viernes, 31 de agosto de 2012

Dar vuelta la hoja

Dar vuelta la hoja
Se debe leer una partitura con la misma facilidad con que se lee un libro. Hay que saber hacerlo a primera vista, sin dudar, con actitud, y por supuesto, darse el tiempo imprescindible, entre la lectura y la ejecución,  para imprimir el toque de sentimiento que hace de esa interpretación una cosa única e irrepetible.
Siempre destaqué por mi facilidad para leer música. Tanto es así que un buen día me convocó el director de la filarmónica.
__ Estudiate bien la partitura, pibe. Mañana a las 8 te esperamos.
            Me tiró unas cuarenta páginas: el primero para piano de Beethoven.
            Al día siguiente, muy orgulloso de mí mismo, le dije al director que no me hacían falta las hojas, que mi memoria era excelente. No me respondió con palabras. Llamó a Elizabeth, la pianista que iba a dar el concierto de esa noche y le explicó:
__ Este pibe es el que te va a dar vuelta las hojas… Estás conforme.
            Elizabeth me miró fugazmente  y no respondió.
Esa noche, y todas las sucesivas que restaban del año, me apliqué a darle vuelta las hojas al concertista de turno. Era un calvario, y muy aburrido.
Con el tiempo los otros músicos de la orquesta demandaron comodidades similares a las del concertista. Ellos no querían ser menos. Lucharon por sus derechos. Y lograron que yo me brinde a todo el cuerpo de la orquesta. Yo no pedí nada, a pesar de que tenía que correr como una liebre de una punta a la otra del escenario para que nadie se prive de mis servicios. Era agotador, pero terminaba mi trabajo un ratito antes que el resto: cuando llegaban los aplausos del final, momento en que el director me daba la única directiva, “borrate”.
Pero todo tiene su límite y un día, muy respetuosamente, pedí hablar con el capo, en privado. 
__Quiero darle una vuelta de página a mi vida. —Saqué unas hojas. —Esta es my primera sinfonía…
__ Ah, pero que bueno, che. ¿Y la escribiste toda vos?
__ Si, además de leer sé escribir—ironicé.
__ ¡Carla¡-- llamó el director, y al punto la mina estaba a su lado—Mirá, el pibe sabe escribir.
Carla se entusiasmó:
__ ¡Ah, genial! Justamente estoy escribiendo una sinfonía y resulta que eso me crea callos en los dedos. Como escribo con la misma mano que ejecuto el violín, es perjudicial que lo siga haciendo, a menos que vos…
La casa de Carla era de lo más vulgar, igual que ella. Pronto me dio un concejo:
__ Si querés estrenar tus propias obras, empezá por aprender a dirigir, porque nadie va a querer darte una mano en ese sentido.  Mejor sería que dirijas tus propias obras, pero… ¿quién va a dar vuelta las páginas de 70 músicos?
__ Al menos ¿podría leerla?
__ Léemela vos que estoy muy ocupada. —Se tendió sobre el canapé y se aplicó a arreglarse las uñas. Me brindó un aplauso para simular al público. —Te escucho.
Y empecé a hacer el papel del ridículo:
__ En cuatro por cuatro; tiempo lento; contrafagot entrando en el primer tiempo; seguidilla de corcheas: do-re-mi-si-la; tresillos de las primeras tres notas una octava más arriba, silencio de negra, silencio de negra, silencio de negra.
            La negra, en silencio, procuraba que el esmalte no pierda su color característico. Cuando terminé, dos horas y diez minutos después, la negra dormía, en silencio.
            Una semana después me presentaban sobre el escenario de la Scala. La negra había mediado para que yo tuviera la gran oportunidad. Me presentaban así: “Y ahora escucharemos la primera sinfonía de Carlos, en do menor.”
__ En cuatro por cuatro; tiempo lento; contrafagot entrando…
            El público se desternillaba de la risa. Yo, como Keaton, no devolvía ni siquiera una sonrisa. Continuaba estoicamente hasta el final. Había accedido a achicar la obra un tanto, hasta reducirla a  media hora, porque dijeron que era mucho esfuerzo, y querían cuidar mi voz.
            La obra fue un éxito. En las sucesivas presentaciones de la filarmónica siempre habría yo con mi música, y estoy seguro que convocaba más que Beethoven y Mozart, juntos. (Después de todo se ajustaba bastante a lo que demanda ese tipo de público: que le digan lo que tienen que escuchar.)
            Salimos de gira por el mundo y el mundo me recibió con aplausos. Amsterdam, Róterdam, Berlin, Acapulco y Lima  me brindaron sus carcajadas, y un poco de sus billeteras. Estaba en el cielo.
            Pero en Tokio pasó algo. Un espectador interrumpió mi función. Gritó en pésimo inglés: “¡No: es un acorde de mi bemol mayor!” Yo había ejecutado un si mayor. Me callé y pensé con la misma velocidad con que leía las partituras. El tipo tenía razón. El fulano este se levantó y abandonó la sala. Yo concluí mi desempeño con un nivel inferior al acostumbrado. Estaba desconcertado. El público, en general, obvió el incidente, y hasta le resultó gracioso.
Pero yo no podía olvidar semejante interrupción. ¿Me estaba fallando la memoria? ¿Cómo alguien podía saber que había cometido un error? Pensé en el desconocido durante meses. Intenté rastrearlo en los escenarios del mundo donde me presentaba. Finalmente lo olvidé.
Una noche hermosa caminaba por Praga cuando un extraño me llamó. Tenía rasgos orientales y cargaba un violonchelo. Era él. Estaba muy enojado y me increpó. Pero yo no sé japonés. Intentó increparme en Inglés, pero no lograba transmitirme la clave del problema con claridad. Entonces tomó el violonchelo y lo ejecutó. Así pude interpretar que quería decirme lo siguiente:
__ Señor, hace mucho tiempo que quería hablar con usted. No sé cómo se las arregló para conseguir mi obra, ni me interesa… Estoy buscando un resarcimiento económico o voy a tener que iniciar acciones legales por plagio. Usted elige…
            El tribunal era muy respetable, lleno de columnas y gente con toga y todo eso. No había risas, a las que ya estaba acostumbrado, y solo podía hablar cuando me pedían la palabra.
            Llamaron al director de la filarmónica. El tipo se portó muy mal: afirmó que mi memoria era extraordinaria y que me bastaba leer una partitura una sola vez para memorizarla. La negra no quiso quedar atrás, explicó que yo le había hablado de una sinfonía y que todo músico sabe que nadie comienza componiendo sinfonías, sino alguna obra de cámara, preferentemente una breve pieza para un solo instrumento. También pasaron los músicos, los setenta, asegurando que yo sabía dar vuelta la página, pero que no sabían que era compositor, ni siquiera cuando empecé a recitar mi obra, porque, aclaraban, a ellos nadie les informa sobre las obras que no ejecutan.
El juicio lo perdí, y tuve que renunciar  a los derechos sobre mi propia obra. Pero aún me pregunto por qué nadie, ni en el escenario ni en la corte, se atrevió a escucharla. Quizás no era tan mala.
                                                                                                                         Agosto de 2012


