla bla, bla. Paremos de joder con esta idea eurocéntrica, grecocéntrica o cristianocéntrica que ignora la historia de Egipto, justamente de Egipto. A nadie se le ocurriría decir que las obras de Virgilio son un sincretismo grecoromano o que el Renacimiento es un sincretismo gótico-bizantino.  En fin de cuentas, toda cultura es sincrética, pero si usted pone en una licuadora a un tano, una gallega, un judio y un qom no le va a salir un argentino,  aunque probablemente el resultado continúe siendo judío, un judio un tanto desteñido. Bueno, con los egipcios pasa como con los judios: entre Keops y estos retratos median 2.500 años, pero las momias y el carozo de esa cultura continúa siendo la misma, porque es un pueblo que reprodujo de una manera admirable su cultura. Desde Cesar, que se encariñó de Cleopatra, hasta Napoleón, que fue a meterles bala, siempre hubo admiración de occidente por Egipto, y eso no fue recíproco.

Por otro lado, los retratos son un caso ejemplar de crisol de razas, (y este puede ser, creo, un motivo que dispara la idea del sincretismo). La variedad de colores en las pieles y la diversidad de rasgos son enormes. Parece ser que la sociedad acomodada y no tan acomodada del norte de Egipto de hace dos mil años era sumamente heterogenia y que los casamientos cruzados eran habituales. Eran épocas en las cuales el concepto de ¨nación¨ pasaba principalmente por la lengua y la cultura heredada. Es muy probable que todos los retratados hablaran el copto y/o el griego, (e incluso el latín, que desde el punto de vista cultural era una lengua absolutamente menor).

Otra cosa que indigna es que cada vez que se habla de la historia de los retratos se suelen omitir a los retratos de El Fayum.  Es más, podemos considerar que entre ellos se puede contabilizar el primer autorretrato de la historia, porque es dable pensar que alguno de los autores también se haya querido procurar un retrato para el día de su muerte. Además, es notable el protagonismo femenino. La mitad de las pinturas son mujeres y tienen un look muy moderno. No sé de otro período donde ese protagonismo sea tan evidente. Ni siquiera en la pintura holandesa del siglo XVII.

Pero hay un punto que me molesta particularmente, y es el de la esperanza de vida de los egipcios de ese entonces. Como queda dicho, hoy sabemos que los tipos se retrataban en vida, mayormente jóvenes y se dedicaban a vivir hasta que eran inhumados con el retrato. Pero no siempre se supo eso. En un principio se dijo innumerables veces que la corta edad de los protagonistas de las pinturas obedecía a que la esperanza de vida de aquel entonces era breve, muy breve, y no superaba los 35 o 40 años. Pero un detenido examen de las momias llevó a la conclusión que las personas eran las mismas, pero que muchas veces eran mayores de lo que muestran los retratos. Eso dio lugar a un delirium tremens en el mundillo del arte. Muchos estudiosos llegaron a decir bravuconeadas como: ¨bueno, el clima seco de Egipto propiciaba que vivieran unos cuantos años, y bla bla bla…¨


             El verdadero problema es que tanto los expertos en el arte (que no tienen la obligación de saberlo) como muchos expertos en demografía (que tienen la obligación), ignoran cómo es que baja o sube la esperanza de vida de una población en términos generales.


          La gran mayoría de los seres humanos, históricamente, murieron al momento de nacer o antes de cumplir un año. Eso hace que baje la esperanza de vida de forma dramática. Pongamos un ejemplo. Si el mundo se redujera a dos personas, una vive hasta los 70 y el otro muere antes de cumplir el año, la expectativa de vida de ese mundo sería de 35. Es por eso que los paleodemógrafos,  los buenos,  suelen hacer estadísticas que miden en siglos pretéritos la esperanza de vida de aquellos que superaron el año, que era lo menos frecuente en el pasado, que es como decir ayer mismo,  y que fue lo normal en toda la historia de nuestra puta especie. Y, si son hondamente idóneos, tienen en cuenta que las mujeres solían morír al dar a luz, el primero antes de los 15. (La enorme cantidad de mujeres retratadas jóvenes, en comparación a los varones, no se debe a coquetería ni a la efectiva muerte temprana: se debe, arriesgo, al por si las dudas.)  No obstante lo cual, la mayoría de las mujeres no morían en el parto y normalmente llegaban a conocer la menopausia. En síntesis: la esperanza de vida por entonces no bajaba de 50 años; siempre había una que se iba a los 30 y siempre hubo ancianos y ancianas de 70.


