martes, 15 de enero de 2013

Dos escritos sobre adolescencia

                             
                        Algunas apreciaciones  sobre la adolescencia
Estamos en una época en la cual todos aspiramos a materializar esa sociedad que describió magistralmente Aldous Huxley en Un mundo feliz:  una sociedad constituida sólo por jóvenes, sin padres, en la cual ya nadie recuerda lo que es ser viejo, y cuando aparece uno, despierta asco y repulsión. Hoy los jóvenes lo son todo. Incluso, los jóvenes son el modelo a seguir… por los viejos.[1]
Pero, además, los jóvenes que sirven de modelo, ya no son los jóvenes de antaño, esos que ya se habían realizado en la vida y probablemente trabajarían hasta la muerte de lo mismo que papá. La adolescencia se ha extendido al mismo tiempo que la expectativa de vida, y una persona de 30 años bien puede tener conductas y pensamientos propios de los adolescentes, no haber terminado una carrera, no tener una vocación definida, un ingreso propio o seguir viviendo con la mamá.[2]
Sin embargo, ¿cuándo comienza la adolescencia? Una posibilidad es considerar el debut sexual, que viene a significar la muerte de la infancia. Otra posibilidad la encontramos en un libro de título revelador: El otoño de la inocencia, de Stephen King. King no recurre a cuestiones románticas o sexuales. Se trata de un grupo de amigos muy unido que un día descubre que la amistad tampoco es eterna, que existen las diferencias económicas, que probablemente tengan intereses tan diferentes que en pocos años no tendrán ningún interés en hablar entre ellos. En ese golpe también está el inicio de la adolescencia.
Pero esos jóvenes de entre 15 y 30 años, que aquí vamos a llamar adolescentes, además de ser un discutible modelo a seguir, también provocan miedo entre los mayores.[3] El psicoanalista Philippe Jeammet menciona como al pasar uno de los rasgos más escalofriantes de este problema: la destrucción de los monumentos. Estos son sinónimo de pasado, de lo inmutable, de valores transmitidos a las generaciones futuras. La destrucción de los monumentos no es algo de que puedan dar cuenta los vándalos. Las motivaciones son muy profundas, inconscientes.
¿Cómo contener este flagelo? Hay otra mirada desde cierta psicología. Suponen que los padres de hoy llegan tarde de trabajar y están cansados, en consecuencia no tienen voluntad para poner límites y mostrarse como autoridad frente a sus hijos. (Una forma de sobreprotección hacia los adultos por parte de ciertos psicólogos.) Y esto es importante, nos dicen, porque si los adolescentes están descarrilados, la solución sería comenzar por poner en vía a los niños.[4] Esta solución se me ocurre un poco adolescente. Supongamos que yo pregono las ventajas que esto reportaría no solo a los niños, sino también a los padres. En el mejor de los casos algún papá podrá cambiar de actitud frente a su hijo – o tal vez podrá cambiar de trabajo—,  pero socialmente las cosas continuarán siendo tal como son, y así estos consejos huelen más a libros de autoayuda que a una solución.
Quizás la solución esté en la hermosa propuesta de Rivelis. El propone la aplicación en la enseñanza del aparato psíquico integro. Esto significa darle realce al saber y a la creación por igual. El saber tiene que ver con la ciencia, con la lógica, con la certeza, con todo eso que se suele vincular a la enseñanza. La creación tiene que ver con la asociación libre, la valoración de la duda, el ámbito del arte, de la ficción, de la subjetividad. Rivelis enseña que “la consideración de la subjetividad en los alumnos lleva a la valoración de las diferencias.” Y esto es importante porque en el aula siempre está en juego la subjetividad, aunque no se la valore adecuadamente. Como remarca el autor, es esencial que el mismo docente reconozca en sí mismo la presencia de esa subjetividad. Ese es el primer paso para que él se convierta en un modelo de relevo de los padres y pueda ejercer funciones subjetivantes en los alumnos.[5]
Sin embargo, con la adolescencia parece haber un problema que se nos escapa, como un fantasma. Si pudiéramos identificar el problema y atacarlo sería muy bonito. Pero qué pasa si el problema está en el fondo del inconsciente colectivo…
Phillippe Aries, fue un historiador que desde su materia vio las cosas desde otro lugar.  El dice que la demografía, como un lenguaje secreto, revela una actitud frente al niño. La bajísima tasa de natalidad, especialmente en los países desarrollados, expresa una hostilidad larvada, solapada, por parte de los adultos. Esa hostilidad se manifiesta incluso como lo contrario, una preocupación excesiva por todo lo referente a los pupilos. Es como si estuviésemos sobreprotegiendo a los niños (de palabra) y después se revelaran inconformes en la adolescencia. Para Aries, queda claro, los hostiles no son los adolescentes, son los adultos.
Hay un problema conceptual, no solo con la adolescencia, sino también con otras edades. En consecuencia, el problema conceptual de ¿qué es la adolescencia? no se puede aislar de ¿qué es un adulto? o ¿qué es un anciano? porque los que conceptualizan son los adultos, y así los adultos dicen mucho de ellos mismo al adjetivar a los adolescentes. En este sentido los adolescentes son el espejo de la sociedad (de la sociedad de los adultos.)
La referencia recurrente a “segunda juventud” o “adultos mayores”, que remiten a personas de cuarenta años y a ancianos, respectivamente, son una expresión de esta hostilidad larvada.  Los adolecentes no son ajenos a esto. El término mismo “adolescente” ha quedado restringido  a los alumnos secundarios, prefiriéndose el término “jóvenes” cuando se refiere a ellos fuera de las aulas.[6] Esto no parece casual.  Cuando la sociedad adulta hizo la mea culpa por Malvinas, se rotuló a los combatientes como “los chicos de la guerra”. En esa guerra, como en todas las guerras, quienes combatieron fueron soldados de 18 a 19 años. Personalmente he hecho esa observación en más de una oportunidad, y me sorprendí al escuchar la misma respuesta. Como saliendo del brete me respondieron que esos chicos no tenían instrucción militar. Y me pareció notar que en el inconsciente esa “instrucción” significaba que no se les había enseñado algo y que por lo tanto eran niños o chicos. En otras palabras: la educación hace grandes a las personas. Otro ejemplo en el mismo sentido lo encontramos en los jóvenes que son víctimas de asaltos. Ellos también son “chicos”. Siempre son “chicos” cuando son víctimas. Y cuando en estos episodios se produce un lamentable desenlace se suele anunciar: “el chico estudiaba”. Pero el victimario, el asesino, “no es ningún chico porque sabe agarrar un arma”. Sabe algo. Es todo un hombre, un joven, raramente se lo rotula como adolescente. El chico tiene algo de inocencia, y lo contrario de inocente es… culpable. El adolescente, conceptualmente, no es inocente y tampoco es culpable. Está en el medio. No es inocente ni tampoco asumió toda la responsabilidad que se espera de un adulto.[7]
Y es que la educación se ha extendido tanto que ha llevado a la adolescencia casi hasta la desaparición. En un profesorado, por ejemplo, uno puede encontrar un abanico etario muy amplio. Aquellos que recién terminan el secundario y se meten en una carrera de profesorado se enfrentan con materias que tematizan las conductas y la psicología adolescentes, ya en el primer año. Estos adolescentes de 18 o 19 años enfrentan esas enseñanzas de una manera diferente, porque les están enseñando… sobre ellos mismos. Y en eso hay una negación de base, porque se están mirando en el espejo. (Por ejemplo la referencia a los ídolos como un modelo alternativo, la necesidad de idealizar algo y así tener una identidad un tanto prestada, la misma idealización de amor y del amor y otra enseñanzas pueden malinterpretarlas no por falta de capacidad, sino porque se sienten el mismo objeto de estudio, porque sienten que los están mirando.)[8] Y aquí las enseñanzas de Rivelis vienen muy a cuento.
En tiempos como hoy, donde la educación se vive como algo sin edad, es muy difícil encasillar a los adolescentes como tales por el mero hecho de estudiar. Me gustaría ilustrar con un ejemplo personal. Terminé el secundario con 22 años, en un colegio para adultos. El promedio de edad de los alumnos era de unos 35 años, y había quienes superaban los 60. Invariablemente todos los profesores nos llamaban “chicos”. Por supuesto que era así por una simple costumbre, pero es precisamente por  eso que hay que problematiza las costumbres: en una simple costumbre puede esconderse una clave. Aries, dixit.

