La
lección de James Cameron
"Ni siquiera tengo una foto de él, ahora solo existe en mi memoria"
James Cameron, guionista y director de Titanic.
Corre el año 2013. Un millonario invierte una fortuna para conocer el punto más profundo y oscuro del océano, la fosa de Las Marianas. Se trata del director de Titanic, James Cameron. Aunque será el segundo en descender hasta el abismo—ya Piccard había bajado hace más de medio siglo—, lo hace a unos 37 km del lugar que antaño fue noticia. Espera encontrar nuevas especies y apreciar lo que ningún humano aún ha visto.
Su aparato tiene buenas luces para iluminar las profundidades. Él va
encajado como un carozo en el medio de un durazno un poco más grande que un
durazno. Tiene una escotilla a sus espaldas, por donde ha ingresado. Entre su instrumental destaca una pantalla de
unas 20 pulgadas, como un televisor mediano que tiene que ver a menos de 30 centímetros. Al tacto tiene mil
funciones. Por medio de este aparato, que de seguro le trae reminiscencias
de su arte y de su labor como director,
puede ver el exterior y al centenar de asistentes que, preocupados, aguardan en
el barco nodriza.
Son 11 kilómetros para abajo. El
viaje le deparará una hora y media. No pasaron ni 2 minutos y toda señal de luz
natural y de vida han desaparecido. Los minutos, los kilómetros se suceden. Los
reflectores de la nave lo escudriñan todo, pero no hay seres vivos por ningún
lado. Pasa el tiempo con la lentitud con el que la erosión fabrica la arena de
los relojes. Parece que ni se mueve. James siente que está realmente sólo por
primera vez en su vida. “Esto debe ser más sublime que el espacio”, razona. En
una ventana de la pantalla ve, casi como en sueños, a uno de sus asistentes, que de seguro también
contempla lo que él contempla ahora: nada.
Inesperadamente los sensores indican el final del mundo a menos de 30
metros. Cameron toca algo sobre la pantalla. La nave se detiene y los
reflectores apuntan con intensidad hacia abajo. Nada se logra divisar. El
descenso de la nave y las altas presiones han generado un mar de arena, polvo y
partículas que todo lo envuelve. Cuando esa nube se disipa, unos minutos
después, tampoco hay novedades. Pone en marcha el durazno, lentamente, como
para plantarlo sobre el fondo. De repente se queda sin aliento. Allí está el
abismo. Luego de un tiempo que se hizo eterno, ve en la pantalla el fondo del
océano. El asistente le pregunta como está y él se olvida de responder. Es el espectáculo más acogedor que jamás
pensó ver. Una llanura en todas direcciones, lisa, vacía, sin vida. Sabe que esa llanura no debe tener muchos
kilómetros, pero los reflectores abarcan un diámetro de sólo 50 metros en torno a la nave. Se agita en su
asiento. Hace un movimiento que lo deja como la Alegoría del día, de Miguel Ángel: torciendo el cuello como para
quebrarlo. Los asistentes se preocupan y lo interrogan, desesperados. James
contesta: “Voy a la escotilla. No bajé para ver este espectáculo por una
pantalla. Quiero verlo con mis propios ojos.”
Transmití esta anécdota que
encontré— más prosaicamente— en el número de junio de 2013 de la revista National Geographic. La víctima fue el cuñado del medio hermano de
mi amigo el ferretero. El tipo todavía
no puede entender el alto valor que le doy al hecho de tener una vivencia plena
de los momentos más perdurables de la vida. No tomo fotos, no grabo, y cuando me miran incrédulos, me río (whisky). El momento es irremplazable y no veo con
buenos ojos eso de tener una parte de nuestra mente siempre alerta al instante
oportuno de hacer clic. Esas costumbres sacralizan el recuerdo y celebran las
apariencias. Pero omiten lo más importante: el presente. Conozco gente que
nunca estuvo en las cataratas, pero las filmaron todas. Y no sacan una foto, que es todo lo que quería Rose. Es al por mayor. “Parate ahí.
No, con él ya te sacaste, ahora con José” Y así me dejo sacar la foto. Después
todos las suben a facebook, las comparten, las etiquetan y las explican. Yo lo agradezco, por si alguna
vez se me ocurre recordar algo que vi con mis propios ojos.
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