En mi habitación, sobre la pared, tengo algunos retratos de estas gentes. Yo los miro como a través de un cristal, delgado como un papiro, que separa de mala manera dos mil años y que de alguna manera los junta. Habrán reído, habrán llorado, se habrán enamorado y hasta quizás, quien sabe, tuvieron tiempo de despedirse. Están representados con tanta verosimilitud que dan ganas de abrazarlos. Son mis amigos del pasado y del presente y, si dios o los infinitos dioses quieren, también del futuro. Solo es cuestión de tiempo. Y ahora que lo pienso bien, que sean 35, que sean 70, que le puede importar al que te espera desde hace dos mil años. 


martes, 16 de agosto de 2016

Cambiemos

No es ninguna novedad, pero hay que estar atento. Las publicidades suelen apelar a temas candentes y actuales para vender mejor. En la tele, hoy podemos ver la de una odontóloga que dice ¨terminemos con el mito de que una crema dental… bla bla bla¨. Ese ¨terminemos¨, que se dice de un modo muy enfático, es para no decir ¨cambiemos¨, que sería algo demasiado explícito. Atenti…

Pero antes no tenían esas reservas. Mirando publicidades de los años 70 me vine a encontrar con una de Arturo Puig. Es de Cinzano, en blanco y negro. Puig y un amigo, entraditos en años, se acaban de recibir de ingenieros. De impecable camisa, corbata y saco, se van a festejar con unas copas del producto en cuestión. El compa de Arturo se quiere ir del país. Es, se entiende, una fuga de cerebros (porque sino hubiesen puesto un abogado o cosa parecida). Al final, va a decidir quedarse en el país, (tal vez por efecto del alcohol, diría un exégeta riguroso). Lo increíble del comercial es la cantidad de veces que se dice la palabra ¨cambiar¨.

No quería escribir sobre esto. Ni siquiera después de ver una de la empresa Noél donde, también en los 70, se hace explícitamente una referencia política.  Pero quedé sorprendido: nadie en la web menciona el caso. Y me puse rápidamente a evitar el olvido de esta porquería obra maestra.

Dejo el comercial para aquellos que necesitan ver para creer. Y un consejo. Cuando miren la propaganda de Tévez, esa en que su hija le dice: ¨papá, vos siempre decís que si no desayunás te desayunan.¨, piensen un poco: están hablando de nosotros.




miércoles, 10 de agosto de 2016

La resurrección de Andrea del Castagno

            Me propuse desde hace tiempo no escribir en este blog, a menos que se trate de algo importante, sustancial. No siempre cumplo. Pero en general aprendí a dejar el blog para pensamientos que considero auténticamente míos. No siempre acierto. Alguien ya pensó por uno lo que suponíamos original. Suele pasar.

            En este caso lo que me trae por acá no es ningún secreto, o no debería serlo. Por lo tanto no voy a decir algo original, pero voy a comentar algo que usted no va a encontrar fácilmente en otro sitio.

            Una de las formas en que aprendemos consiste en mirar y nada más que en mirar. Nadie nos va a explicar que las panteras se parecen mucho a los gatitos. Puede ser que con el correr de los años nos transformemos en licenciados en felinos. Pero lo cierto es que con sólo mirar reparamos en semejanzas obvias. Si dios hizo a los bichos, seguramente para hacer a las panteras se inspiró en los gatitos. O viceversa. Todo es cuestión de saber las fechas para asumir cual fue creado antes.

            La primera imagen de la resurrección es de Andrea del Castagno. La segunda es de Piero de la Francesca, y es algunas décadas posterior.





La de Piero, de factura genial, está obviamente inspirada en la de Andrea, que sin ser tan genial tiene el enorme mérito de la originalidad.

