viernes, 15 de julio de 2016

La oración infinita (James, Proust y Alpherin)

Hay escritores que tienen un estilo muy particular y definido: tan particular que hasta un tipo como yo, ajeno a los estilos, puede reparar en ellos, y tan definido que hasta un ágrafo podría reconocerlos al leerlos.

Los tres chaboncitos que señorean el título de este artículo se parecen en su forma de escribir: oraciones largas, larguísimas, enormes, inabarcables. Al primer intento de leerlos uno se defrauda.  ¿Cómo se puede entender una oración que tiene dos o tres subordinadas, donde cuesta encontrar el sujeto, donde uno deserta antes de llegar al punto final?

En el principio fue Halperín. Lo leí antes de los veinte. Tulio Halperín Donghi se encontró con mi pibe (conmigo) y no fue un buen maridaje. Teníamos gusto a torta de chocolate con queso roquefort. No nos entendíamos. Claro, el problema era del que escribió Una nación para el desierto argentino. No lo dudaba ni un segundo. Consulté a una eminencia en historia. La respuesta fue lapidaria: ¨no sabe escribir, pero te puede enseñar muchas cosas¨. Increíblemente  traduje el aserto de la siguiente manera: ¨no te puede enseñar a escribir¨; porque yo, además de gozar con la historia, quería aprender a escribir como los que saben. Cosas de pibe.

Con el tiempo descubrí que es impropio preguntarle a un historiador sobre literatura, y menos si no está interesado él mismo en aprender a escribir. Pero qué se yo, cuando uno es inmaduro cree que los profesores saben de cualquier cosa, (incluso, a veces, que saben enseñar).

No pasaba de los 30 cuando leí a Henry James. No me refiero al James conocido y divulgado, a ese de Otra vuelta de tuerca, que pude disfrutar antes de cumplir los cuatro años por boca de mi abuela. Hablo del último, de Las alas de la paloma, esa novela con frases que se desenvuelven como un papiro, que me remitieron inmediatamente a don Tulio. En este caso el diagnóstico me lo dio Borges. El ciego y nada boludo prócer de nuestra literatura prefería infinitamente las obras breves y de prosa menos heterodoxa del primer Henry. Y como donde manda capitán no manda marinero… Porque yo entonces estaba convencido: si un escritor habla de literatura, y más si es de renombre, es ciertamente inobjetable. Entonces condené Las alas de la paloma. No las olvidé. Las metí en una jaula.

Con Proust yo tenía un problema estético extraliterario. Se debía a un prejuicio. Su retrato de Blanche, que adjunto en este escrito. La imagen no era la de un afrancesado. Los afrancesados no son franceses. Pero los afrancesados se remiten a ese retrato de Proust. No era homofobia. Era simplemente un comentario que escuché casualmente a un escritor menor y que interpreté mal. Yo había compuesto un cuento horrible. Se lo pasé al menor. Me dijo, sin acabar de leerlo, ¨Proust jamás escribió la palabra boludo. Y eso que escribió miles de hojas¨. El nabo me había querido tachar de ordinario, y lo había logrado. Y probablemente tenía razón con respecto a mi labor literaria. No obstante lo cual, con respecto a Proust, el asunto se transformó en una cuestión personal entre el escritor mayor y yo … Quedé herido. A partir de ese día me propuse no leer jamás al autor de En busca del tiempo perdido. Era una decisión indeclinable que íntimamente sabía que no podía durar.

