Algunas apreciaciones sobre la adolescencia
Estamos en una época en la cual todos aspiramos a materializar esa sociedad que describió magistralmente Aldous Huxley en Un mundo feliz: una sociedad constituida sólo por jóvenes, sin padres, en la cual ya nadie recuerda lo que es ser viejo, y cuando aparece uno, despierta asco y repulsión. Hoy los jóvenes lo son todo. Incluso, los jóvenes son el modelo a seguir… por los viejos.[1]
Pero, además, los jóvenes que sirven de modelo, ya no son los jóvenes de antaño, esos que ya se habían realizado en la vida y probablemente trabajarían hasta la muerte de lo mismo que papá. La adolescencia se ha extendido al mismo tiempo que la expectativa de vida, y una persona de 30 años bien puede tener conductas y pensamientos propios de los adolescentes, no haber terminado una carrera, no tener una vocación definida, un ingreso propio o seguir viviendo con la mamá.[2]
Sin embargo, ¿cuándo comienza la adolescencia? Una posibilidad es considerar el debut sexual, que viene a significar la muerte de la infancia. Otra posibilidad la encontramos en un libro de título revelador: El otoño de la inocencia, de Stephen King. King no recurre a cuestiones románticas o sexuales. Se trata de un grupo de amigos muy unido que un día descubre que la amistad tampoco es eterna, que existen las diferencias económicas, que probablemente tengan intereses tan diferentes que en pocos años no tendrán ningún interés en hablar entre ellos. En ese golpe también está el inicio de la adolescencia.
Pero esos jóvenes de entre 15 y 30 años, que aquí vamos a llamar adolescentes, además de ser un discutible modelo a seguir, también provocan miedo entre los mayores.[3] El psicoanalista Philippe Jeammet menciona como al pasar uno de los rasgos más escalofriantes de este problema: la destrucción de los monumentos. Estos son sinónimo de pasado, de lo inmutable, de valores transmitidos a las generaciones futuras. La destrucción de los monumentos no es algo de que puedan dar cuenta los vándalos. Las motivaciones son muy profundas, inconscientes.
¿Cómo contener este flagelo? Hay otra mirada desde cierta psicología. Suponen que los padres de hoy llegan tarde de trabajar y están cansados, en consecuencia no tienen voluntad para poner límites y mostrarse como autoridad frente a sus hijos. (Una forma de sobreprotección hacia los adultos por parte de ciertos psicólogos.) Y esto es importante, nos dicen, porque si los adolescentes están descarrilados, la solución sería comenzar por poner en vía a los niños.[4] Esta solución se me ocurre un poco adolescente. Supongamos que yo pregono las ventajas que esto reportaría no solo a los niños, sino también a los padres. En el mejor de los casos algún papá podrá cambiar de actitud frente a su hijo – o tal vez podrá cambiar de trabajo—, pero socialmente las cosas continuarán siendo tal como son, y así estos consejos huelen más a libros de autoayuda que a una solución.
Quizás la solución esté en la hermosa propuesta de Rivelis. El propone la aplicación en la enseñanza del aparato psíquico integro. Esto significa darle realce al saber y a la creación por igual. El saber tiene que ver con la ciencia, con la lógica, con la certeza, con todo eso que se suele vincular a la enseñanza. La creación tiene que ver con la asociación libre, la valoración de la duda, el ámbito del arte, de la ficción, de la subjetividad. Rivelis enseña que “la consideración de la subjetividad en los alumnos lleva a la valoración de las diferencias.” Y esto es importante porque en el aula siempre está en juego la subjetividad, aunque no se la valore adecuadamente. Como remarca el autor, es esencial que el mismo docente reconozca en sí mismo la presencia de esa subjetividad. Ese es el primer paso para que él se convierta en un modelo de relevo de los padres y pueda ejercer funciones subjetivantes en los alumnos.[5]
Sin embargo, con la adolescencia parece haber un problema que se nos escapa, como un fantasma. Si pudiéramos identificar el problema y atacarlo sería muy bonito. Pero qué pasa si el problema está en el fondo del inconsciente colectivo…
Phillippe Aries, fue un historiador que desde su materia vio las cosas desde otro lugar. El dice que la demografía, como un lenguaje secreto, revela una actitud frente al niño. La bajísima tasa de natalidad, especialmente en los países desarrollados, expresa una hostilidad larvada, solapada, por parte de los adultos. Esa hostilidad se manifiesta incluso como lo contrario, una preocupación excesiva por todo lo referente a los pupilos. Es como si estuviésemos sobreprotegiendo a los niños (de palabra) y después se revelaran inconformes en la adolescencia. Para Aries, queda claro, los hostiles no son los adolescentes, son los adultos.