Sin embargo, la obra de Castagno es sólo una parte de un fresco enorme. En su conjunto se ve muy diferente y es muy poco reproducida. Se ve así.




En esta escala se advierten genialidades varias del maestro. La resurrección queda arriba a la izquierda, como poca cosa. La última cena, que contrariamente a la parte superior, fue restaurada, es un falso teatro; es un trabajo de perspectiva emocionante y uno de los primero trampantojos de la historia del arte. Es, en otras palabras, la invención de un espacio que no existe sobre una pared. (La palabra trampantojo es literalmente una trampa para el ojo y fue un neologismo necesario por culpa de gente como Andrea del Castagno). Por otra parte, la influencia  de las simetrías y los colores de las alitas que vemos en la parte de arriba la podemos rastrear en Piero y en su alumno Luca Signorelli. Esas influencias las notamos con sólo mirar. Miren.

La virgen del parto



Los condenados


No es mi intención restarle importancia a estas obras maravillosas. Yo mismo escribí en este blog en diciembre del 14´ sobre La virgen del parto. Pero no se puede negar el ascendiente de Andrea sobre los otros. 


¿Por qué La resurrección de Andrea del Castagno es prácticamente ignorada? Encuentro una explicación plausible para esta obstinada ceguera. En casi todos las reproducciones, tanto las de la web como las de papel, se reproduce la cena y se evita la parte superior, tal vez porque está gastadita, tal vez por la genialidad que supone la parte inferior, o tal vez  porque sí. En suma, nadie sabe del obvio antecedente de La resurrección de Piero de la Francesca simplemente porque no se encuentran muchas reproducciones de esta obra de Andrea del Castagno en su conjunto, y se prefiere reproducir sólo la cena.

Tengo la fortuna de poseer una de esas colecciones ochentonas de pinacoteca, que venían con fotos de pésima calidad. Sin embargo, traían muchas obras enteritas. No explicaban mucho, y precisamente por eso nos obligaban a ver con detenimiento las imágenes, sin la seducción permanente de un clic en el mouse. Bastaba con mirarlas con atención para aprender. Hoy se puede encontrar de todo en la web. Es una maravilla, no lo voy a negar, pero por momentos distrae demasiado. Me encontré con unos tipos que comentaban la trinidad de Masaccio como antecedente de nuestra obra de Piero y otras cosas descabelladas. ¡De donde sacaron eso! Bueno, me dije, vamos a seguir buscando. Con la ayuda de traductores, me obsesioné en buscar en sitios de museos, en gente destacada, en wikipedias, en mil lugares alguien que dijera lo obvio. Nada por acá, nada por allá. Seguí con obras de papel del siglo XXI que tengo en casa. Más de lo mismo. Todos buscaban antecedentes irracionales—algunos eran diabólicamente complejos: mezclaban una miniatura y una estatua griega, al divino botón— o directamente le daban la originalidad absoluta a Piero— ¨nunca a nadie se le había ocurrido antes¨, afirma un temerario. Ya estaba creyendo que yo estaba loco, o peor, que veía mal. Volví a la pinacoteca ochentona. Me dije; ¿debo ser el primero que se da cuenta?  ¿Sirvo para algo? Desgraciadamente dí con la página que dejo al final, donde alguien dice la siguiente obviedad: La resurrección de Piero de la Francesca se inspiró en La resurrección de Andrea del Castagno. Es tan fácil como eso.


  

Blog recomendado:

Mi escrito sobre La virgen del parto de Piero de la Francesca:

sábado, 6 de agosto de 2016

El vicio de Sebreli

       
                  En estas breves líneas no me propongo hablar de la homosexualidad de Juan José Sebreli; el tema me chupa un huevo. No, tampoco me voy a detener en sus pensamientos. Lo que me interesa es muy básico, es… hablar de mi mismo.

