miércoles, 27 de noviembre de 2013

Buscando el nombre de Dios

 

Yoda

Hemos perdido el nombre de dios, y lo hemos perdido para toda la eternidad. ”Dios” no es ningún nombre, es la degeneración del pagano “Zeus”, que ha devenido con los años a tomar otro sonido entre nosotros. “Zeus” en griego, “Deus” en latín, y finalmente” Dios” es español.
Con “dios” designamos una especie, de la misma manera que con la palabra “hombre” designamos a cualquier persona. Dios, sin embargo, es el único integrante de su especie. No es como Zeus, que es uno entre muchos otros dioses. Es único. Pero no por ser único carece de un nombre.
Su nombre se perdió hace unos 2.500 años. Los escritores del Antiguo Testamento lo sabían pronunciar, y lo dejaron escrito, como muestra la siguiente figura:
Esos cuatro caracteres o letras, que deben ser leídos de derecha a izquierda, esconden el nombre del Señor. Y digo “esconden” porque nadie sabe cómo se pronuncian esas letras. Durante cientos de años fue prohibida la pronunciación del nombre divino. Algo mágico o nefasto se creía que podía suceder si tan siquiera se mencionaba. Como consecuencia de esto, los mismos sacerdotes terminaron por olvidar el nombre de dios.

Xuxa
Ahora bien, esas cuatro letras no son el nombre completo del Capo. En hebreo antiguo las vocales eran omitidas. Lo que quedó en las Escrituras son cuatro consonantes, que leyéndolas de izquierda a derecha y transliterándolas al alfabeto latino dan como resultado: YHVH. Como estas cuatro letras son imposibles de decir, con el tiempo se reemplazaron arbitrariamente las haches por vocales, y se pronunció “Yavé”, como hoy lo encontramos en muchas Biblias. No obstante lo cual, algunos intentaron adicionarle vocales a las cuatro consonantes, y de semejante esperpento obtuvieron” Jehová”.
Aunque suene ridículo, dentro de los estudiosos de las Escrituras hay un grupo llamado puristas que al igual que los sacerdotes del primer mileño anterior a Cristo persisten en no mencionar el nombre. Ellos prefieren hablan del “Tetragramatón”, que significa las cuatro letras que esconden el nombre del Jefe. En otras palabras, se refieren al nombre, no a la entidad que lo porta.

Chita
Sin embargo, lo que estos tipos hacen no está del todo mal. Yavé y Jehová son invenciones de último momento. De alguna manera son bufonadas que restan y no suman nada. En español la “y” pudo ser remplazada por la “j”, pero en porteño debió ser remplazada por la “ch” y así hubiéramos obtenido “Chavé”.

 
El Chavo
José tiene 4 letras. Fotografiado por
Radrigo Bao
Hasta el infinito y la eternidad podríamos arriesgar, tomando como excusa las cuatro letras del tetragramatón, posibles nombres de dios: Chavo, Chita, Yoda o Xuxa son mis propuestas. Sin dudas, puede sonar extravagante, pero no menos extravagante que Yavé o Jehová.



 


 



                                                                                             
 
 

 