Hay un problema conceptual, no solo con la adolescencia, sino también con otras edades. En consecuencia, el problema conceptual de ¿qué es la adolescencia? no se puede aislar de ¿qué es un adulto? o ¿qué es un anciano? porque los que conceptualizan son los adultos, y así los adultos dicen mucho de ellos mismo al adjetivar a los adolescentes. En este sentido los adolescentes son el espejo de la sociedad (de la sociedad de los adultos.)
La referencia recurrente a “segunda juventud” o “adultos mayores”, que remiten a personas de cuarenta años y a ancianos, respectivamente, son una expresión de esta hostilidad larvada. Los adolecentes no son ajenos a esto. El término mismo “adolescente” ha quedado restringido a los alumnos secundarios, prefiriéndose el término “jóvenes” cuando se refiere a ellos fuera de las aulas.[6] Esto no parece casual. Cuando la sociedad adulta hizo la mea culpa por Malvinas, se rotuló a los combatientes como “los chicos de la guerra”. En esa guerra, como en todas las guerras, quienes combatieron fueron soldados de 18 a 19 años. Personalmente he hecho esa observación en más de una oportunidad, y me sorprendí al escuchar la misma respuesta. Como saliendo del brete me respondieron que esos chicos no tenían instrucción militar. Y me pareció notar que en el inconsciente esa “instrucción” significaba que no se les había enseñado algo y que por lo tanto eran niños o chicos. En otras palabras: la educación hace grandes a las personas. Otro ejemplo en el mismo sentido lo encontramos en los jóvenes que son víctimas de asaltos. Ellos también son “chicos”. Siempre son “chicos” cuando son víctimas. Y cuando en estos episodios se produce un lamentable desenlace se suele anunciar: “el chico estudiaba”. Pero el victimario, el asesino, “no es ningún chico porque sabe agarrar un arma”. Sabe algo. Es todo un hombre, un joven, raramente se lo rotula como adolescente. El chico tiene algo de inocencia, y lo contrario de inocente es… culpable. El adolescente, conceptualmente, no es inocente y tampoco es culpable. Está en el medio. No es inocente ni tampoco asumió toda la responsabilidad que se espera de un adulto.[7]
Y es que la educación se ha extendido tanto que ha llevado a la adolescencia casi hasta la desaparición. En un profesorado, por ejemplo, uno puede encontrar un abanico etario muy amplio. Aquellos que recién terminan el secundario y se meten en una carrera de profesorado se enfrentan con materias que tematizan las conductas y la psicología adolescentes, ya en el primer año. Estos adolescentes de 18 o 19 años enfrentan esas enseñanzas de una manera diferente, porque les están enseñando… sobre ellos mismos. Y en eso hay una negación de base, porque se están mirando en el espejo. (Por ejemplo la referencia a los ídolos como un modelo alternativo, la necesidad de idealizar algo y así tener una identidad un tanto prestada, la misma idealización de amor y del amor y otra enseñanzas pueden malinterpretarlas no por falta de capacidad, sino porque se sienten el mismo objeto de estudio, porque sienten que los están mirando.)[8] Y aquí las enseñanzas de Rivelis vienen muy a cuento.
En tiempos como hoy, donde la educación se vive como algo sin edad, es muy difícil encasillar a los adolescentes como tales por el mero hecho de estudiar. Me gustaría ilustrar con un ejemplo personal. Terminé el secundario con 22 años, en un colegio para adultos. El promedio de edad de los alumnos era de unos 35 años, y había quienes superaban los 60. Invariablemente todos los profesores nos llamaban “chicos”. Por supuesto que era así por una simple costumbre, pero es precisamente por eso que hay que problematiza las costumbres: en una simple costumbre puede esconderse una clave. Aries, dixit.
