El camarada y la pastilla de cianuro
Norberto tenía la pastilla de cianuro sobre la palma de su mano abierta. Pensó que, de una manera o de otra, esa mano nunca más se cerraría, y afirmó la pastilla envolviéndola entre sus dedos, martillando su puño izquierdo por última vez. Estaba lúcido. Vaciló. El taxista se detuvo, no quería problemas. Como una catarata, tres armas largas fueron martilladas sobre los vidrios de las ventanillas que rodeaban a Norberto.
Enrique—ese era el verdadero nombre de Norberto— era un “hombre nuevo”, un hombre que resistiría la tortura y no delataría a sus camaradas. La pastilla era para putos. Sin embargo, cuanto había luchado él por tenerla. Antes sólo los capos la disfrutaban. Para ellos era fácil acusar de traidor a un militante. Si todos tenían la pastilla sería diferente, porque todos podrían optar por la forma de morir. Norberto—la gente más preciada lo iba a recordar como Norberto—tenía una opción.
Junto a la cintura lo acompañaba un revolver; poca cosa para amedrentar a tres dinosaurios, pero mostrándolo quizás provocaría una inundación de balas sobre su cuerpo. Esa también era una opción. La última vez que lo había usado fue durante el asalto a una farmacia que proporcionó el cianuro. Aunque durante el operativo murió un empleado, él solo se había limitado a mostrarla. Incluso durante la toma de la penitenciaría, donde hubiera sido prudente disparar, no lo hizo. Y es que Norberto nunca disparaba bajo el convencimiento de que era más valiente esquivar balas que ponerlas en circulación.
El Hombre Nuevo vio que el taxista se lanzó a la vereda con la velocidad que seguramente nunca tuvo. De alguna oscura manera Enrique lo envidió. El era un burgués criado en buena familia, y los taxistas nunca son burgueses. Había transitado toda su vida con culpa por su origen de clase. En el fondo la tortura sería acaso una expiación. Tal vez ser peón de taxi le hubiera ahorrado muchos problemas.
No obstante lo cual, él había soñado siempre con la inmolación. La vida era la entrega más grande que puede dar un hombre. Se había formado para eso: para morir. El único problema era cómo. Para su sorpresa se encontró pensando en cosas raras: si lo torturaban mucho y bien, podía hablar y vender a sus mejores amigos, que a su vez estarían orgullosos de morir torturados, gracias a los servicios de Norberto. Era un disparate, y ya no lo pensó dos veces.
Dejó caer la pastilla. Como si se tratara del único testigo del fin, tomó su revolver y cerró los ojos. Uno de los dinosaurios rugió. El taxista, tranquilamente, volvió a tomar el volante. “¿Adónde lo llevo?”, dijo. “Al cielo”, contestó el que ahora ya no tenía nombre.
Enero de 2013
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