Hay escritores que tienen un estilo
muy particular y definido: tan particular que hasta un tipo como yo, ajeno a
los estilos, puede reparar en ellos, y tan definido que hasta un ágrafo podría
reconocerlos al leerlos.
Los tres chaboncitos que señorean el
título de este artículo se parecen en su forma de escribir: oraciones largas,
larguísimas, enormes, inabarcables. Al primer intento de leerlos uno se
defrauda. ¿Cómo se puede entender una
oración que tiene dos o tres subordinadas, donde cuesta encontrar el sujeto,
donde uno deserta antes de llegar al punto final?
En el principio fue Halperín. Lo leí
antes de los veinte. Tulio Halperín Donghi se encontró con mi pibe (conmigo) y
no fue un buen maridaje. Teníamos gusto a torta de chocolate con queso
roquefort. No nos entendíamos. Claro, el problema era del que escribió Una nación para el desierto argentino.
No lo dudaba ni un segundo. Consulté a una eminencia en historia. La respuesta
fue lapidaria: ¨no sabe escribir, pero te puede enseñar muchas cosas¨. Increíblemente traduje el aserto de la siguiente manera: ¨no
te puede enseñar a escribir¨; porque yo, además de gozar con la historia,
quería aprender a escribir como los que saben. Cosas de pibe.
Con el tiempo descubrí que es impropio
preguntarle a un historiador sobre literatura, y menos si no está interesado él
mismo en aprender a escribir. Pero qué se yo, cuando uno es inmaduro cree que
los profesores saben de cualquier cosa, (incluso, a veces, que saben enseñar).
No pasaba de los 30 cuando leí a
Henry James. No me refiero al James conocido y divulgado, a ese de Otra vuelta de tuerca, que pude
disfrutar antes de cumplir los cuatro años por boca de mi abuela. Hablo del último,
de Las alas de la paloma, esa novela
con frases que se desenvuelven como un papiro, que me remitieron inmediatamente
a don Tulio. En este caso el diagnóstico me lo dio Borges. El ciego y nada
boludo prócer de nuestra literatura prefería infinitamente las obras breves y
de prosa menos heterodoxa del primer Henry. Y como donde manda capitán no manda
marinero… Porque yo entonces estaba convencido: si un escritor habla de
literatura, y más si es de renombre, es ciertamente inobjetable. Entonces
condené Las alas de la paloma. No las
olvidé. Las metí en una jaula.
Con Proust yo tenía un problema
estético extraliterario. Se debía a un prejuicio. Su retrato de Blanche, que
adjunto en este escrito. La imagen no era la de un afrancesado. Los
afrancesados no son franceses. Pero los afrancesados se remiten a ese retrato
de Proust. No era homofobia. Era simplemente un comentario que escuché
casualmente a un escritor menor y que interpreté mal. Yo había compuesto un
cuento horrible. Se lo pasé al menor. Me dijo, sin acabar de leerlo, ¨Proust
jamás escribió la palabra boludo. Y
eso que escribió miles de hojas¨. El nabo me había querido tachar de
ordinario, y lo había logrado. Y probablemente tenía razón con respecto a mi
labor literaria. No obstante lo cual, con respecto a Proust, el asunto se
transformó en una cuestión personal entre el escritor mayor y yo … Quedé
herido. A partir de ese día me propuse no leer jamás al autor de En busca del tiempo perdido. Era una
decisión indeclinable que íntimamente sabía que no podía durar.
Probé de muchas maneras volver al
escritor francés. De dorapa, en una librería, para evitar comprarlo, abrí un
tomo de su obra magna. Hablaban duquesas, condes, madames, lacayos. Para peor,
hablaban de cosas que me resultaban completamente ajenas. Eran pasajes que tenían
dos pecados en literatura: el color local y el tiempo presente. Son cosas que envejecen
rápido; herramientas del periodista (y de muchos escritores latinoamericanos).
Pero ni siquiera el azar de abrir páginas erradas
me detuvo. Compré un tomo sólo porque lo estaban ofertando casi como un regalo.
Lo abrí en un pasaje que invertía mil
palabras en una sola oración para decir de mil maneras diferentes que tenía
apetito, y que recordaba a su criada favorita, que le hacía unos manjares
inigualables. No lo pensé dos veces. Guardé el tomo junto a esas cosas que uno
regalaría a los enemigos.