Probé de muchas maneras volver al escritor francés. De dorapa, en una librería, para evitar comprarlo, abrí un tomo de su obra magna. Hablaban duquesas, condes, madames, lacayos. Para peor, hablaban de cosas que me resultaban completamente ajenas. Eran pasajes que tenían dos pecados en literatura: el color local y el tiempo presente. Son cosas que envejecen rápido; herramientas del periodista (y de muchos escritores latinoamericanos).   
 Pero ni siquiera el azar de abrir páginas erradas me detuvo. Compré un tomo sólo porque lo estaban ofertando casi como un regalo.  Lo abrí en un pasaje que invertía mil palabras en una sola oración para decir de mil maneras diferentes que tenía apetito, y que recordaba a su criada favorita, que le hacía unos manjares inigualables. No lo pensé dos veces. Guardé el tomo junto a esas cosas que uno regalaría a los enemigos.
A pesar de todo, insistí. Un lustro más adelante le dije a mi abuela, ¨leeme esto. Quiero ver si mediante los oídos soy capaz de entenderlo¨ Al finalizar abuelita me miró y me dijo que no había entendido ¨una chotada¨, porque abuela gustaba de elegir las palabras para expresarse y para escribir, aunque lamentablemente entendía que en eso se agotaba el arte de la escritura. En tanto yo, había fracasado una vez más. El pasaje que abuela leyó trataba de los dolores estomacales del protagonista. Un bodrio increíble.
Sabía que Proust hacía malabares con el tiempo, la evocación, la memoria. Son materias que siempre me sedujeron. No iba a aflojar. Pero, precisamente necesitaba eso: tiempo.
Desde hace años le dedico un día de la semana a mis intereses principales. Es un sistema que me impuse. El lunes, urbanismo; el martes, religión; el miércoles, arte; el jueves, filosofía; el viernes, historia; el sábado, política y el domingo se lo dedico a la paja. Como considero que todas estas cosas no son más que diversos aspectos de la literatura, a la literatura en sí misma no le dedico ningún día en particular. En cuanto a los cuentos y las novelas me las llevo al baño. Cada vez que cago, leo. En este caso no soy nada sistemático. Hoy un cuento de Benedetti; mañana un capítulo cualquiera de Resurrección de Tolstoi, ya leído cien veces. Cuando algo me interesa mucho, lo desplazo al domingo, relegando la paja para otros tiempos.  Ese es el síntoma de que algo estrictamente literario me interesa. Y no pasa con frecuencia.
No hará seis meses, se me dio por ir al baño con La prisionera. Afortunadamente dí con un extensísimo pasaje donde mediante oraciones infinitas Proust nos habla de la muerte. No lo largué hasta que las piernas se me durmieron y tuvo que venir mi abuelita para limpiarme y sacarme del inodoro. Inmediatamente le dediqué los domingos a Proust, a recuperar el tiempo perdido. Y en eso estoy.
Cuando miro para atrás, yo mismo me desconozco. ¿Cómo pudo el azar ganarme más de una partida, y con tanta rapidez? ¿Cómo lo que dice un profesor puede tener tanto peso? ¿Por qué ahora yo me dedico a enseñar? En el fondo, las oraciones interminables, azarosamente, me hicieron interrogar sobre la labor docente.

Hay algo perverso, una gratificación insana, masoquista, en leer una y otra vez la misma oración para descifrarla. Se diría que se trata más de una forma de lectura que de una forma de escritura. En el caso puntual del francés, hay una desarticulación del tiempo que es consecuente con  la temática de su librazo. Si el tiempo está trabajado como una plastilina es natural que las oraciones también. Con don Tulio creo encontrar al tiempo del historiador subversivo, que maltrata el tiempo, paradójicamente, para mostrarlo, para que exista. Así, veo en su lectura un desmontaje de la flecha del tiempo, como si nos obligara a reparar en su sustancia. En cuanto a James, creo que no logró nada más que la forma. Pero Henry me dejó una lección incalculablemente hermosa: se puede cambiar de estilo radicalmente a edad bastante avanzada y con prestigio ya logrado. En efecto,  cambió tanto su estilo como su nacionalidad: parece otro escritor, hasta con intereses diferentes. Tulio, Henry y Proust, se parecen solo en el aspecto de las oraciones, y vagamente. Son prácticas que atacan la forma y no siempre el contenido. Además, son estilos muy obvios y definidos, como los de Borges o Filloy, fáciles de imitar, lo cual no nos hace equiparables a estos monstruos; que en fin de cuentas eso ya se hizo.

 Para bien o para mal, la vida es infinita, como algunas oraciones, y hay veces en las cuales hasta entendemos su significado. Eso sí; no podemos estudiarla  ni entenderla sin vivirla. Mientras mi abuelita agoniza, yo le leo a Proust, le indico que falta un momento para terminar la oración, que después viene el otro tomo, que el tiempo es un recuerdo y que lo que recordamos no siempre nos ayuda. Ella me pide que le repita la última oración. Quiere entenderla antes de morir. Lo que es fácil no vale la pena.

jueves, 14 de julio de 2016

El extraño fetichismo de Néstor Kohan

Pensaba comprarme un libro de Néstor Kohan. Quería hacerle justicia. Vengo mirando los videos de la Cátedra Che Guevara que colgó en el youtube.  Son muy buenos. Es un tipo simpático, piola y copado. Y sabe. Sabe mucho. Un experto en marxismo. Debe haber poca gente en el país que sepa tanto como él sobre Marx. Y yo, que transité sus discursos virtuales con placer, quería conocer otro aspecto de Néstor: lo que escribe.

