lunes, 12 de enero de 2015

La parábola de dios y los incompetentes (Cuento)



La parábola de dios y los incompetentes  (Cuento)


           
                         Dicen que a las puertas del cielo nos espera San Pedro, con las llaves y con la decisión de abrir o cerrar. Esto es desde todo punto de vista falso. Dios nos recibe en persona, sin intermediarios, en un entorno que maravilla por sus bellezas. Nos hace una pequeña entrevista. Da gran confianza. Es un amigo que nos recibe con los brazos abiertos. Nosotros tenemos las llaves en esta vida para saber corresponder — o no—  a su inconmensurable amistad y a su inmensa sabiduría.
            Ayer se presentaron tres personas recién muertas. La primera—vaya a saber por qué— confesó que trabajaba de oficinista en una financiera. Dios le preguntó si esa tarea le gustaba. Dijo que no, que de saberlo hubiera aprovechado su tiempo de vida para otra cosa. “Qué tristeza” dijeron los otros. “Qué tristeza”, dijo dios.
            Sin mediar comentarios le preguntó al segundo de qué trabajaba cuando el corazón le latía. Este dijo que se desempeñaba como docente. “Qué bien”, dijeron los otros dos. “Qué bien”, dijo dios. Entonces el oficinista reconoció en él a su maestro y el tercero de los mortales dijo, “qué tristeza”. Y dios dijo, “qué tristeza”.
            Entonces el Todopoderoso le preguntó a este último que tanta tristeza veía en los otros. Trabajaba de doctor. “Qué bien”, manifestaron sus acompañantes. “Qué bien”, manifestó dios. Pero los otros se dieron cuenta de que fue él quien había operado con éxito sus cuerpos, prolongándoles una vida de trabajos inútiles. “Qué tristeza” dijeron los muertos. “Qué tristeza”, cerró dios.
            Y el Señor le preguntó a uno que recién llegaba. Este era sepulturero. Los otros pensaron con envidia que sin lugar a dudas era la única profesión realmente imprescindible y respetable; más aún,  habiendo visto las maravillas del cielo, la juzgaron la mejor de todas las profesiones. “Qué bien”, dijeron todos. “Qué bien”, se sumó el Señor. Sin embargo confesó que la tarea le desagradaba, y reconoció en los otros a tres de entre miles que le dieron trabajo. “Qué tristeza”, manifestaron los que no fueron felices en sus labores. “Qué tristeza”, remató el dador de vida.
            Entonces todos a coro le preguntaron a dios por qué se había dado a la innoble tarea de crear el mundo; por qué se había dado a la terca faena de hacer latir los corazones; para qué había inventado el maldito deseo de darle un sentido a la existencia. Es más, en el colmo del descaro, le preguntaron para qué había creado la muerte.  Dios vaciló y luego dijo con sinceridad: “Para tener un trabajo que hacer”. Y “¡Qué tristeza!”, “¡Qué tristeza!”,  se escuchó en el cielo. 
                  Yo, San Pedro, todavía me pregunto qué estoy haciendo acá.

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