domingo, 12 de octubre de 2014

Obeliscos



Obeliscos

Obelisco egipcio en  Paris
Cuando pensamos en obeliscos, si el tema nos interesa, el primero que nos viene a la mente es el de Buenos Aires. El segundo es el de Washington. Casi con seguridad el tercero es el de París, llamado de Luxor, emplazado en la Plaza de la Concordia. El cuarto podría ser el de la  Plaza de San Pedro, en la Ciudad del Vaticano. El quinto el del Central Park de Nueva York.  Claro, esto es así siempre que el que piense sea argentino…
            La ciudad más grande de Sudamérica, San Pablo, tiene como monumento más importante un obelisco, blanco como el nuestro, aunque unos 5 metros más alto. Sin embargo, para nosotros, es como si no existiera. En realidad, como veremos, para todo habitante del mundo atrasado no hay otra cosa que el primer mundo. Ellos nos imponen los valores culturales y nosotros compramos.
             Si repasamos los obeliscos que ya vimos podemos entender algunas cosas. El de la capital yanki fue en su momento la construcción más alta del mundo: mide como el edificio más alto de Puerto Madero, 170 metros. El de París es un trofeo que se trajeron los franceses de Egipto. Los egipcios hicieron cientos de obeliscos, son los campeones en la materia. Aunque no soy egiptólogo, son todos bastante parecidos. Francia se quiso afanar dos, pero cuestiones políticas impidieron que el segundo salga de África. Hoy, a ese que no salió del continente negro, a ese que es casi idéntico al otro, ya nadie lo conoce. De alguna manera, se nos indica que lo importante es París, no el monumento en sí mismo. Cierto que se lo levantó en el mismo sitio donde en 1793 se le cortó la cabeza a miles de personas— Luis XVI incluido—, y también es verdad que al monumento egipcio se lo emplazó allí con el deliberado propósito de  hacer olvidar a los galos su propia historia, porque no tiene nada que ver con la revolución ni con la restauración. Pero eso es la historia del obelisco, no el obelisco en sí mismo. El de la Plaza San Pedro fue afanado por Calígula, en el siglo I. Como en aquellos años no había filtro,  hay en Roma una multitud de obeliscos egipcios. Con el tiempo le consagraron una cruz en su cima. Digamos que le dieron valor agregado, le añadieron historia. Pero la verdad es que no encuentro mayor imagen emblemática de hibrido cultural en el mundo.
Obelisco egipcio en el Vaticano
Por supuesto, por intereses más que obvios, a nadie se le ocurrió nunca devolver estos obeliscos a los egipcios.
Pero presten atención. El obelisco de Aksum es una de las obras más singulares del África. Se trata de un falso rascacielos, en tanto tiene puertas en su base y ventanas a lo largo de varios pisos. Se lo remató con una especie de banana en su cumbre. Tiene 1.700 años de antigüedad y hoy está emplazado en su lugar original, en Etiopía. Pero durante casi todo el siglo XX estuvo en Roma. Cuando los tanos invadieron la actual Etiopía no pudieron evitar la tentación. En este caso, Benito Mussolini fue el chorro. El obelisco fue encontrado por los europeos partido en tres pedazos como consecuencia de un terremoto, cientos de años atrás. En Roma lo reconstruyeron, lo cuidaron y lo devolvieron. Colorín colorado.
Obelisco de Aksum
Pero el obelisco de Aksum nos enseña algunas cosas. Su historia añadida es muy rica, ni más ni menos que la de otros. Sus singularidades son únicas: no hay otro parecido. Sin embargo, desde que partió de Roma, ya no forma parte de las fotos y de los circuitos turísticos más afamados. Los obeliscos son consagrados con el objetivo de conmemorar, (o sea, de hacer memoria entre todos). El de Aksum va camino al olvido, como todo aquello que se emplaza en nuestros pobres países y que tiene algún correlato en el primer mundo. Pero hace 1.700 años el Imperio de Aksum era parte del primer mundo, cuando Europa estaba entrando en la oscuridad. Acaso los monumentos que hoy nos parecen tan célebres, como el de Washington, en un futuro sean robados, celebrados y devueltos a unos países que ya no sean lo que alguna vez fueron.

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