sábado, 21 de junio de 2014

Cosas de gente grande



Cosas de gente grande
                                
Día del padre. Mi hijo Rodrigo viene a visitarme. Lo trae su madre. No soy de los que ordenan un obsequio con antelación, por ejemplo, pidiendo un deseo la noche de año nuevo, calculando que los otros entenderán el guiño. –- No es por cultivar el bajo perfil: es que los míos no entienden los guiños —.  Entonces mi pibe llega. No trae paquete y a primera vista, el regalo es él mismo. Realmente no espero ningún regalo porque hace siete años que me viene regalando el aire. Pero cuando estamos solos mete la mano en un bolsillo y saca un billete. “Feliz día del padre”, remata.
Si, un billete es un obsequio sin regalo. Es un poco como dar nada. La astucia de la madre es total. Tampoco fueron varios billetes, porque eso hubiera tenido otro significado. Por supuesto, era uno de cien, porque uno de dos también hubiera sonado de otra manera. No dar obsequio alguno hubiera sido bastante acertado, pero tiene el inconveniente de tener que explicarle a Rodrigo ciertas cosas de gente grande, y en fin de cuentas él me quería regalar algo. Sin embargo…
Siempre Rodrigo me trajo pinturas, batmanes, bolitas, globos… Lo escudriño: “¿Por que mamá te dió cien pesos?”  Me fusila: “Porque mamá dice que tenés mucha sed y podés tomarte el billete” (sic)
Con la plata le compré un juguete a Rodrigo. Él no se dio cuenta porque esas son cosas de gente grande.

jueves, 12 de junio de 2014

Tenía razón Dolina



Tenía razón Dolina

Muchas cosas tenia que decir. Me hubiera gustado hablar del Oblast Autónomo Hebreo de Rusia, de la culpa como sistema mórbido, del Louvre, de la profesión docente, de la necesidad de simular ser un mediocre para sobrevivir, de las ventajas de mirar a los ojos, de la angustia de los domingos a la noche, de la genial película “Las invasiones bárbaras”, de mi prima, de una teoría profunda. Pero la verdad es que discriminando sobre qué escribir recordé lo que una vez le preguntaron a Alejandro Dolina: “¿Qué te gusta más, el mar o la sierra?” Él respondió: “Qué se yo. No entiendo por qué siempre está esa necesidad de decir algo.” Yo en lugar de Alejandro hubiera respondido que entre el mar y la sierra me quedo con un abrazo.
            Entonces, luego de rumiar estas cuestiones tan sesudas que pensaba escribir, me detuve en Dolina. Si buscás un abrazo y propendés a lo racional solo te queda un camino: no razones. Yo me digo: “A quien pretendés ilustrar, José, si a las personas que más querés las podés escuchar y les podés buchonear todas esas cosas del Oblast, de la culpa, del arte, de los mediocres, de las miradas, de la angustia, del cine, de la familia, del intelecto, sin necesidad de escribir. Hay veces en que no hay que decir muchas cosas. ¿A dónde querés ir José; a la playa o a la sierra? Yo quiero ir a tomar unos  mates con mi prima bajo un cedro mohoso de alguna plaza de Villa Ballester. Y que algún letrado aburrido se encargue de escribir alguna nadería sobre todas aquellas competencias intelectuales, que en fin de cuentas, no me hacen viajar tanto”