              Leer en los adolescentes
Si usted es padre sería bueno que entienda algo: usted no está criando un niño, está criando un adulto, una persona que algún día abandonará el hogar. Para esa separación, para ese duelo inevitable, para aceptar que todo cambia, es necesario que empiece ahora por vislumbrar que a su hijo, ese que en menos de 20 años será un adulto, le restarán acaso 60 años de adultez, y que sería bueno que viva semejante tamaño de tiempo resguardado de las contingencias de este mundo, con una personalidad y con un carácter que lo ayuden a enfrentar la vida, que por cierto, no es precisamente un sendero de rosas. Una gran responsabilidad tiene usted para que esa persona (su hijo) viva el resto de su vida (la de su hijo, no la suya) de la mejor manera posible. Y una gran parte de esa responsabilidad se traduce en la capacidad que usted tiene que tener para poder leer…
El adolescente no es más que la consecuencia de lo que fue un niño. Y un niño que usted ha criado. Por lo tanto no debería asombrarse de ciertas características de la adolescencia que no son otra cosa que el resultado de lo que usted en buena medida ha promovido. Con esto no estoy afirmando que su hijo no tenga predisposiciones naturales, genéticas. (Ese niño fue lo que se le atribuyó objetivamente y lo que asumió subjetivamente en un proceso dialéctico.). Sólo observo un hecho: usted lo ha criado, lo cual es mucho. Y durante la adolescencia debe seguir criándolo, porque aunque lo parezca, aún no es un adulto.
Por eso, para hablar de la adolescencia, en necesario empezar por la infancia.
La capacidad que tengan los padres de regular las manifestaciones impulsivas (represión de la impulsividad)  de los niños es importante para que el día de mañana no respondan impulsivamente a los estímulos siempre contingentes que nos presenta la vida. Ante esas contingencias usted lo estará protegiendo a futuro.  Paciencia, capacidad de frustración, vergüenza, asco, miedo, si son bien absorbidos por el niño, repercutirá en una fortaleza para toda la vida. En otras palabras,  algunos actos no los realizará por miedo, por asco, etc. Se trata de que incorpore consciencia moral y sentimiento de culpabilidad como estructura, como un edificio con buenos cimientos. Para eso es necesario que el pequeño experimente  una frustración sana: o sea, no todo es posible. Es ahí donde aparece su rol de padre.
En la psiquis del niño quedan marcas que lo acompañaran toda la vida de forma latente y que se manifestarán oportunamente; por ejemplo en la adolescencia. Recuérdelo.
Cuando el niño se hace adolescente hay cosas que cambian. Se produce un desorden psíquico que está en función de volver a ordenar en otro sentido. Ese desorden se da también en el nivel físico y simbólico. Las cosas y las personas ya no representan eso que representaban en la infancia. De alguna manera el púber debe volver a reinventarse, y eso supone un trabajo psíquico importante, y en buena medida, doloroso.
             
