Por fin se
calló el Pollo Vignolo. Y ganamos todos. Ha sido el relator oficial de los
últimos mundiales. Ha llenado el silencio con sinrazones varias, gritos
encendidos, jadeos de mal gusto y caninas declaraciones de incondicionalidad,
levantando siempre la bandera como un Belgrano de las gradas. ¡Asqueroso!
Junto a él,
como hacen siempre, han izado la moderación, la cordura, la sobriedad y el
recato: Gambeta Latorre, con más intereses creados que Macri, y el comedido
hasta la exageración rayana en la cobardía, Macaya Márquez (el que nunca se
equivoca porque nunca arriesga nada).
Con tanto odio
al silencio recordé a los primeros hombres que pisaron la Luna. Andrew Smith
escribió un maravilloso libro llamado Lunáticos.
En él se describe las experiencias y la vida posterior de los 12 (doce) humanos
que pisaron el satélite. Mientras Neil Armstrong y Buzz Aldrin se acercaban en el módulo lunar, el último se la pasaba ladrando datos a la Tierra:
distancia, velocidad, presión interior, etc. Era una catarata de números. A su
lado Neil maniobraba la nave y acotaba,
cual Gambeta. Cuando por fin alunizaron se miraron y nada dijeron. Desde el
planeta llegó una orden: ¨Duerman¨. El silencio era tan amplio que en la Tierra
pensaron que o ya estaban durmiendo… o
lo peor. Neil anunció que iban a bajar y el aire se cortó. (¡Cómo mierda iban a
dormir en esa situación!). Neil bajó explicando lo que hacía, el polvo que subía desde la superficie y dijo su famosa frase. Luego bajó Buzz. En medio de la emoción el
silencio lo era todo. Pero se rompió con las palabras del presidente
norteamericano. Nixon los felicitaba. Estaba en los planes que Buzz le
contestara. Pero Buzz no lo hizo. Estaba sobrecogido por ese paisaje
penetrante. Neil, que también escuchaba al mandatario, le hizo señas a Buzz, y
Buzz le contestó con un gesto que significa ¨que se meta la lengua en el orto¨.
No había ido tan lejos para contestar. Clavaron
la bandera y caminaron unas dos horas en silencio. Habían ganado.
Mi tío Oscar,
que la vivió, recordaba ese día de 1969. Fue como la final del mundial. Los cuatro
canales de capital transmitían en directo. Él cambiaba de canal porque huía de
los Pollos Vignolos, que gritaban ¨faltan tres escalones, faltan dos, falta uno…¨,
como si el evento se tratara de una procesión ordinal, o refrendaban lo obvio o
daban onda verde a la histeria. Finalmente mi tío dio con un canal (no recuerda
cual) que había decidido entregar las imágenes sin intervenirlas con voces
ajenas a la transmisión original. Así pudo recordar los silencios lunáticos,
que fueron muchos, tan emocionantes como
los silencios de las sinfonías de Anton Bruckner.
¿Por qué tanta
gente necesita de los Pollos? El rating y los estudios de mercado lo confirman.
También lo confirma Durán Barba: la gente atiende a las formas, no a los
contenidos. Dicho de otro modo: el Pollo Vignolo transmite un sentimiento. Muy
poca gente está escuchando lo que dice. Pero hay algo más profundo: este
relator, y otros de su calaña, están conjurando el miedo patológico de la
sociedad al silencio. Los partidos de fútbol son una de las pocas programaciones
de la televisión que no tienen música por largos momentos. Entonces, para
inducir una emoción en el espectador, se imponen los enfermos de verborragia.
Pero no es necesario que domestiquen nuestros sentimientos. Y menos cuando
juegan dos países que no tienen nada que ver con nosotros. Hoy Vignolo se la pasó
llorando un tango tras otro por la ausencia de la selección Argentina en la
final. A los gritos. Como un nene. Como un barra ¡Patético! ¡Malvado! Por fin se metió la
lengua en el orto. Y es para festejarlo.