Leer en los adolescentes
Si usted es padre sería bueno que entienda algo: usted no está criando un niño, está criando un adulto, una persona que algún día abandonará el hogar. Para esa separación, para ese duelo inevitable, para aceptar que todo cambia, es necesario que empiece ahora por vislumbrar que a su hijo, ese que en menos de 20 años será un adulto, le restarán acaso 60 años de adultez, y que sería bueno que viva semejante tamaño de tiempo resguardado de las contingencias de este mundo, con una personalidad y con un carácter que lo ayuden a enfrentar la vida, que por cierto, no es precisamente un sendero de rosas. Una gran responsabilidad tiene usted para que esa persona (su hijo) viva el resto de su vida (la de su hijo, no la suya) de la mejor manera posible. Y una gran parte de esa responsabilidad se traduce en la capacidad que usted tiene que tener para poder leer…
El adolescente no es más que la consecuencia de lo que fue un niño. Y un niño que usted ha criado. Por lo tanto no debería asombrarse de ciertas características de la adolescencia que no son otra cosa que el resultado de lo que usted en buena medida ha promovido. Con esto no estoy afirmando que su hijo no tenga predisposiciones naturales, genéticas. (Ese niño fue lo que se le atribuyó objetivamente y lo que asumió subjetivamente en un proceso dialéctico.). Sólo observo un hecho: usted lo ha criado, lo cual es mucho. Y durante la adolescencia debe seguir criándolo, porque aunque lo parezca, aún no es un adulto.
Por eso, para hablar de la adolescencia, en necesario empezar por la infancia.
La capacidad que tengan los padres de regular las manifestaciones impulsivas (represión de la impulsividad) de los niños es importante para que el día de mañana no respondan impulsivamente a los estímulos siempre contingentes que nos presenta la vida. Ante esas contingencias usted lo estará protegiendo a futuro. Paciencia, capacidad de frustración, vergüenza, asco, miedo, si son bien absorbidos por el niño, repercutirá en una fortaleza para toda la vida. En otras palabras, algunos actos no los realizará por miedo, por asco, etc. Se trata de que incorpore consciencia moral y sentimiento de culpabilidad como estructura, como un edificio con buenos cimientos. Para eso es necesario que el pequeño experimente una frustración sana: o sea, no todo es posible. Es ahí donde aparece su rol de padre.
En la psiquis del niño quedan marcas que lo acompañaran toda la vida de forma latente y que se manifestarán oportunamente; por ejemplo en la adolescencia. Recuérdelo.
Cuando el niño se hace adolescente hay cosas que cambian. Se produce un desorden psíquico que está en función de volver a ordenar en otro sentido. Ese desorden se da también en el nivel físico y simbólico. Las cosas y las personas ya no representan eso que representaban en la infancia. De alguna manera el púber debe volver a reinventarse, y eso supone un trabajo psíquico importante, y en buena medida, doloroso.
Al mismo tiempo el adolescente descubre que el tranquilizador binarismo niños-adultos es más complejo de lo que suponía. Hay cadenas de generaciones. El niño puede saber que la abuela es la madre del papá, pero no lo comprende. Para el niño los padres y abuelos son arquetipos que están como fuera del tiempo, idealizados. El adolescente descubre el sentido último de esta sucesión de generaciones: la muerte. Esos abuelos tuvieron abuelos y así ad infinitum. Quizás el descubrimiento más importante no sea la muerte en sí, sino la finitud de todo.
¿Y este adolescente dónde se ubica a sí mismo en este descubrimiento? Para decirlo un poco toscamente: en el medio. En una situación ambigua en la cual no es niño ni es adulto. Pero, paradójicamente, ahora tiene la certeza de que va a ser adulto, prontamente. Es una tortuga sin caparazón.
