domingo, 26 de julio de 2015

La lógica del voto en el conurbano




La lógica del voto tiene un elemento geográfico incontestable. El que vota por el PRO en capital, se va a vivir a La Matanza y mete en el sobre al candidato del oficialista FPV. Quizás no mañana mismo, tal vez tampoco en diez meses. Pero en cuanto se habitúa a su nuevo domicilio, que será cosa de cuatro años—lo que media entre dos elecciones a intendente—, es muy probable que cambie sus afinidades políticas.  Los mismos que votan por Batman en Ciudad Gótica, cuando se mudan a Metrópolis votan por Superman. Que una y otra sean la misma ciudad, mirada desde diferente perspectiva, poco importa.  La Ciudad, con mayúscula, no termina en la General Paz.

Triste me pone el escuchar a tantos porteños diagnosticar que el problema en el conurbano es el carácter feudal de los municipios, que reeligen incansablemente al mismo caudillo, o a alguno de sus familiares,  y la afirmación de que ese problema tiene como raíz el perfil analfabeto e ignorante del que vota.

Son cosas diferentes. No voy a negar cierto feudalismo estructural, pero con respecto a los analfabetos la cosa es muy diferente. Pongamos por ejemplo el distrito de Vicente López. Allí gobernó por 24 (veinticuatro) años, hasta el 2011, el “japonés” García, hasta que lo desbarrancó el primo de Macri. Ahora bien, Vicente López no es cualquier municipio, es el que tiene el mejor nivel de vida de todo el conurbano. En este municipio no hay villas miserias y cuenta con el mayor número de egresados universitarios por habitante. ¿Adivinen quien puede retornar a la intendencia a fin de año?: si, claro, el japonés. ¿La otra opción?: que siga el primo de…

Cosa rara, los habitantes del municipio mantienen el mismo discurso que la gente de la vecina capital. Ellos no ven en su patria chica lo que ven en otros distritos. Tienen ceguera. Son ingenuos. Para ellos el japo y el primo son Bruno Díaz y Clark Kent.

martes, 14 de julio de 2015

Un símbolo a la mujer



Están trasladando la estatua de Colón, que hasta hoy se emplazaba junto a la Casa Rosada. Esto genera un sinfín de comentarios: que era un genocida; que no era un genocida; que fue una donación de Italia y hay que respetar los regalos; que Cristina muda el monumento porque Chávez se lo pidió; que Cristina muda el monumento porque Chávez se murió; que remplazar el monumento de Colón por el monumento de Juana Azurduy sólo es un recurso para agarrar el diccionario y averiguar quién fue Juana; que Juana no era ninguna santa; que es un recurso de género—ni una estatua menos—; que hay que respetar al artista que la consagró; que es una estatua que se mueve…

Siempre lo mismo. Muy poca gente entiende el lenguaje de los símbolos. En Once está el cadáver de Rivadavia, junto a la Avenida  homónima, la más larga de la ciudad, donde un mausoleo le rinde tributo con estatuas estoicas. Tengo para mí que Rivadavia era un tipo extraño y un tanto desagradable, que a mucha gente le puede caer mal en su dieta histórica. Sin embargo no es un homenaje a la persona sino a lo que representa y al cargo que ocupó. Fue el primer presidente del país y eso es lo importante, no la persona. 

Cuando Mitre unifica el país bajo la gravedad de Buenos Aires, repatría los restos de Rivadavia. También es un acto simbólico: Rivadavia fue el primer porteño que intentó gobernar sobre el resto de la patria, pero también fue— y es— símbolo de unión nacional. Lo que él representa es más perdurable que su propia vida.

Cristina, a quien admiro, quiere simbolizarse a sí misma y a su cargo con Juana. Hace lo mismo que Mitre, hace lo mismo que hicieron con el cadáver de Rivadavia y con su estatua. Sólo que acá no hay cadáver. Sólo por ahora.
           

domingo, 12 de julio de 2015

Una película para gente con síndrome de Asperger



Una película para gente con síndrome de Asperger 


    


            Hay películas que uno admira y que, sin embargo, no nos terminan de convencer. El hombre de la Tierra, (The Man from Earth), 2007, se ha transformado en un film de culto. Se mira, se aplaude y se recomienda. Es, sin dudas, pretenciosa, entretenida y una de esas obras de gueto sembrada de guiños para el intelectual, que no podés recomendar a un iletrado sin correr el riesgo de que te escupa. Los temas son interesantes e infinitos: la muerte y la inmortalidad, la puja entre la ciencia y la fe, la paradoja entre realidad y ficción, el problema identitario, la credulidad, la manipulación discursiva, la amistad, la mentira piadosa, la paternidad, el abandono y en el final tenemos lo irrevocable del amor, al que ni Dios puede omitir. Todo esto filmado íntegramente en una casa y con dos mangos.

            Todo suena, en el papel, una bomba espectacular, un hit de la concha de su madre. Pero otra cosa es la película. Durante casi una hora y media asistimos a discusiones que comportan una dialéctica escolástica, refutaciones varias, demostraciones de inteligencia que demuestran que dios la tiene más larga. El problema básico es que al hablar tanto hay un exceso de información y eso es letal para el tipo que tiene algo de libro o algo de vida encima,  porque ya desde el minuto 10 se adelantan cosas que nos anticipan el final con demasiada precisión. Es como que la película se suicida ante nuestros propios ojos, dado que toda su estructura descansa en sorprendernos con el final. El que entiende los guiños—y yo entiendo sólo algunos—ya sabe adónde quiere ir a parar todo eso y, aunque el film no pierde interés, se vuelve un poco redundante, como sin querer queriendo, como que se les chispoteó. Y de tanto discursear se olvidan lo elemental del cine, que es visual; que un gesto vale más que mil palabras—hay un acierto hacia el  final, pero no alcanza—. De tanto guiño se olvidan del gesto. Es una película que se puede ver sin mirar, que se puede escuchar mientras lavamos los platos, sin que por ello pierda inteligibilidad. Es una película para gente con síndrome de Asperger.

            Una anécdota trasciende El hombre de la Tierra y se ha propagado como si de un tesoro se tratase. Jerome Bixby, autor del guión y verdadero artífice del film—el director es un patán—, tarda 20 años en escribir la obra, corrigiendo y corrigiendo, puliendo el material hasta dar con el diamante. Termina de escribirla en su lecho de muerte, o lo que es igual, interrumpe las correcciones cuando ya no puede más. Quizás la inminencia de la muerte le haya dado lucidez, algo que seguramente necesitaba Richard Schenkman (que es el nombre del patán). 

 

Nota: Hoy se hace obligación aclarar todo. Es una epidemia a la cual no puedo sustraerme. No es mi intención ofender a la gente que sufre ese incómodo síndrome. Dicho esto, punto final.

 

Película:

https://www.youtube.com/watch?v=f7cgC-qliNE