Al mismo tiempo el adolescente descubre que el tranquilizador binarismo niños-adultos es más complejo de lo que suponía. Hay cadenas de generaciones. El niño puede saber que la abuela es la madre del papá, pero no lo comprende. Para el niño los padres y abuelos son arquetipos que están como fuera del tiempo, idealizados. El adolescente descubre el sentido último de esta sucesión de generaciones: la muerte. Esos abuelos tuvieron abuelos y así ad infinitum. Quizás el descubrimiento más importante no sea la muerte en sí, sino la finitud de todo.
            ¿Y este adolescente dónde se ubica a sí mismo en este descubrimiento? Para decirlo un poco toscamente: en el medio. En una situación ambigua en la cual no es niño ni es adulto. Pero, paradójicamente, ahora tiene la certeza de que va a ser adulto, prontamente. Es una tortuga sin caparazón.
            La adultez es la Tierra prometida de los niños. Sus padres son los referentes de ese mundo adulto y lejano. Sin embargo, al llegar a la pubertad, el muchacho descubre que el significado mismo de “padres” resulta equívoco. De repente la visión idealizada de sus progenitores entra en conflicto con la realidad, que le muestra que usted, papá, es sólo uno más entre miles que hay en el mundo, y ni siquiera él podría asegurar que es el mejor ni mucho menos.
            Claro, no es para que se alarme tanto, hay una adhesión afectiva que aún los vincula.
            El joven se tiene que volver a apropiar de su cuerpo. Y sólo los pares o las primeras relaciones amorosas le dirán lo que es ese cuerpo, porque ahora necesita verse en un espejo, que ya no podrá ser el espejo de los papás.              
            Y también hay cosas que están presentes siempre, tanto en usted como en su hijo, como en su padre (el abuelo de su hijo.) Eso que siempre está presente, asumiendo diversas formas, es el Otro. Nunca estamos completos y necesitamos completarnos de algún modo, de la cuna a la tumba. En el niño ese otro serán los padres, luego la escuela y sus docentes. En el adolescente serán sus ídolos inmaculados, en los adultos será el amor. Siempre recuerde que le escapamos a la soledad y que la soledad nos angustia. Lea bien en su hijo: ese joven que cuestiona todo lo hace porque necesita una respuesta, una respuesta novedosa. Y recuerde que el que pregunta y no es escuchado está solo. Acompáñelo. Sepa que lo que busca, más aún que una respuesta, es un oído, alguien que lo escuche.
            Y usted también se puede enriquecer si abre los oídos que ya asoman canas. El adolescente los interpelará, y muchas de sus observaciones serán más que pertinentes. Porque usted muy probablemente tampoco sea dueño de lo que hace y esté alienado por una sociedad que le dicta lo que debe hacer. O sigue a ciegas los mandatos paternos (de los abuelos del pibe.) O está viviendo lo que los filósofos llaman “existencia inauténtica”: vivir de prestado según lo que se espera de uno. Todo esto quizás su hijo ya velludo no lo exponga en estas palabras. Por eso tiene que aprender a escuchar.
            Y “escuchar” es un término muy generoso en este caso dado que los adolescentes en general no se expresan directamente. Dan como vueltas al hablar, entran en contradicciones. Pero lo más importante es que por regla los púberes actúan, no hablan. Por eso debe escucharlos con todo el cuerpo, debe escucharlos con los ojos. Quizás el muchacho o la muchacha no hable, pero le está intentando decir mil cosas que no puede vehiculizar por medio de la palabra.  Y no debe mirar para otro lado, porque lo que le puede estar diciendo es… ¡auxilio! Si, “auxilio”, porque a pesar de todo lo que aparenta con sus actos y sus palabras, los padres siguen siendo los padres, y usted debe hacerse responsable, como cuando su hijo era un niño.
            Y si no están pidiendo auxilio pueden estarles agradeciendo lo bueno que son como padres. Pero nunca lo harán explícitamente sino de una forma indirecta. Por eso es bueno que usted tampoco caiga en la ingenuidad adolescente de suponer que su hijo lo quiere porque ha recibido de sus manos un lindo regalo de cumpleaños. En la vida, por regla general, las cosas no son tan explicitas y pornográficas. Debe aprender a leer en las personas, en los actos, en las palabras, indirectamente, de la misma manera que interpretamos el buen arte no por lo que vemos sino por lo que está sugerido.[1] Con la adolescencia el muchacho adquiere un arma fundamental, que es más sutil que la fuerza física: la astucia. Es por eso que los padres deben aprender a interpretar. Un buen regalo puede ser un acto de manipulación. Un insulto puede ser una llamada de auxilio.
Puede pasar que su pibe o piba no lave los platos y se bañe esporádicamente. De niño no se comportaba así y llegaba a bañarse hasta cuatro veces al día espontáneamente. Pero un buen día se entera que visitando a los primos se baña, se perfuma, lava los platos y encera los pisos. ¿Qué pasó?   Juegan a lo que no son, están persiguiendo y construyendo una identidad. Esa identidad es un lugar en el mundo. Están buscando su lugar. Y cuando digo “su” lugar, de alguna manera me refiero a su lugar, el que ocupa usted como padre.