La adultez es la Tierra prometida de los niños. Sus padres son los referentes de ese mundo adulto y lejano. Sin embargo, al llegar a la pubertad, el muchacho descubre que el significado mismo de “padres” resulta equívoco. De repente la visión idealizada de sus progenitores entra en conflicto con la realidad, que le muestra que usted, papá, es sólo uno más entre miles que hay en el mundo, y ni siquiera él podría asegurar que es el mejor ni mucho menos.
Claro, no es para que se alarme tanto, hay una adhesión afectiva que aún los vincula.
El joven se tiene que volver a apropiar de su cuerpo. Y sólo los pares o las primeras relaciones amorosas le dirán lo que es ese cuerpo, porque ahora necesita verse en un espejo, que ya no podrá ser el espejo de los papás.
Y también hay cosas que están presentes siempre, tanto en usted como en su hijo, como en su padre (el abuelo de su hijo.) Eso que siempre está presente, asumiendo diversas formas, es el Otro. Nunca estamos completos y necesitamos completarnos de algún modo, de la cuna a la tumba. En el niño ese otro serán los padres, luego la escuela y sus docentes. En el adolescente serán sus ídolos inmaculados, en los adultos será el amor. Siempre recuerde que le escapamos a la soledad y que la soledad nos angustia. Lea bien en su hijo: ese joven que cuestiona todo lo hace porque necesita una respuesta, una respuesta novedosa. Y recuerde que el que pregunta y no es escuchado está solo. Acompáñelo. Sepa que lo que busca, más aún que una respuesta, es un oído, alguien que lo escuche.
Y usted también se puede enriquecer si abre los oídos que ya asoman canas. El adolescente los interpelará, y muchas de sus observaciones serán más que pertinentes. Porque usted muy probablemente tampoco sea dueño de lo que hace y esté alienado por una sociedad que le dicta lo que debe hacer. O sigue a ciegas los mandatos paternos (de los abuelos del pibe.) O está viviendo lo que los filósofos llaman “existencia inauténtica”: vivir de prestado según lo que se espera de uno. Todo esto quizás su hijo ya velludo no lo exponga en estas palabras. Por eso tiene que aprender a escuchar.
Y “escuchar” es un término muy generoso en este caso dado que los adolescentes en general no se expresan directamente. Dan como vueltas al hablar, entran en contradicciones. Pero lo más importante es que por regla los púberes actúan, no hablan. Por eso debe escucharlos con todo el cuerpo, debe escucharlos con los ojos. Quizás el muchacho o la muchacha no hable, pero le está intentando decir mil cosas que no puede vehiculizar por medio de la palabra. Y no debe mirar para otro lado, porque lo que le puede estar diciendo es… ¡auxilio! Si, “auxilio”, porque a pesar de todo lo que aparenta con sus actos y sus palabras, los padres siguen siendo los padres, y usted debe hacerse responsable, como cuando su hijo era un niño.
Y si no están pidiendo auxilio pueden estarles agradeciendo lo bueno que son como padres. Pero nunca lo harán explícitamente sino de una forma indirecta. Por eso es bueno que usted tampoco caiga en la ingenuidad adolescente de suponer que su hijo lo quiere porque ha recibido de sus manos un lindo regalo de cumpleaños. En la vida, por regla general, las cosas no son tan explicitas y pornográficas. Debe aprender a leer en las personas, en los actos, en las palabras, indirectamente, de la misma manera que interpretamos el buen arte no por lo que vemos sino por lo que está sugerido.[1] Con la adolescencia el muchacho adquiere un arma fundamental, que es más sutil que la fuerza física: la astucia. Es por eso que los padres deben aprender a interpretar. Un buen regalo puede ser un acto de manipulación. Un insulto puede ser una llamada de auxilio.
Puede pasar que su pibe o piba no lave los platos y se bañe esporádicamente. De niño no se comportaba así y llegaba a bañarse hasta cuatro veces al día espontáneamente. Pero un buen día se entera que visitando a los primos se baña, se perfuma, lava los platos y encera los pisos. ¿Qué pasó? Juegan a lo que no son, están persiguiendo y construyendo una identidad. Esa identidad es un lugar en el mundo. Están buscando su lugar. Y cuando digo “su” lugar, de alguna manera me refiero a su lugar, el que ocupa usted como padre.