Sin embargo, tiene contraindicaciones. Es un poco fundamentalista, es un poco foquista, es un poco muchas cosas. Es de esos tipos para los cuales todo papel escrito por Marx es imprescindible. Da lo mismo los pasajes que el mismo pensador subrayó en El capital que la lista de libros que le tiró al empleado de la Biblioteca Británica o las cartas que le confeccionó a Jenny, su mujer,  para avisarle que se vaya a dormir porque él iba a quedarse trabajando toda la noche. Néstor opera como los teólogos que no pueden olvidar las cartas a los tesalonicenses sin ponerse colorados. Si hay alguna contradicción entre estas cartas y los evangelios, siempre, pensándolo seriamente, se podrá arreglar. 

Pero lo que más me alertó de Kohan fueron sus incoherencias. No son muchas, pero me parecieron alarmantes. Recuerdo un video donde comenta el famoso apartado de El capital donde Marx nos habla sobre el fetichismo de la mercancía. Esas fascinantes cuatro páginas son expuestas en más de una hora de video. No es un exceso, lo hace muy bien y le mete onda. Pero durante todo el video, al igual que en todos los videos, está con el mate en la mano, y las fotitos de Marx, de Walsh, y de muchos otros que nos miran desde los anaqueles. Agreguemos que—y esto fue lo que más me conmocionó—  como siempre invita a leer a otros autores,  sacando un libro de la biblioteca, dos libros, tres libros, infinitos libros, todos añejos, trabajados, agotados la mayoría. El cariño que tiene Kohan al hablar de esos libros es emocionante. Pero yo no podía olvidar que el tipo estaba hablando del fetichismo de la mercancía. En cuanto a él, es claro que lo había olvidado; o mejor dicho, es claro que se había olvidado de él mismo, que estaba alienado. Siempre con la mate en la mano, ya frío, sólo le faltaba besar la foto de Marx.

Sentí empatía con su extraño fetichismo, porque soy igual. Para mi los libros caminan y me dominan;  me viven, me cosifican. 

Se puede aprender mucho de Néstor, siempre que uno sepa poner el filtro donde debe ir. Es un artista y un profesor de primera que no sólo sabe transmitir un conocimiento, sino también una emoción. Incluso se puede aprender sobre uno mismo. Es más, te puede cambiar la forma de pensar. Pensaba comprarme un libro, pero lo pensé mejor y me decidí por bajar un PDF. No sea cosa que después termine con la fotito de Néstor Kohan en la biblioteca.

Dejo un video de la Cátedra: 
https://www.youtube.com/watch?v=eMpbMO9jTVg





sábado, 9 de julio de 2016

Las meninas de Macri

Por un amigo me vengo a enterar que para conmemorar el bicentenario de la independencia el gobierno sacó esta foto en el diario La Nación. Cuando vi la escena no lo pude creer. Eso ya lo había visto...


La cita de Benjamin, muy apropósito del arte y de la política,  es de mi amigo

Bueh. Son tan obvios que construyeron la imagen recurriendo a una de las pinturas más famosas de la historia. Sino, miren Las meninas de Velázquez de derecha a izquierda.  En otras palabras, invirtieron la secuencia. 