            Es el famoso  complejo de Edipo que retorna. Este se caracteriza, en la infancia, por la presencia simultánea y ambivalente de deseos amorosos y hostiles hacia los progenitores[. Se trata de un concepto central de la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud, expuesto por primera vez dentro de los marcos de su primera tópica. En términos generales, Freud define el complejo de Edipo como el deseo inconsciente de mantener una relación sexual (incestuosa) con el progenitor del sexo opuesto y de eliminar al padre del mismo sexo (parricidio.) Durante la adolescencia, el joven revive este antiguo conflicto con los padres, que le provoca ambivalencia afectiva. Ahora está atrapado en un cuerpo biológicamente  maduro y en una situación psíquica de indefensión relativa, no absoluta. Ahora la división principal no es sexual, sino generacional: lo que lo diferencia del papá es la edad. Y aún más: Ahora posee un cuerpo tal vez más grande y fuerte que el del padre Y al menos en teoría podría dar término satisfactorio al Edipo sometiéndolo. (Y crecer es un acto agresivo en sí mismo.) Pero ¿recuerdan que el púber descubre la muerte? También descubre en un solo movimiento que no es necesario matar al padre, porque este de todos modos morirá.
            Y quizás ese adolescente le ayude a escucharse, a leerse  a usted mismo. Es un lugar común en los padres decirle a los hijos: “yo también fui joven.” Pero la verdad es que los que más se sienten aludidos con ese aserto son los propios padres. Los pibes les muestran a sus mayores, como un espejo, que ellos también fueron adolescentes, con sus sueños, sus proyectos truncos, sus ideales perdidos, sus metas pospuestas. Y tal vez muchas de esas metas y sueños vuelven a renacer. Acaso tenía que llegar nuestro hijo a la adolescencia para que podamos reparar en todo lo que hemos postergado y darnos felizmente cuenta de que nunca es demasiado tarde para recuperar ciertos aspectos de nuestra autenticidad, de lo que somos y habíamos olvidado.
            También tenga en cuenta que ser adulto no es sinónimo de ser maduro. Durante la pubertad de su hijo usted tiene que demostrar(se) que es maduro, que puede sostener un conflicto con altura y no morir en el intento. Y no ceje, no permita que sus fuerzas decaigan antes de tiempo. Si su hijo triunfa de usted muy rápidamente y con facilidad, no será ninguna ventaja para él. Le habrá transferido la responsabilidad sin una propedéutica adecuada. Será para él como cuando la fruta inmadura es arrancada del árbol: no cae naturalmente, es un desgarramiento.  Es necesario que esa inmadurez constitutiva de la adolescencia se prolongue todo lo razonablemente necesario. La inmadurez es saludable en los jóvenes. Es imprescindible que transite esos años al amparo de los adultos, irresponsablemente, porque eso es vital para que ensaye, como en una obra de teatro, el papel que elija asumir en la vida y forme un carácter fuerte y personal. (Y lo mismo vale para la maduración sexual.) Notará que su pibe cambia de roles permanentemente y que le pide que transfiera toda la responsabilidad habida y por haber. Escúchelo entre líneas. No sea literal. Si el adulto le contesta en los mismos términos que los planteos que le trae, él instintivamente notará que usted se ha puesto a su altura, se ha transformado en un adolescente. A él tampoco le va a gustar eso, y usted no le estará haciendo ningún bien.
El conflicto, bien entendido, es necesario y fundador de la personalidad adulta de su pibe. Lo librará de muchos escollos y de una neurosis irreversible, (porque todo lo que no cierra adecuadamente en una etapa fundacional de la vida retorna de alguna manera.) Por eso, si hizo bien los deberes como padre de un niño no espere paz y armonía cuando ese niño llegue a la adolescencia. Todo lo contrario. La conflictividad está en la esencia misma de la adolescencia. Tanto la queja como la oposición sistemática son rasgos típicamente adolescentes. Incorporar el carácter de lo inevitable que supone el mundo real, en una edad temprana, lo salvará a su hijo de conflictos vinculares posteriores. Pero eso no significa que lo salve a usted como padre del conflicto. El padre está para entrar en ese conflicto, y tratar de sostenerlo decorosamente, sin desanimarse. Y recuerde que todo lo que hace lo hace por él, no por usted. Por eso sería deseable que no espere un agradecimiento o un buen regalo, independientemente de que este llegue o no. Hágame caso, lea en él, interprételo. Y si aún no tiene un adolescente  en casa, piense que el psicoanálisis, como dice Winnicott, debe reclamar cordura frente a la “insensata creencia en los fenómenos de superficie” de los seres humanos. En otras palabras: nadie va por la vida diciendo invariablemente lo que piensa o actuando en función de lo que piensa. Entonces ¿Por qué su hijo adolescente tendría que ser diferente? Aprenda a leer…
Ese muchacho empieza a tener una vivencia de ese  mundo no ya por los ojos de sus padres, sino por los propios. Se vincula a grupos de pares, prefiriendo masificarse entre ellos. Los adolescentes suelen ser personas crédulas, confiables y vulnerables, y ellos lo saben, lo ocultan.  Y ese “fenómeno de masas, lejos de hacerlos fuertes,  los torna más vulnerables. Son víctimas fáciles y están expuestos permanentemente a peligros. Basta con interpelar a uno por separado para comprobar lo vulnerable que son. Disolviendo la autoridad parental que impera sobre ellos es que pueden transformarse ellos mismos en sujetos con pensamiento propio. Pero es ahí donde usted no debe abandonar su rol, sin olvidar nunca que lo está preparando para abandonar el nido, no para que se quede.