Es el famoso complejo de Edipo que retorna. Este se caracteriza, en la infancia, por la presencia simultánea y ambivalente de deseos amorosos y hostiles hacia los progenitores[. Se trata de un concepto central de la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud, expuesto por primera vez dentro de los marcos de su primera tópica. En términos generales, Freud define el complejo de Edipo como el deseo inconsciente de mantener una relación sexual (incestuosa) con el progenitor del sexo opuesto y de eliminar al padre del mismo sexo (parricidio.) Durante la adolescencia, el joven revive este antiguo conflicto con los padres, que le provoca ambivalencia afectiva. Ahora está atrapado en un cuerpo biológicamente maduro y en una situación psíquica de indefensión relativa, no absoluta. Ahora la división principal no es sexual, sino generacional: lo que lo diferencia del papá es la edad. Y aún más: Ahora posee un cuerpo tal vez más grande y fuerte que el del padre Y al menos en teoría podría dar término satisfactorio al Edipo sometiéndolo. (Y crecer es un acto agresivo en sí mismo.) Pero ¿recuerdan que el púber descubre la muerte? También descubre en un solo movimiento que no es necesario matar al padre, porque este de todos modos morirá.
Y quizás ese adolescente le ayude a escucharse, a leerse a usted mismo. Es un lugar común en los padres decirle a los hijos: “yo también fui joven.” Pero la verdad es que los que más se sienten aludidos con ese aserto son los propios padres. Los pibes les muestran a sus mayores, como un espejo, que ellos también fueron adolescentes, con sus sueños, sus proyectos truncos, sus ideales perdidos, sus metas pospuestas. Y tal vez muchas de esas metas y sueños vuelven a renacer. Acaso tenía que llegar nuestro hijo a la adolescencia para que podamos reparar en todo lo que hemos postergado y darnos felizmente cuenta de que nunca es demasiado tarde para recuperar ciertos aspectos de nuestra autenticidad, de lo que somos y habíamos olvidado.
También tenga en cuenta que ser adulto no es sinónimo de ser maduro. Durante la pubertad de su hijo usted tiene que demostrar(se) que es maduro, que puede sostener un conflicto con altura y no morir en el intento. Y no ceje, no permita que sus fuerzas decaigan antes de tiempo. Si su hijo triunfa de usted muy rápidamente y con facilidad, no será ninguna ventaja para él. Le habrá transferido la responsabilidad sin una propedéutica adecuada. Será para él como cuando la fruta inmadura es arrancada del árbol: no cae naturalmente, es un desgarramiento. Es necesario que esa inmadurez constitutiva de la adolescencia se prolongue todo lo razonablemente necesario. La inmadurez es saludable en los jóvenes. Es imprescindible que transite esos años al amparo de los adultos, irresponsablemente, porque eso es vital para que ensaye, como en una obra de teatro, el papel que elija asumir en la vida y forme un carácter fuerte y personal. (Y lo mismo vale para la maduración sexual.) Notará que su pibe cambia de roles permanentemente y que le pide que transfiera toda la responsabilidad habida y por haber. Escúchelo entre líneas. No sea literal. Si el adulto le contesta en los mismos términos que los planteos que le trae, él instintivamente notará que usted se ha puesto a su altura, se ha transformado en un adolescente. A él tampoco le va a gustar eso, y usted no le estará haciendo ningún bien.
