sábado, 25 de octubre de 2014

Castrados



Castrados

            Afortunadamente en nuestro país los homosexuales se pueden casar. Somos vanguardia en América Latina, sin dudas, y es motivo de orgullo, seas lo que seas o te guste lo que te guste.
            Sin embargo, en materia hetero,  somos unos reprimidos,  unos castrados.
Conocí  a Brenda en el tren. Es yanki. Nunca nos acostamos. No nos interesa. Somos amigos y punto. Cuando la amistad fue creciendo se animó a juzgar adversamente a nuestros compatriotas. “Los argentinos te tiran piropos, que es algo muy de acá. Pero no van al frente. Si te acercás, salen corriendo. Parecen nenes. Con las mujeres pasa otra cosa. Están 20 años para tomar un café con un chico. Las argentinas y los argentinos no se dan la oportunidad de conocer una persona.” La aplaudí de pié, pero le hice una observación. Las actitudes de nuestros hombres y mujeres son complementarias. No es casualidad: el piropo y la histeria son dos caras de la misma moneda.  
Recordé esos folletos que advierten a los turistas sobre lo que van a encontrar en nuestros inhóspitos países. Anuncian invariablemente que en Argentina hay algo llamado “piropo”, que consiste en eso que conocemos. A agregan que muchas veces pueden ser muy soeces. Vergonzoso.
            El humor es revelador. Desde los programas de Olmedo, Porcel, el Aníbal de Calabró, las películas de Tristán o los bañeros locos,  hasta los sitcom de Francella o las gansadas de Tinelli, la insatisfacción sexual está omnipresente. Que los argentinos—en este caso me siento turco— se rían de esas cosas es expresión de una sociedad castrada.
           Una observación más. Buenos Aires es la ciudad con mayor cantidad de psicoanalistas por habitante. Son, en la enorme mayoría de los casos, psicólogos freudianos, con el sexo entre los ojos. En otras palabras, tenemos un problema con el choto y la concha. Y tampoco me parece casualidad que programas como Terapia tengan un éxito abrumador. De tanto acostarnos en el diván nos estamos olvidando que sólo hay divanes de una plaza.

domingo, 12 de octubre de 2014

Obeliscos



Obeliscos

Obelisco egipcio en  Paris
Cuando pensamos en obeliscos, si el tema nos interesa, el primero que nos viene a la mente es el de Buenos Aires. El segundo es el de Washington. Casi con seguridad el tercero es el de París, llamado de Luxor, emplazado en la Plaza de la Concordia. El cuarto podría ser el de la  Plaza de San Pedro, en la Ciudad del Vaticano. El quinto el del Central Park de Nueva York.  Claro, esto es así siempre que el que piense sea argentino…
            La ciudad más grande de Sudamérica, San Pablo, tiene como monumento más importante un obelisco, blanco como el nuestro, aunque unos 5 metros más alto. Sin embargo, para nosotros, es como si no existiera. En realidad, como veremos, para todo habitante del mundo atrasado no hay otra cosa que el primer mundo. Ellos nos imponen los valores culturales y nosotros compramos.
             Si repasamos los obeliscos que ya vimos podemos entender algunas cosas. El de la capital yanki fue en su momento la construcción más alta del mundo: mide como el edificio más alto de Puerto Madero, 170 metros. El de París es un trofeo que se trajeron los franceses de Egipto. Los egipcios hicieron cientos de obeliscos, son los campeones en la materia. Aunque no soy egiptólogo, son todos bastante parecidos. Francia se quiso afanar dos, pero cuestiones políticas impidieron que el segundo salga de África. Hoy, a ese que no salió del continente negro, a ese que es casi idéntico al otro, ya nadie lo conoce. De alguna manera, se nos indica que lo importante es París, no el monumento en sí mismo. Cierto que se lo levantó en el mismo sitio donde en 1793 se le cortó la cabeza a miles de personas— Luis XVI incluido—, y también es verdad que al monumento egipcio se lo emplazó allí con el deliberado propósito de  hacer olvidar a los galos su propia historia, porque no tiene nada que ver con la revolución ni con la restauración. Pero eso es la historia del obelisco, no el obelisco en sí mismo. El de la Plaza San Pedro fue afanado por Calígula, en el siglo I. Como en aquellos años no había filtro,  hay en Roma una multitud de obeliscos egipcios. Con el tiempo le consagraron una cruz en su cima. Digamos que le dieron valor agregado, le añadieron historia. Pero la verdad es que no encuentro mayor imagen emblemática de hibrido cultural en el mundo.
Obelisco egipcio en el Vaticano
Por supuesto, por intereses más que obvios, a nadie se le ocurrió nunca devolver estos obeliscos a los egipcios.
Pero presten atención. El obelisco de Aksum es una de las obras más singulares del África. Se trata de un falso rascacielos, en tanto tiene puertas en su base y ventanas a lo largo de varios pisos. Se lo remató con una especie de banana en su cumbre. Tiene 1.700 años de antigüedad y hoy está emplazado en su lugar original, en Etiopía. Pero durante casi todo el siglo XX estuvo en Roma. Cuando los tanos invadieron la actual Etiopía no pudieron evitar la tentación. En este caso, Benito Mussolini fue el chorro. El obelisco fue encontrado por los europeos partido en tres pedazos como consecuencia de un terremoto, cientos de años atrás. En Roma lo reconstruyeron, lo cuidaron y lo devolvieron. Colorín colorado.
Obelisco de Aksum
Pero el obelisco de Aksum nos enseña algunas cosas. Su historia añadida es muy rica, ni más ni menos que la de otros. Sus singularidades son únicas: no hay otro parecido. Sin embargo, desde que partió de Roma, ya no forma parte de las fotos y de los circuitos turísticos más afamados. Los obeliscos son consagrados con el objetivo de conmemorar, (o sea, de hacer memoria entre todos). El de Aksum va camino al olvido, como todo aquello que se emplaza en nuestros pobres países y que tiene algún correlato en el primer mundo. Pero hace 1.700 años el Imperio de Aksum era parte del primer mundo, cuando Europa estaba entrando en la oscuridad. Acaso los monumentos que hoy nos parecen tan célebres, como el de Washington, en un futuro sean robados, celebrados y devueltos a unos países que ya no sean lo que alguna vez fueron.