Bibliografía consultada:
Winnicott, Donald; El hogar, nuestro punto de partida.
Grassi, Adrian: Adolescencia; reorganización y nuevos modelos de subjetividad.
Osorio, Fernando: Hijos perturbadores, negativistas y desafiantes.
Rassial, Jean-Jacques: El pasaje adolescente.







[1] A Freud hay quienes lo combaten afirmando que era un gran artista y un notable escritor, negando el psicoanálisis. Lo único cierto del asunto es que Freud, y el psicoanálisis, tienen muchos puntos en común con la literatura y el arte de la hermenéutica (de la interpretación.)







[1] Un ejemplo en contrario al libro de Huxley es Hijos del Hombre, de la inglesa P.D. James, donde se plantea un mundo sin niños ni adolescentes. Por otra parte se puede considerar que los jóvenes  de Huxley son en realidad adolescentes: así los define en el capítulo 6: “Adultos intelectualmente y niños en sentimientos y deseos.” En otro aspecto, esta gran obra se puede analizar desde la complementariedad entre los seres humanos. Todos necesitan a todos en ese extraño mundo, y no es posible excluir a nadie. El resultado de esta generosidad absoluta es la muerte del individuo, porque nadie logra vivir para sí mismo.
[2] Francoise Dolto lo pone en estos términos: “independencia económica, creadora y de aprendizaje.”
[3] Diario de la guerra del cerdo, de Bioy Casares, es un ejemplo radicalizado de este sentimiento de temor, así como de la animadversión de los jóvenes hacia los ancianos.
[4] Philippe Jeammet.
[5] Zelmanovich.
[6] Se ha dicho que la palabra “adolescencia” remite a una “categoría psicoescolar” (Kantor)
[7] Adulto es otra palabra que ha quedado fuera del vocabulario habitual. No es casual. Sólo se la emplea cuando se quiere referir a “adultos mayores”, y como nadie quiere ser anciano, colectivamente hemos preferido olvidar que nosotros también somos adultos. Incluso se ha puesto de moda hablar de “jóvenes de la tercera edad”, un disparate. Hubo un programa en el canal TN que se llamaba Jóvenes de la tercera edad. Lo que hacía jóvenes  a los octogenarios, según se subrayaba repetidamente, era la existencia de un proyecto, el hecho de que aún no se habían realizado en algún sentido. Y casi siempre se vinculaba esto con el aprender cosas nuevas.
[8] Debora Kantor,