lunes, 6 de agosto de 2012

Un bozal para el autista

                                    Un bozal para el autista
Glenn Gould a los 8 años
Glenn Gould es una de las personalidades con las que más me he sentido identificado. No toco el piano, no soy un revolucionario ni un genio. Pero en algo somos iguales: en el profundo desprecio por la música clásica ejecutada en vivo.
Glenn, en la cima de su fama, dejó de tocar en público. Consideraba que la música profunda no podía compartirse con otros miles, con estornudos, con toces, con una linda minita que nos distrae. Si uno intenta concentrarse, como los tenistas, es lógico que exija silencio y, preferentemente, gradas vacías.
Su ausencia de los escenarios no nos privó de su música. Continuó grabando discos, uno tras otro, hasta que murió súbitamente en 1982. Pero había algo sucio que les dolía a aquellos que lo extrañaban en los conciertos. No se trataba de sus increíbles interpretaciones de Bach, sino del inconfesable placer de verlo en escena. Basta ver una grabación del genio en vivo para apreciar lo diferente que era. No tenía sastre y siempre aparecía mal vestido e invariablemente con bufanda, incluso en los veranos ecuatoriales. Se sentaba sobre una silla muy bajita y tocaba las teclas casi como si se estuviera cayendo del piano. Pero lo más atractivo de Glenn era verlo cantar, mover los labios a medida que ejecutaba el instrumento. Su ensimismamiento era contagioso, y solía contagiar risa en los brutos. En resumidas cuentas, con su ausencia los espectadores perdieron un personaje único e irrepetible.
(Hoy algunos quieren empalidecer su memoria afirmando que Glenn padecía del síndrome de Asperger, una forma leve de autismo. A mi me parece que quieren desacreditar su falta de apego al aplauso, postulando que se trataría de una enfermedad.)
Glenn, ya sin público, llegó a convertirse en un experto de las técnicas de grabación. (Una de sus diamantinas  grabaciones viaja hacia el infinito en la Voyager 1) Pero lo que el genio no pudo o no quiso evitar es que su voz, con técnicas digitales, quedara grabada. Hoy resulta increíble escuchar esas obras, de referencia obligada para todo amante de Bach y del piano, con la voz del mismísimo Glenn Glould acompañando la digitación.  Y es increíble porque él, bajándose de los escenarios,  quería evitar lo que nosotros no podemos evitar en sus grabaciones.

NOTA: Les dejo justamente aquello que escucharán los extraterrestres que encuentren la Voyager.  A mí me deprime y me emociona al mismo tiempo el 4to preludio y fuga, a partir del minuto 11:14, porque la voz de Glenn molesta (o endulza) demasiado.  Y en segundo término les dejo un poco de Glenn en vivo, aunque sólo, con un contrapunto de El arte de la fuga. En ambas se escucha perfectamente al cantante.