La
parábola de dios y los incompetentes (Cuento)
Ayer
se presentaron tres personas recién muertas. La primera—vaya a saber por qué—
confesó que trabajaba de oficinista en una financiera. Dios le preguntó si esa
tarea le gustaba. Dijo que no, que de saberlo hubiera aprovechado su tiempo de
vida para otra cosa. “Qué tristeza” dijeron los otros. “Qué tristeza”, dijo
dios.
Sin
mediar comentarios le preguntó al segundo de qué trabajaba cuando el corazón le
latía. Este dijo que se desempeñaba como docente. “Qué bien”, dijeron los otros
dos. “Qué bien”, dijo dios. Entonces el oficinista reconoció en él a su maestro
y el tercero de los mortales dijo, “qué tristeza”. Y dios dijo, “qué tristeza”.
Entonces
el Todopoderoso le preguntó a este último que tanta tristeza veía en los otros.
Trabajaba de doctor. “Qué bien”, manifestaron sus acompañantes. “Qué bien”,
manifestó dios. Pero los otros se dieron cuenta de que fue él quien había
operado con éxito sus cuerpos, prolongándoles una vida de trabajos inútiles. “Qué
tristeza” dijeron los muertos. “Qué tristeza”, cerró dios.
Y
el Señor le preguntó a uno que recién llegaba. Este era sepulturero. Los otros
pensaron con envidia que sin lugar a dudas era la única profesión realmente imprescindible
y respetable; más aún, habiendo visto
las maravillas del cielo, la juzgaron la mejor de todas las profesiones. “Qué
bien”, dijeron todos. “Qué bien”, se sumó el Señor. Sin embargo confesó que la
tarea le desagradaba, y reconoció en los otros a tres de entre miles que le
dieron trabajo. “Qué tristeza”, manifestaron los que no fueron felices en sus
labores. “Qué tristeza”, remató el dador de vida.
Entonces
todos a coro le preguntaron a dios por qué se había dado a la innoble tarea de
crear el mundo; por qué se había dado a la terca faena de hacer latir los
corazones; para qué había inventado el maldito deseo de darle un sentido a la
existencia. Es más, en el colmo del descaro, le preguntaron para qué había
creado la muerte. Dios vaciló y luego
dijo con sinceridad: “Para tener un trabajo que hacer”. Y “¡Qué tristeza!”, “¡Qué
tristeza!”, se escuchó en el cielo.
Yo, San Pedro, todavía me pregunto qué estoy haciendo acá.
Yo, San Pedro, todavía me pregunto qué estoy haciendo acá.
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