jueves, 10 de enero de 2013

El camarada y la pastilla de cianuro

El camarada y la pastilla de cianuro
Norberto tenía la pastilla de cianuro sobre la palma de su mano abierta. Pensó que, de una manera o de otra, esa mano nunca más se cerraría, y afirmó la pastilla envolviéndola entre sus dedos, martillando su puño izquierdo por última vez. Estaba lúcido.  Vaciló. El taxista se detuvo, no quería problemas. Como una catarata, tres armas largas fueron martilladas sobre los vidrios de las ventanillas que rodeaban a Norberto.
Enrique—ese era el verdadero nombre de Norberto— era un “hombre nuevo”, un hombre que resistiría la tortura y no delataría a sus camaradas. La pastilla era para putos. Sin embargo, cuanto había luchado él por tenerla. Antes sólo los capos la disfrutaban. Para ellos era fácil acusar de traidor a un militante. Si todos tenían la pastilla sería diferente, porque todos podrían optar por la forma de morir. Norberto—la gente más preciada lo iba a recordar como Norberto—tenía una opción.
Junto a la cintura lo acompañaba un revolver; poca cosa para amedrentar a tres dinosaurios, pero mostrándolo quizás provocaría una inundación de balas sobre su cuerpo. Esa también era una opción. La última vez que lo había usado fue durante el asalto a una farmacia que proporcionó el cianuro. Aunque durante el operativo murió un empleado, él solo se había limitado a mostrarla. Incluso durante la toma de la penitenciaría, donde hubiera sido prudente disparar, no lo hizo. Y es que Norberto nunca disparaba bajo el convencimiento de que era más valiente esquivar balas que ponerlas en circulación.
El Hombre Nuevo vio que el taxista se lanzó a la vereda con la velocidad que seguramente nunca tuvo. De alguna oscura manera Enrique lo envidió. El era un burgués criado en buena familia, y los taxistas nunca son burgueses. Había transitado toda su vida con culpa por su origen de clase. En el fondo la tortura sería acaso una expiación. Tal vez ser peón de taxi le hubiera ahorrado muchos problemas.
No obstante lo cual, él había soñado siempre con la inmolación. La vida era la entrega más grande que puede dar un hombre. Se había formado para eso: para morir. El único problema era cómo. Para su sorpresa se encontró pensando en cosas raras: si lo torturaban mucho y bien, podía hablar y vender a sus mejores amigos, que a su vez estarían orgullosos de morir torturados, gracias a los servicios de Norberto. Era un disparate, y ya no lo pensó dos veces.
Dejó caer la pastilla. Como si se tratara del único testigo del fin, tomó su revolver y cerró los ojos. Uno de los dinosaurios rugió. El taxista, tranquilamente, volvió a tomar el volante. “¿Adónde lo llevo?”, dijo. “Al cielo”, contestó el que ahora ya no tenía nombre.
                                                                              Enero de 2013

viernes, 4 de enero de 2013

Cuatro curiosidades sobre astronomía

Cuatro curiosidades sobre astronomía
Les ofrezco cuatro rarezas sobre el cielo que son fruto del alpedismo. En fin de cuentas, Newton estaba al pedo, echado bajo un árbol, cuando vio caer la manzana; Arquímedes estaba al pedo, tomándose un buen baño de inmersión, cuando gritó “eureka”, y Sócrates… bueno, Sócrates siempre estaba al pedo.
 El 4 de enero
                Hoy es 4 de enero y se dan cita ciertas cosas que son unas consecuencia de las otras: el sol está más cerca de nosotros que el resto del año; el sol alcanza su tamaño máximo en el cielo y la Tierra corre a la mayor velocidad sobre su órbita.
Diferencia de tamaño del sol entre el 4 de enero y el 21 de junio
                Porque hoy, 4 de enero, es el perihelio. La órbita de la Tierra es una elipsis, el sol se encuentra en un foco y por lo tanto en un momento del año (hoy) nuestro planeta tiene su mayor acercamiento al astro rey. Lo opuesto, el afelio, sucede el 4 de julio, y es por lo tanto el momento en que nos encontramos más lejos del sol, el sol se presenta más pequeño en el cielo y la velocidad orbital de la Tierra es la menor.
En realidad las cosas no son tan fáciles: el perihelio suele caer el 4 de enero, pero, por ejemplo, este año cayó el 2 de enero, a las 4:38, hora de Greenwich y este año el afelio nos espera el 5 de julio, no el 4, aunque por costumbre seguimos diciendo que el perihelio cae el 4. Si miramos atentamente la siguiente tabla, donde están apuntados perihelios y afelios de los años sucesivos, podemos llegar a algunas conclusiones:
Perihelion
Aphelion
Date
Time (UT)
Date
Time (UT)
2007
January 3
19:43
July 6
23:53
2008
January 2
23:51
July 4
07:41
2009
January 4
15:30
July 4
01:40
2010
January 3
00:09
July 6
11:30
2011
January 3
18:32
July 4
14:54
2012
January 5
00:32
July 5
03:32
2013
January 2
04:38
July 5
14:44
2014
January 4
11:59
July 4
00:13
2015
January 4
06:36
July 6
19:40
2016
January 2
22:49
July 4
16:24
2017
January 4
14:18
July 3
20:11
2018
January 3
05:35
July 6
16:47
2019
January 3
05:20
July 4
22:11
2020
January 5
07:48
July 4
11:35