martes, 26 de noviembre de 2013

El verso de los Lemmings

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¿Qué es lo que nos define como humanos? Seguramente entre las características particulares debe estar la capacidad de terminar con nuestra propia vida. Es el único ingrediente específico que no nos da ningún orgullo.
Los lemmings son una raza de roedores famosos por practicar el suicidio en masa. En un determinado momento se dirigen hacia un acantilado y se arrojan de a miles hacia la muerte segura. Parece que este comportamiento es una respuesta de esta especie a la sobrepoblación. Por lo tanto, quizás no sea licito hablar de suicido, siempre que entendamos por tal un acto individual, voluntario, mediado por un pensamiento negro. Y tal vez tampoco podamos hablar de “masivo”, como los suicidios numerosos que se dan en ciertas sectas religiosas.
En realidad no tenemos ni idea de por qué se matan los lemmings. Y justamente eso es lo que hacen: “matarse”. “Suicidio” es un mal término para aplicar a la conducta de estos roedores, que después de todo no hacen otra cosa que seguir sus instintos. Como dirían en el café, lo de las ratas esas es un verso.
En 1958 se estreno White Wilderness, un documental que le hizo un flaco servicio a los Lemmings. Ellos son los protagonistas del film, y tienen una escena—famosa en su momento—donde se ve el mentado suicidio en masa de estos bichos. La cinta ganó varios premios, incluso el oscar al mejor documental.
En 1982 una revista canadiense difundió un secreto a voces: la película había sido filmada en Alberta, donde no existen los Lemmings. Los habian traido de quien sabe donde. Además, indicaba que ese suicidio de los lemmings había sido inducido. Parece que los productores del documental prefirieron barrerlos, literalmente, hasta el otro mundo. Digamos que les dieron un empujoncito. La popularidad de la película cementó la fama de estos roedores como suicidas.
A nosotros, lo que realmente nos hace únicos, lo que los lemmings no tienen, es la capacidad de terminar con nuestra propia especie, (además de la astuta sutileza de contribuir al autoexterminio de una especie que no jode a nadie) Y algo más sutil: los científicos hoy lamentan que los lemmings no sean suicidas, porque los últimos estudios indicarían que se trataría de una simple aberración evolutiva, y los científicos esperaban algo más original, más humano. Y si yo fuera un Lemmings también lo lamentaría, porque si el misterio se resuelve estos bichitos ya no seran materia de análisis, sino unos simples roedores que podrían ser barridos al otro mundo sin necesidad de ocupar una pantalla o las paginas de una revista.

Adjunto la famosa escena:

http://www.youtube.com/watch?v=xMZlr5Gf9yY

lunes, 25 de noviembre de 2013

El cielo con las manos



El cielo con las manos  (y otros escritos sobre rascacielos.)

Índice

Un libro que no se sabe de qué habla
Los edificios que no son
El cielo con las manos
Antes de cero





Un libro que no se sabe de qué habla
Leonel Contreras escribió un libro raro y provocativo: Rascacielos Porteños. “Caray”, me dije, “debe tratar sobre el puerto de Nueva York”. Pero no, hablaba de nosotros. Es raro, porque no hay precedentes de alguien tan atrevido que tome como materia de análisis in extenso los rascacielos de Buenos Aires. Y es provocativo porque… porque en Buenos Aires no hay rascacielos.
Definir qué es un rascacielos es una tarea más que complicada. Si es por la altura, se considera como tal a toda estructura edilicia de más de 150 metros. Según este criterio, en Buenos Aires sólo habría 9 rascacielos, que no ameritaría semejante obra. Si el criterio lo ponemos en todo edificio mayor de 12 pisos, nuestra ciudad está plagada de rascacielos, y supone una de las ciudades que más tiene en el mundo. Si hablamos de la prominencia de una estructura, es obvio que un edificio de 150 metros en el seno de Manhattan es como un enano en un equipo de básquet: no existe. De la misma manera, un edificio entre nosotros con esa altura es un gigante. Ahora bien, todos los rascacielos mayores de Buenos Aires, por ejemplo los de Puerto Madero, miden casi exactamente 150 metros, y la torre Renoir II, la más alta, no supera los 165. A escala mundial, por supuesto, no existimos. (Piénsese que el edificio Woolworth de Nueva York llegó a 240 metros en 1913, hace un siglo, y que el Burj Khalifa, el más alto del mundo, tiene 828.)
Pero yo no veo nada malo en “no existir”. Tenemos una hermosa ciudad con una armonía de altura entre sus edificios más elevados. Además, hoy los edificios más grandes del mundo están siendo levantados en la periferia de la Conchinchina: verbigracia, Taiwán, Singapur o Malasia (donde el argento Cesar Pelli levantó las torres Petronas, que fueron las más altas hasta ayer nomás); o en naciones locas, como China, Corea del Sur o Japón; o en países crudos, como los Emiratos o Arabia Saudita, donde no saben qué hacer con la guita.
El texto está en el marco de de una colección llamada “Preservación del patrimonio cultural de la ciudad”. Se trata del número 15 de la colección, y por lo que parece, al pobre Leonel lo apremiaron y hasta le impusieron el título (y unos mangos sobre la mesa.)
El libro es lo que le pidieron al autor. Está lleno de datos sobre el desarrollo en altura de los edificios porteños, y no solo porteños. Lo realmente malo del libro—y esto no puede ser imputado al autor— es que carece de vuelo. Es un libro sin ideas, sin arriesgar nada, incluso sin prejuicios. No obstante lo cual, este tipo de material puede ser un gran estímulo para que el ojo atento elabore algo con más sabor. Estos libros nos permiten volar, hacernos preguntas sobre los datos que nos transmiten, pero que no analizan. Bueno, de esas preguntas y de algunas respuestas es de lo que tratan los renglones siguientes. (Aunque en muchos casos Leonel Contreras solo me ha resultado una excusa para hablar de otros edificios a lo redondo del mundo, y también para hablar de su libro, del cual no es culpable, como queda dicho.)