Nada es casual. Esa diagonal hacia abajo ocupando 4 cabezas, los 8 personajes del primer plano, la pata sobre el perro, la posición de la del triciclo que es un volumen idéntico a la que flexionó las rodillas; los marcos a espaldas de la figura central, y ponele un mantel a la mesita y tenés a la pollera... 
Considero que se trata de una cinicada de marca mayor. Me los imagino construyendo la imagen. ¨Che, qué tal si ponemos a la vieja en el lugar de la princesa¨. ¨Dale, y ponemos a este en el lugar del bufón y al rancho en el lugar del palacio¨. Y así por una hora de carcajadas. 
No podían haber sido más crueles. La protagonista de esta pintura, Margarita Teresa de Austria, murió a las 21 años de una enfermedad típica del siglo XVII. Tal vez ese es el destino que suponen en la protagonista de la foto. SI, una muerte por tifus. 

miércoles, 6 de julio de 2016

Dos matrimonios de luto

El Ángelus de Millet es un clásico de la depresión. Estos campesinos, que parecen estar agradeciendo a dios por la cosecha, estarían esperando un bebé. De hecho ¨Ángelus¨ remite al ángel que le viene a decir a María que está embarazada, como parece estarlo la protagonista.

Sin embargo, al primer golpe de vista, lo que parecen estar haciendo estos campesinos es despidiendo a su hijo, (lo cual no excluye que estén esperando otro). Esto fue sospechado por años hasta que, gracias a Salvador Dalí, y rayos X mediante, hoy sabemos que Millet primero pintó un ataúd donde hoy aparece la cesta. Esto se ajustaría con la iglesia que aparece débilmente en el fondo ¿Qué pasó en el medio? Parece que Millet se asustó de su propio lienzo y prefirió algo más normal para los saboreadores del arte de su tiempo. Pero la fuerza en los gestos y en la actitud de los protagonistas ha trascendido la literalidad de la cesta. Millet no pudo ocultar su intención primera por la misma destreza de su arte, por su misma genialidad.

Me gustaría acotar que el campesino, históricamente, siempre estuvo atado a los ciclos de la vida y de la muerte (la siembra y la cosecha), y a otros ciclos naturales (las estaciones, las sequías, las épocas de lluvias copiosas y todo eso). Ellos entierran a su niño, esperan otro,  y siguen trabajando, aunque, momentáneamente han dejado las herramientas inertes: como el tridente que en la pintura descansa clavado en la tierra.

Sin embargo, yo no puedo dejar de ver en el Ángelus otra tela memorable: Gótico americano de Grant Wood. En este cuadro el tridente está mirando hacia arriba, dialogando con la ventana gótica de la casa, que trae ecos de una iglesia. El granjero sujeta firmemente el tridente y una mujer— ¿su hija?— parece sostenerlo desde atrás. Hay cierto aire de defensa en el rostro del granjero, y hay algo de reja y de arma en el tridente. El tipo se siente amenazado y ella le implora,  tal vez, moderación. ¿Está defendiendo su casa o una iglesia? Wood aseguró que se trata de una casa, aunque lo que remata el edificio bien podría ser una cruz. De la mujer no dijo nada, pero yo siento que es su jovencísima esposa, y que tal vez esté embarazada, como cualquier mujer normal de esos tiempos y de ese medio. Por lo tanto, yo, como un epígono de Dalí, no quedo convencido de lo que dijo el artista. Alguien—no recuerdo quien—alguna vez disparó que las cortinas tapan el interior porque se trata de un momento de luto. (Y nótese que se trata de un día radiante y que la dirección de las sombras revelan que no se tapó las ventanas para evitar el sol.)


No puedo dejar de ver un contrapunto entre el catolicismo implícito en Millet, y su idealización del campesino inocente y puro,  y el protestantismo implícito en Wood, que es la otra cara de la moneda. Quizás esto sea llevar el análisis un poco lejos. Pero lo mismo le dijeron a  Max Weber cuando publicó La ética protestante.    

Los claveles

En la Quebrada de Humahuaca se están dando emprendimientos novedosos. La zanahoria, la acelga, los pimientos y la frutilla le dan un color inédito al paisaje, que compite con el arco iris de los cerros. Casi podríamos decir que le dan sabor, le dan vida.
Estos cambios en la paleta del ambiente contribuyen, con el turismo, a fortalecer los corazones y a estimular la vista.
Pero estos nuevos cultivos se dan sobre las pocas tierras fértiles de la quebrada. El que más llama la atención es el clavel. Miles de claveles adornan las pupilas y las fotos que nadie se resiste a sacar, como para eternizar la experiencia estética.

Pero esos claveles son utilizados principalmente para ornamentar los cementerios de todo el país, los nichos más feos, las tumbas más oscuras.  Y también para eternizar a los que queremos con un gesto y un poco de belleza.