                Entonces tenemos que el tiempo  en que la Tierra se desplaza de un punto a otro varía de año en año. En 2012 tenemos el perihelio el 5 de enero y el afelio el 5 de julio, en tanto este 2013 el perihelio se adelantó 3 días. Por lo tanto este año median tres días más entre el perihelio y el afelio. Pero como el año pasado fue bisiesto, entonces la diferencia es de dos días. Y si tenemos en cuenta las horas esa diferencia se estrecha aún más. En conclusión, y viendo que esta diferencia siempre se da de año en año, podemos decir que nuestro planeta, como un auto, se acelera y desacelera con mayor rapidez unos años que otros; que el sol crece en el cielo (o se achica) con mayor prontitud unos años que otros y que la Tierra se acerca al sol unas veces con mayor velocidad que en otras. En suma, este año nos alejaremos de nuestra estrella más lentamente, viajaremos por el espacio reduciendo la velocidad con mayor lentitud y el sol disminuirá su disco de tamaño con mayor pausa.
                Obviamente hay que estar muy al pedo para razonar estas cosas, porque a los efectos prácticos no sirven para nada. Pero, yo no tengo duda, las cosas más interesantes, como el amor y la amistad,  suelen ser las más sutiles y las que uno más cultiva cuando está más al pedo.

Las vueltas de la Tierra
El año tiene 365 días, y aunque muchos no lo sepan, en ese lapso la Tierra da 366 vueltas. En otras palabras, en un año tenemos 365 días, pero la Tierra da una vuelta más.
¿Cómo es esto posible? Bueno, la aclaración más pavota suele ser la más desconcertante: no es lo mismo los días que las vueltas que da un planeta. Seguramente a usted se lo han explicado así: la sucesión de días y noches es consecuencia de la rotación terrestre. Y esto es cierto, pero solo en parte. Si la Tierra no rotara igualmente tendríamos días y noches, un día de seis meses y una noche de seis meses, casi más o menos lo que viene pasando en los polos desde que el mundo es mundo. La condición para que siempre se dé el día en una mitad del planeta y la noche en el otro es precisamente que la Tierra rote ¿Cuánto? Una sola vuelta en un año. Sería necesario que nuestro planeta se comporte con respecto al sol de la misma manera que la Luna se comporta con respecto a la Tierra, dándole siempre la misma cara. Técnicamente: es necesario que el movimiento de rotación esté coordinado al de traslación, que complete un giro sobre su eje a la misma velocidad que sobre su órbita.[1]
Nuestro planeta no completa una vuelta sobre su eje cuando el sol vuelve a ocupar su misma posición aparente que 24 horas antes. Lo hace unos minutitos antes, 4: en 23 horas, 56 minutos. Si tiene ganas de hacer cuentas vera que si multiplicamos 4 por 365 y luego lo dividimos por 60 obtendremos aproximadamente 24 horas, que es el giro extra que da la Tierra en un año. En otras palabras, cuando se cumplen 24 horas, nuestro planeta ya ha girado 4 minutos de arco más que las que corresponden al giro sobre su eje. Al día de 24 hs (el del reloj) se lo conoce como día solar medio, en tanto al de 23:56 se lo llama día sidéreo.
NOTA: Si quiere aclarar el tema no recurra a la Wikipedia. Solamente en la versión en alemán esta correctamente anotado el tema de los 366 giros de la Tierra en 365 días. http://de.wikipedia.org/wiki/Siderisches_Jahr
La ecuación del tiempo y el día más largo del año
                Pero por qué hablamos de día solar medio y no simplemente de día solar. Cuando vos te fijás en tu reloj de pulsera todo va bien. Todos los días tienen sus consabidas 24 horas con sus minutos y segundos. Y lo que es más tranquilizador, todas esas 24 horas duran lo mismo. Si la naturaleza fuese así de precisa sería de una obviedad tal que los argumentos de las películas de Olmedo y Porcel tendrían competencia. La verdad es que el sol, en su movimiento aparente en torno a la Tierra, no tarda siempre 24 horas en volver al mismo lugar. En otras palabras, cuando tu reloj marca exactamente el mediodía lo más probable es que el sol no se encuentre lo más alto en el cielo, culminando superiormente, sino un poco antes o un poco después de esa culminación. 
FIGURA 1
Sólo 4 días en el año, entre los cuales se encuentra la navidad, el día solar medio coincide con el día solar verdadero. El resto del año el día (verdadero) es o más largo o más corto que lo que indica tu reloj. O sea, el resto del año los días no tienen 24 horas. Lo que indica el día solar medio (tu reloj) es el promedio de la duración de los días verdaderos a lo largo del año.
Unas siete semanas antes de la navidad y unas 7 semanas después se dan las diferencias máximas entre el día medio y el verdadero, como muestra la figura 1; el 5 de noviembre y el 12 de febrero. (No casualmente esto se da también en torno al 4 de enero, porque esta mayor diferencia es consecuencia, entre otras cosas, de la mayor velocidad orbital de la Tierra al estar más cerca del sol.) A esta diferencia entre los días medios y los días verdaderos se la conoce como ecuación del tiempo. Esta nos demuestra que el 5 de noviembre es el día con mayor diferencia entre ambos días, en tanto el día verdadero es unos 16 minutos más corto que el día medio. Asimismo, el día 12 de febrero es el día verdadero más largo en relación al medio; unos 14 minutos. No obstante lo cual, esto no quiere decir que, por ejemplo, el 12 de febrero, sea el día más largo del año, porque habría que medir el tiempo que tarda en volver el sol a culminar desde la última culminación del día verdadero, prescindiendo del día medio.
Sin embargo, es un hecho que entre el 5 de noviembre y el 25 de diciembre se encuentra el día más corto y que entre esta última fecha y el 12 de febrero se encuentra el día más largo. El mismo, como vemos en la figura 2, no se encontraría en esas fechas, porque la curva de diferencia entre ambos días es menos pronunciada a medida que se acercan tanto al 5 de noviembre como al 12 de febrero,  y también al 25 de diciembre. Por lo tanto, el día más largo del año debería ubicarse en torno a la segunda mitad de enero y el más corto en torno a los primeros de diciembre.
FIGURA 2
Yo no tengo la respuesta, y eso que la he buscado. Si alguien sabe cuál es ese día en el que dos culminaciones superiores consecutivas del sol verdadero se da con mayor rapidez—el día más corto —y el día en que dos culminaciones superiores consecutivas se da con mayor lentitud—el día más largo—agradecería que me lo haga saber. Aunque es muy probable que no haya un día, sino que la respuesta sea simplemente la que doy acá, una serie de días en torno a…[2]


