Hace tiempo que vengo estudiando a
Borges y me cruzo con libros y descubrimientos inverosímiles. Pero ninguno más inverosímil
que el libro de Benito López Esnaola, intitulado Ajedrez a la Ciega ,
que me pude procurar después de buscar una aguja en un pajar. Pero inverosímil
es poco. Tan es así que me veo empujado a decir algo.
Esnaola escribe sabedor de
que muchos lo leerán por curiosidad y abunda en anécdotas, explicaciones y disparates para
mejor vender el libro. En realidad son cosas de sentido común que uno no se ha
puesto jamás a pensar. Conocía que hay gente que puede jugar al ajedrez sin el
tablero, o sea, a ciegas. Aunque parezca una perogrullada decirlo, ese jugador
debe conseguir un rival, y no es tarea fácil. La persona en cuestión debe ser lisa y
llanamente un campeón de las matemáticas y las geometrías. Pero desconocía que
desde hace más de cien años se realizan torneos, que esos torneos tienen que
ser cara a cara para que ninguno de los dos haga trampa y un sinfín de cosas
que son realmente inconcebibles…
¿Cómo debe ser el empleo del tiempo?
En otro texto, que se llama Tiempo al tiempo. La historia del reloj de
ajedrez, se narra como las partidas
del siglo XIX no tenían techo temporal. Los jugadores solían ganar por
cansancio. Hubo jornadas enteras para una sola partida. Un tal Williams,
conocedor del mal carácter de un tal Stauton, le ganó una partida oficial
demorando dos horas y media las jugadas. En esa época solía pasar que X sabía
que Y tenía un compromiso a las seis de la tarde y entonces dilataba su tiempo
de movida indefinidamente, o casi, digamos, hasta las seis. Y, claro, ganaba, Fue entonces cuando se pensó
en el reloj.
Los relojes se fueron imponiendo
progresivamente, pero quienes jugaban a ciegas, por un inexplicable código de
honor— aseguran que no hacen trampa porque es una forma de burlarse de la
inteligencia del otro— continuaron batiéndose con todo el tiempo del mundo. Si
se difiere mucho una movida, puede quedar la duda de si el jugador que tiene
que mover sabe realmente dónde están las fichas, y como nadie quiere pasar por tonto, las partidas tienen una duración razonable.
Sin embargo, hay quienes tienen un
tablero, con fichas y todo: son los jueces, que literalmente ven en la mente de
los deportistas. El código de honor es tan estricto que, de haber un error en
un participante, —por ejemplo, si el juez, o peor, el adversario, le tiene que decir que tal ficha no puede
desplazarse en esa dirección porque hay un peón en el medio—, ese error es sentido
como una imputación moral por el jugador: es como si rebajaran su inteligencia
al nivel de un gusano. Su adversario, incluso perdiendo la partida, de alguna
manera ya es el triunfador.
Como dijimos, el único tablero lo
tiene el juez. Pero ¿qué hay del público? Bueno, por empezar hay que aclarar
que hay público, y que el público tampoco puede ver el tablero, al menos en los
años 40, cuando Esnaola describe una época de auge de este desconcertante
deporte. Se le pedía al público el más estricto silencio, más o menos como en
el tenis, y es sabido que todos los presentes, de una u otra manera, estaban
practicando esta noble variante del ajedrez, así que el mismo público estaba
interesado en mantener el silencio, que debió de ser sepulcral. Por supuesto,
estaban en el recinto, pero no necesariamente mirando a los competidores, sino,
mayormente, mirando para otro lado. De alguna manera, no sólo
no había tablero, sino tampoco jugadores, ni espectadores (del latin spectator; el que mira). Si uno entraba y no era del palo (y
esto no pasaba nunca) podía confundir a un jugador con el mozo.
El autor habla de serios problemas
de honor, así como de peleas. Aunque no nos habla de duelos, es fácil
inferirlos. ¡ Imaginaos que lo que no se dio por la buenas, sobre un tablero,
que no existe, se da por las malas, entre espadas o floretes, que son muy reales!
Entonces, sin tableros ni piezas,
sin relojes ni tiempo, sólo con los laberintos mentales que edifican las
jugadas…
El libro de Esnaola es, como se deja
ver, más kafkiano que borgiano. Un
capítulo aparte merecen las instrucciones de Esnaola para domesticar la
memoria. ¨Idealmente usted debe leer el libro sin ayuda de los gráficos¨,
aconseja. Pero resulta que el libro, salvo el anecdotario para curiosos, es una sucesión interminable de gráficos. Al final, ni el libro
existe.
Lo muy poco que se puede leer en la
web del libro de Esnaola:
Historia del reloj de Ajedrez:
originales pensamientos escritos con dos exponentes privilegiados?
ResponderEliminarokey
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