sábado, 4 de octubre de 2014

Vendamos Constitución


Vendamos Constitución

           
Constitución
Cuando visité la  estación Grand Central de Nueva York, tuve una decepción. Con sus casi 50 andenes, y luego de haberla visto tantas veces en la pantalla grande, yo esperaba algo colosal, faraónico, que me generara  un descarrilamiento en los ojos.  No. Nada. Su hall es realmente pequeño, al menos si lo comparamos con Constitución. Sus dimensiones se parecen a la Retiro del Mitre, y aunque busqué cotejar las medidas en la web, estoy casi seguro que es más chica. Su celebridad se debería—quiero creer—a la arquitectura, a la cantidad de andenes y a Hollywood. No es poco. Pero…
            (En Nueva York ya han sabido lo que es una enorme estación de trenes. La estación Penn lo era. Derribaron su hermoso hall en los años 60 y hoy se levanta en ese lugar el Madison, donde los guantes, los recitales y el baloncesto llaman a las cámaras, justo sobre los andenes, que subsisten enterrados. Aquel hermoso edificio se ha convertido en un mito. La injustificada fama de la Grand Central se debe, en parte, a la demolición de la Penn, sin la cual se ha convertido en la única gran estación de la Gran Manzana.)
Centrale Milano
Quizás destruir grandes estaciones no sea algo novedoso. Todos los países lo han hecho. A finales de los años 60´ Londres destruyó la simpática  Euston. En su lugar construyeron otra Euston, insípida, cuadrada. Buenos Aires imitó esa canallada poco después en el nuevo hall y los nuevos andenes de Once. Un esperpento.
Pero lo que hasta hoy no había podido averiguar es en qué se inspiraron los constructores del enorme hall de la Estación Constitución. Eso no es normal. Y menos normal me pareció luego de ver la Grand Central y otras celebérrimas estaciones que se suponían gigantescas y que en el mejor de los casos no le llegaban a los tobillos a la nuestra. Algo tenía por seguro: Constitución no era una originalidad criolla. En alguna otra latitud debía existir alguna parecida que haya servido de inspiración.
Hoy, navegando, me cayó una ola de publicidades que me invitaban a visitar otros países. Me llamó la atención una foto de Constitución. Pero, al mirar nuevamente, reparé en que esa foto no era de acá. Se trataba de la Centrale Milano, muy parecida a la del Roca, acaso un poco más limpia... Me decía la publicidad que se trataba del hall más grande del mundo, única— y lo que me resultó más llamativo—, grandemente imitada a lo largo del mundo. Como cualquier persona que te quiere vender algo, sospeché que había una gran dosis de mentira o exageración.
Averigüé. Constitución es más grande. Más aún, es más vieja.
Union Station
Pero no me podía quitar de la cabeza que nosotros no podíamos ser pioneros. No porque no tengamos ejemplos al respecto— verbigracia el edificio Kavanagh— sino porque no me resultaba posible creer que nadie se haya avivado de eso.
Efectivamente, luego de ardua búsqueda, logré encontrar el modelo de Constitución—y de la Centrale Milano, claro—. Se trata de la Unión Station de Washington: un edificio grosso, como no podía ser de otra manera en la ciudad del poder. Es de 1908. Busqué información turística elemental sobre la capital yanki. Hay cosas omnipresentes: la Casa Blanca, el Capitolio, el Pentágono, la Concha de la Lora y… por supuesto, la Union Station.
Constitución no tiene nada que envidiarle a sus dos hermanas. Es monumental y te deja sin aliento. Basta con entrar por la calle Hornos para caerse de espaldas. Pero yo nunca vi un contingente de turistas en ella. Desconozco el valor arquitectónico objetivo de nuestra gran estación. Pero eso es harina de otro costal. Derribemos mitos. Si los tanos mienten nosotros también podemos hacerlo. Deberíamos aprender a vender lo nuestro.