Las verdaderas dimensiones de las estaciones
A vos probablemente te hayan enseñado que el día más largo del año es el 21 de diciembre y que el más corto es el 21 de junio. Y es verdad. Pero en ese caso se trata del día más largo y más corto de luz solar, que es otra cosa. Esto de la cantidad de luz mayor o menor es consecuencia de la inclinación del eje terrestre con respecto al plano de su órbita. (Y, aunque parezca joda, también es una de las consecuencias de que los días verdaderos, que ya vimos, no duren siempre 24 horas exactas.) Esta inclinación del eje terrestre también es causa de la sucesión de las estaciones.
Entre el 21 de diciembre y el 21 de junio el sol se deslaza aparentemente en el cielo entre el trópico de capricornio, en el sur, y el de cáncer, en el norte, haciendo el viaje en sentido inverso entre esta última fecha y el 21 de diciembre. Sin embargo, no media la misma cantidad de días entre el 21 de diciembre y el 21 de junio que entre el 21 de junio y el 21 de diciembre. Veamos como explicamos este trabalenguas: entre el comienzo del verano austral (21/12) y el comienzo del verano boreal (21/6) hay 26 semanas o 182 días. Pero en sentido contrario hay 26 semanas… y un día, o sea 183 días. En resumen: el sol raja hacia el norte con velocidad y retorna hacia nosotros más lentamente. Por supuesto, esta velocidad de tránsito aparente del sol por los cielos es en realidad la velocidad orbital de la Tierra, que no es constante, y que provoca esta diferencia de un día.[3]
Pero no dejés de leer que hay más: nuestro verano, que se extenderá este 2013 hasta el 20 de marzo (equinoccio) es de 89 días; pero el verano de ellos, los del norte, tendrá 93 días, a partir del 21 de junio y hasta el 22 de septiembre (equinoccio.) Siempre ellos tienen un verano de tres o cuatro días más. Dios no es justo. Porque esto también significa que nuestro invierno también dura tres o cuatro días más. ¿Y qué hay de la primavera? No te ilusiones: ellos tienen 93 días de primavera y nosotros 89.
En síntesis ellos ganan en primavera y en verano, nosotros en invierno y otoño, y eso es así porque el sol va más rápido hacia el trópico de cáncer que hacia el de capricornio. (O lo que es igual, porque la Tierra tiene una velocidad orbital mayor.)[4]
                                                                                              Enero de 1013




[1] Esta sincronización rotación-traslación también se da, por poner dos ejemplos,  en Io (satélite de Júpiter) y en Caronte (satélite de Plutón.) De modo que no es tan infrecuente como cabría suponer.
[2] No va a faltar supersticioso o crédulo (ambas palabras son sinónimos) que piense que si la navidad es el nodo entre los días más largos y los más cortos, y además uno de los pocos que duran realmente 24 horas, eso obedece a algún oculto propósito divino. Por otra parte, está claro que la navidad tiene relación con el solsticio, pero en este caso hay un desfasaje en la fecha que no juega a favor de los supersticiosos.
[3] El 29 de febrero compensa en parte esto, pero tiene que ver con otra cosa.
[4] En realidad en el norte se dan los veranos más cálidos y los inviernos más fríos porque allí hay mayor cantidad de tierras emergidas. Los mares son los que atenúan las amplitudes térmicas, y gracias a ellos, en el sur, estamos más resguardados.