A pesar de todo, insistí. Un lustro
más adelante le dije a mi abuela, ¨leeme esto. Quiero ver si mediante los oídos
soy capaz de entenderlo¨ Al finalizar abuelita me miró y me dijo que no había
entendido ¨una chotada¨, porque abuela gustaba de elegir las palabras para
expresarse y para escribir, aunque lamentablemente entendía que en eso se
agotaba el arte de la escritura. En tanto yo, había fracasado una vez más. El
pasaje que abuela leyó trataba de los dolores estomacales del protagonista. Un
bodrio increíble.
Sabía que Proust hacía malabares con
el tiempo, la evocación, la memoria. Son materias que siempre me sedujeron. No
iba a aflojar. Pero, precisamente necesitaba eso: tiempo.
Desde hace años le dedico un día de
la semana a mis intereses principales. Es un sistema que me impuse. El lunes,
urbanismo; el martes, religión; el miércoles, arte; el jueves, filosofía; el
viernes, historia; el sábado, política y el domingo se lo dedico a la paja.
Como considero que todas estas cosas no son más que diversos aspectos de la
literatura, a la literatura en sí misma no le dedico ningún día en particular. En
cuanto a los cuentos y las novelas me las llevo al baño. Cada vez que cago,
leo. En este caso no soy nada sistemático. Hoy un cuento de Benedetti; mañana
un capítulo cualquiera de Resurrección
de Tolstoi, ya leído cien veces. Cuando algo me interesa mucho, lo desplazo al
domingo, relegando la paja para otros tiempos. Ese es el síntoma de que algo estrictamente
literario me interesa. Y no pasa con frecuencia.
No hará seis meses, se me dio por ir
al baño con La prisionera. Afortunadamente
dí con un extensísimo pasaje donde mediante oraciones infinitas Proust nos
habla de la muerte. No lo largué hasta que las piernas se me durmieron y tuvo
que venir mi abuelita para limpiarme y sacarme del inodoro. Inmediatamente le
dediqué los domingos a Proust, a recuperar el tiempo perdido. Y en eso estoy.
Cuando miro para atrás, yo mismo me
desconozco. ¿Cómo pudo el azar ganarme más de una partida, y con tanta rapidez?
¿Cómo lo que dice un profesor puede tener tanto peso? ¿Por qué ahora yo me
dedico a enseñar? En el fondo, las oraciones interminables, azarosamente, me
hicieron interrogar sobre la labor docente.
Hay algo perverso, una gratificación
insana, masoquista, en leer una y otra vez la misma oración para descifrarla.
Se diría que se trata más de una forma de lectura que de una forma de
escritura. En el caso puntual del francés, hay una desarticulación del tiempo
que es consecuente con la temática de su librazo. Si el tiempo está trabajado como
una plastilina es natural que las oraciones también. Con don Tulio creo
encontrar al tiempo del historiador subversivo, que maltrata el tiempo, paradójicamente,
para mostrarlo, para que exista. Así, veo en su lectura un desmontaje de la
flecha del tiempo, como si nos obligara a reparar en su sustancia. En cuanto a
James, creo que no logró nada más que la forma. Pero Henry me dejó una lección
incalculablemente hermosa: se puede cambiar de estilo radicalmente a edad bastante
avanzada y con prestigio ya logrado. En efecto, cambió tanto su estilo como su nacionalidad:
parece otro escritor, hasta con intereses diferentes. Tulio, Henry y Proust, se
parecen solo en el aspecto de las oraciones, y vagamente. Son prácticas que
atacan la forma y no siempre el contenido. Además, son estilos muy obvios y definidos,
como los de Borges o Filloy, fáciles de imitar, lo cual no nos hace
equiparables a estos monstruos; que en fin de cuentas eso ya se hizo.
Para bien o para mal, la vida es infinita,
como algunas oraciones, y hay veces en las cuales hasta entendemos su significado.
Eso sí; no podemos estudiarla ni
entenderla sin vivirla. Mientras mi abuelita agoniza, yo le leo a Proust, le
indico que falta un momento para terminar la oración, que después viene el otro
tomo, que el tiempo es un recuerdo y que lo que recordamos no siempre nos
ayuda. Ella me pide que le repita la última oración. Quiere entenderla antes de
morir. Lo que es fácil no vale la pena.
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