Los edificios que no son
El Mihanovich de la calle Arroyo,
 también llamado Bencich , en 1928.
Una de las consecuencias más obvias que encuentro sobre la falta de tradición que
tenemos en materia de rascacielos está en el quilombo de nombres para designarlos.
Uno de los edificios más lindo que encuentro en Baires, cuya cúpula imita al Mausoleo de Halicarnaso, es el Mihanovich, de Arroyo al 800, en el bario de Retiro. Hoy es el Sofitel Buenos Aires. Cuando se inauguró, en 1928, fue el segundo rascacielos—me rindo—de la ciudad, con 80 metros, detrás de Barolo, que suma 100 metros sobre Avenida de Mayo, casi llegando a la Plaza de los Dos Congresos.

El Mihanovich de Alem,
que no es el de Arroyo
Pero resulta que el Mihanovich fue vendido al grupo Bencich, y por eso también es conocido como Edificio Bencich. Así, tenemos que el Mihanovich y el Bencich son el mismo edificio.
Pero resulta que en Leandro Alem y Perón hay otro rascacielos llamado Mihanovich, levantado en 1912, bastante antes que el
Mihanovich (el otro, el que también se llama Bencich.)
Como si esto fuera poco, hay un hermoso rascacielos en Córdoba y Esmeralda: el Bencich, pero que no es el que también se llama Mihanovich. Este bello edificio, donde viviera la poeta Alfonsina Storni, es de 1927, o sea, un poco posterior que su homónimo de Retiro.

Edificio Bencich, de Córdoba
y Esmeralda, que no es el de Arroyo
pero tampoco ninguno de los otros muchos
Bencich de la ciudad.
Hay una razón para semejante desparpajo. Los Bencich-- que hicieron muchos edificios en la ciudad-- y los Mihanovich, además de trabalenguas, son dos familias de croatas que prosperaron por aquí. Croacia era, por entonces, una parte integrante del Imperio Austrohúngaro. Este imperio perdió todo su ascendiente luego de la primera guerra mundial. Pero antes de perderlo todo levantaron una
embajada en nuestra ciudad, en Avenida Belgrano y Perú. Este majestuoso edificio se llama Otto Wulff. Sin embargo, y aunque parezca increíble, suele confundírselo, en virtud de su procedencia, con el Bencich, el de avenida Córdoba, porque—arriesgo—, son bastante similares: ambos tienen  más de una cúpulas, están en una esquina (la noroeste), sobre avenidas de similares características y presentan casi la misma altura.