            Todos los escritores tienen sus vicios. Uno de los vicios de Juan José está en cierta aura de autodidactismo que emana de sus hojas. Esto se revela, como en el caso de Sarmiento, en la recurrencia a las citas, al armado de un texto como justificándose a cada línea de escritura. Esto lo dijo fulano, en tal año, en tal libro, en tal tomo. No está mal como sistema, pero hay veces que el prestigio del autor ya basta como para que las fuentes que maneja sean indubitables, incluso en el caso de que estén omitidas. Otras veces la justificaciones suenan a defensa y hasta a prejuicio sobre el lector: ¨Ya sé que muchos pensaran que yo esto o que yo lo otro o que yo lo de más allá, sin embargo…¨

            Otro de los vicios de nuestro autor está en como titula los libros. Son títulos maravillosos, inevitables. He comprado libros de Juan José sólo por sus tapas. Bautizar a sus libros como El vacilar de las cosas o El asedio a la modernidad, son genialidades. Pero también pueden ser trampas, porque en el interior de los libros tal vez no se justifiquen las expectativas.

            Yo nunca terminé un libro de Sebreli. Son muy trabajados, un tanto torpes y envejecen con una rapidez asombrosa. (Temerariamente,  puedo afirmar esto sin necesidad de concluirlos).  No obstante lo cual, cuando he vuelto a leer un nuevo título, como El olvido de la razón, cometí el pecado de comprar. En este caso, los vicios son míos.

            ¿Y tal vez usted se pregunte por qué yo vengo a titular estas líneas como El vicio de Sebreli, cuando era acaso más acertado Los títulos de Juan…,  o el empleo del plural? Porque si hay algo que aprendí de Juan José es que hay que pensar cómo se van a llamar nuestros textos. No importa que los mediocres te tilden de homófono o de ordinario. Lo más importante es que abran el texto y lo empiecen. El resto es problema de ellos. (Si, también como Sebreli, sentí la necesidad de justificarme).




miércoles, 3 de agosto de 2016

Las sombras de Gérôme

¨ Ya en aquel entonces Hegel vio en la derrota de la monarquía prusiana por Napoleón en la batalla de Jena, el triunfo de los ideales de la revolución francesa y la inminente universalización del Estado que incorporaba los principios de libertad e igualdad. ¨
Francis Fukuyama

Jean-León-Gérôme—que era discípulo de De la Roche, que era discípulo de Gros, que era a su vez  discípulo de David— no quiso ser menos que su maestro y que los maestros de sus maestros y se dedicó a consagrar pinturas de Napoleón, quien, al menos en el plano ideal, fue el maestro de todos ellos.
Napoleón y la esfinge es uno de los cuadros más aclamados de Gérôme. No es para menos. Hay algo del sentimiento de lo sublime que impone al espíritu la confrontación de lo humano con lo gigantesco y eterno; o sea, hay algo de Caspar Friedrich,  hay algo de magia. (Muchos pibes al ver el cuadro creen que Napoleón es la esfinge). Y por otro lado hay una alegoría del tiempo, que probablemente el autor no llegó a razonar. Toda esa arena que tapa la mitad de la esfinge aún no había sido barrida por los arqueólogos, los profanadores y los agentes de turismo.  En esta parte del Sahara, los relojes de arena eran enormes. Pero no solo los de arena, también los de sol...
Tal vez lo más manifiesto de la obra sean esas sombras que salen de Napoleón y de su ejército  y que se dirigen hacia la esfinge. Notemos esas que están detrás del gran corso y que revelan que fuera de campo hay un ejército, de un modo muy expresionista. Sin embargo, todo este acierto cae en la nada cuando advertimos al fondo todas las columnas de un regimiento.
 Gerôme tiene un cuadro de características parecidas donde las sombras juegan su rol de una manera más explícita. Se trata de Golgatha consummatum est, que es de una calidad  superior, aunque es una obra mucho menos difundida. Las sombras, como en el anterior cuadro, marchan hacia uno de los actores principales, en este caso la multitud que está volviendo a Jerusalén, que con sus murallas se adivina brumosa en el fondo.  En este caso, las sombras son consecuencia de elementos que se encuentras plenamente fuera de campo.
¿Por qué vemos a Napoleón pero no a Cristo? Ambos tienen un componente metafísico. Ambos son más chicos que sus propias sombras. Ambos se despliegan en el tiempo con más eficacia que sus carnaduras.