El conflicto, bien entendido, es necesario y fundador de la personalidad adulta de su pibe. Lo librará de muchos escollos y de una neurosis irreversible, (porque todo lo que no cierra adecuadamente en una etapa fundacional de la vida retorna de alguna manera.) Por eso, si hizo bien los deberes como padre de un niño no espere paz y armonía cuando ese niño llegue a la adolescencia. Todo lo contrario. La conflictividad está en la esencia misma de la adolescencia. Tanto la queja como la oposición sistemática son rasgos típicamente adolescentes. Incorporar el carácter de lo inevitable que supone el mundo real, en una edad temprana, lo salvará a su hijo de conflictos vinculares posteriores. Pero eso no significa que lo salve a usted como padre del conflicto. El padre está para entrar en ese conflicto, y tratar de sostenerlo decorosamente, sin desanimarse. Y recuerde que todo lo que hace lo hace por él, no por usted. Por eso sería deseable que no espere un agradecimiento o un buen regalo, independientemente de que este llegue o no. Hágame caso, lea en él, interprételo. Y si aún no tiene un adolescente en casa, piense que el psicoanálisis, como dice Winnicott, debe reclamar cordura frente a la “insensata creencia en los fenómenos de superficie” de los seres humanos. En otras palabras: nadie va por la vida diciendo invariablemente lo que piensa o actuando en función de lo que piensa. Entonces ¿Por qué su hijo adolescente tendría que ser diferente? Aprenda a leer…
Ese muchacho empieza a tener una vivencia de ese mundo no ya por los ojos de sus padres, sino por los propios. Se vincula a grupos de pares, prefiriendo masificarse entre ellos. Los adolescentes suelen ser personas crédulas, confiables y vulnerables, y ellos lo saben, lo ocultan. Y ese “fenómeno de masas, lejos de hacerlos fuertes, los torna más vulnerables. Son víctimas fáciles y están expuestos permanentemente a peligros. Basta con interpelar a uno por separado para comprobar lo vulnerable que son. Disolviendo la autoridad parental que impera sobre ellos es que pueden transformarse ellos mismos en sujetos con pensamiento propio. Pero es ahí donde usted no debe abandonar su rol, sin olvidar nunca que lo está preparando para abandonar el nido, no para que se quede.
Bibliografía consultada:
Winnicott, Donald; El hogar, nuestro punto de partida.
Grassi, Adrian: Adolescencia; reorganización y nuevos modelos de subjetividad.
Osorio, Fernando: Hijos perturbadores, negativistas y desafiantes.
Rassial, Jean-Jacques: El pasaje adolescente.
[1] A Freud hay quienes lo combaten afirmando que era un gran artista y un notable escritor, negando el psicoanálisis. Lo único cierto del asunto es que Freud, y el psicoanálisis, tienen muchos puntos en común con la literatura y el arte de la hermenéutica (de la interpretación.)
[1] Un ejemplo en contrario al libro de Huxley es Hijos del Hombre, de la inglesa P.D. James, donde se plantea un mundo sin niños ni adolescentes. Por otra parte se puede considerar que los jóvenes de Huxley son en realidad adolescentes: así los define en el capítulo 6: “Adultos intelectualmente y niños en sentimientos y deseos.” En otro aspecto, esta gran obra se puede analizar desde la complementariedad entre los seres humanos. Todos necesitan a todos en ese extraño mundo, y no es posible excluir a nadie. El resultado de esta generosidad absoluta es la muerte del individuo, porque nadie logra vivir para sí mismo.
[2] Francoise Dolto lo pone en estos términos: “independencia económica, creadora y de aprendizaje.”
[3] Diario de la guerra del cerdo, de Bioy Casares, es un ejemplo radicalizado de este sentimiento de temor, así como de la animadversión de los jóvenes hacia los ancianos.
[4] Philippe Jeammet.
[5] Zelmanovich.
[6] Se ha dicho que la palabra “adolescencia” remite a una “categoría psicoescolar” (Kantor)
[7] Adulto es otra palabra que ha quedado fuera del vocabulario habitual. No es casual. Sólo se la emplea cuando se quiere referir a “adultos mayores”, y como nadie quiere ser anciano, colectivamente hemos preferido olvidar que nosotros también somos adultos. Incluso se ha puesto de moda hablar de “jóvenes de la tercera edad”, un disparate. Hubo un programa en el canal TN que se llamaba Jóvenes de la tercera edad. Lo que hacía jóvenes a los octogenarios, según se subrayaba repetidamente, era la existencia de un proyecto, el hecho de que aún no se habían realizado en algún sentido. Y casi siempre se vinculaba esto con el aprender cosas nuevas.
[8] Debora Kantor,
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