El cielo con las manos
Se puede tocar el cielo con las manos de muy diversas maneras: ganando la lotería, aprendiendo algo, gritando un gol, amando, con un buen polvo, escuchando la novena de Anton Bruckner, plantando un árbol, teniendo un hijo o escribiendo un libro. De alguna manera, aquello que nos hace felices nos define como personas. (Por ejemplo, yo no juego a la lotería, pero amo la música de Bruckner.)
Pero ¿qué es lo que aman los constructores de rascacielos? ¿Qué los hace felices? Hace diez años, en un escrito que hoy me parece una colección de boludeces pretenciosas, anoté una sola cosa interesante: “los constructores de rascacielos están enfermos de literalidad. Ellos quieren tocar el cielo con las manos, pero de verdad.” En aquel momento subrayaba una coincidencia: “la invención de los rascacielos y de la aviación se da de manera sincrónica.” Y esto es muy cierto, los rascacielos fueron un intento por tocar el cielo con las manos en el mismo momento en que los aviones ya habían ganado la carrera hacia arriba.
Lo que entonces no analicé es lo que pasaba antes. La marcha hacia el firmamento se dio casi desde que el hombre fue hombre, y es evidente—o debería serlo— que no es lo mismo ganar las alturas antes del avión que luego de su invención. Y tampoco es lo mismo ganar el cielo para el cristianismo que para otras religiones.
Conocida es la historia de la torre de Babel. No es casualidad que esta historia esté contenida en La Biblia. Para el cristiano la cara de dios es un poco el aspecto que asumen las nubes. Pero resulta que dios castiga a sus creyentes por la osadía de querer subir tan alto.
Durante más de mil años el cristianismo tuvo una herida: La Pirámide de Keops, la estructura más alta del mundo, y para colmo en sus narices, cruzando el Mediterráneo. Algo así como un complejo de inferioridad debieron sentir los ingleses que en 1311 consagraron la primera estructura que le arrebató el podio al faraón Keops, la Catedral de Lincoln, con 160 metros. Sin embargo, la alegría no duró mucho. En 1549 un rayo partió en mil pedazos el chapitel que la coronaba.
El faraón siguió reinando por otros 300 años, hasta 1874. En esa fecha se terminó la aguja de la Iglesia de San Nicolás de Hamburgo, con 147 metros . Se esperaba que fuera tan perdurable como una obra egipcia. Unos años antes, los europeos habían conseguido volar. Los globos aerostáticos, hacia finales del siglo XVIII, le habían devuelto la estima al pueblo blanco. No obstante lo cual, vencer a Keops no era simplemente consagrar una iglesia, sino mas bien que resista el paso del tiempo. ¿Pero cuánto tiempo? ¿Tres mil años?
San Nicolás de Hamburgo. Lo que queda y lo que fue.
Bueno, no es para tanto. Lo importante era que superara una prueba de fuego: por ejemplo el bombardeo de los aviones norteamericanos durante la segunda guerra mundial.
La invención del pararrayos había contribuido a temer menos a Dios, pero no a los humanos. El 24 de julio de 1943 los aviones enemigos necesitaban una referencia para bombardear la ciudad de Hamburgo. Esa referencia fue, obvio, su punto más alto: la iglesia de San Nicolás. La iglesia desapareció bajo las bombas. Y, aunque parezca raro, su aguja se salvó. Esta vez el que tuvo que resignarse—y acaso persignarse—fue Keops.

Antes de cero
El edificio Singer—si, el de las máquinas de coser—fue el edificio más alto del mundo cuando se inauguró, en 1908, en la zona sur de Manhattan, arrogándose 186 metros. Ese mismo año se inaugura el City Investing, un rascacielos vecino al Singer pero un poco más chato. En 1914, ahí nomás, se levantan las torres gemelas de la Terminal Hudson: dos enormes moles de 22 pisos sobre una punta de rieles del ferrocarril.
Estos tres edificios era parte de las postales y una fotografía frecuente de Nueva York. En la década del 60’ todos fueron dinamitados. En el caso del Singer, fue más doloroso, porque se trataba del edificio más alto jamás dinamitado, el que había sido el edificio más alto del mundo. Donde se alzaban las gemelas de la Terminal se construyeron las Gemelas, las de Laden. Aunque nos parezca extraño, las torres del atentado no fueron las únicas gemelas en ser derribadas allí, ni tampoco el primer edificio más alto del mundo en ser derribado en la zona. Esa zona que a partir del 11 de septiembre llamamos cero.
Cuando tiraron abajo esas joyas que fueron el Singer y el City Investing, se lo hizo con el deliberado propósito de construir rascacielos más altos, como el One Liberty Plaza, que es cuadrado y amorfo. ¿Y acaso donde estaban las torres gemelas no están construyendo algo más alto?


El más alto es el Singer. A su lado el City. Más a la derecha las gemelas
de la Terminal Hudson. Todas han sido demolidas, como el WTC.