lunes, 26 de enero de 2015

Explicando los chistes de Woody Allen



Explicando los chistes de Woody Allen

          
Jackson Pollock
 

                        Las buenas cosas tienen siempre más de un significado; tienen profundidad, tienen sorpresa. No las podemos agotar inmediatamente. En términos técnicos eso se llama “polisemia”. Polisemia tienen las buenas películas, los buenos libros, y olvidando el aspecto técnico de la palabra,  también las buenas fragancias que nos brinda el mar, la contemplación de una rosa y la mirada del otro.
            Eso que llamamos polisemia es un atributo personal, está en nosotros y habla de quienes somos. Miraba en un bar un capítulo de los Simpson y notaba con horror que yo me reía de una cosa y los otros clientes se reían de otra. Ese, sin dudas, es un mérito de la familia de Lisa. Los que estamos de este lado del televisor, gozando de la serie, somos diversos y eso es fantástico. Pero…
            Hay quienes creen que eso no pasa con los amantes de Woody Allen. Pasa. Y pasa too much 
            Venía de vuelta de las olas junto a un militante del Opus Dei. Los hay. Son híper fanáticos, fundamentalistas, de doctrina implacable… ¡y no tienen vergüenza! También—hay que decirlo—suelen ser gente culta y de diálogo entretenido. Y este, que tenía la ventanilla, era un ejemplar modélico. Treinta años, vigoroso, tranqui, flagelado y cauto, me dio conversación solamente cuando me vio sacar un libro. Conocía al autor. Lo conocía mejor que yo. Di las gracias a dios por el acontecimiento porque Balzac puede llegar a ser insoportable. Se lo dije. Me explicó con lujo de detalle mi ignorancia. Lo agradecí. Yo había leído la mitad del libro y no había entendido un olímpico choto. Cosas que pasan…
            Sin embargo, la lección de mi acompañante me dejaba ciertas dudas. Sin entrar en detalles, eran explicaciones que me remitían a los suplementos culturales de los periódicos. Tengo un excelente olfato para esas cosas y no suelo fallar. Cambiamos de tema. Descubrí que amaba a Beethoven y a los Beatles;  a Leonardo y a Picasso; a Borges y a Cortazar; a Bergman—a pesar de su confusión espiritual—y a Favio—a pesar de todo—. Mario Vargas Llosa era un gran escritor y un gran pensador, todo en uno. Lo más grande del rock nacional era Spinetta y, por supuesto, se reía con Woody Allen.
            Son todos lugares comunes. El tipo era la revista Ñ y el suplemento ADN de La Nación. O, para ser más preciso: decía lo que tenía que decir para ser “culto”, repetía el speech. Era un snob. Tenía un panteón de dioses del arte, todo reconocidos por el mundo de la cultura. Sin embargo, Beethoven escuchaba música popular berreta; Picasso se deleitaba con las máscaras africanas cuando el mundo de la cultura veía esas cosas como objetos mersas; Borges comentaba con pasión películas bastante pobres y siempre dejaba en claro su devoción por autores raritos, como Dino Buzzati—y le bajaba línea a consagrados como García Márquez—; finalmente, Leonardo Favio siempre odio a todo el mundo, el de los libros y el de las alpargatas.
            No es posible que a alguien le guste sólo lo bueno. Si es así, a esa persona le falta personalidad, no tiene sabor, y acaso eso lo deja tranquilo porque se parece a muchos otros. Pero no es él mismo. Hubiera dado la vida por escuchar que le gustaba Beethoven, pero que de tanto en tanto se clavaba un Arjona. Pero no fue el caso. Fue peor. Sobre todo cuando empezó sus alabanzas a Woody Allen, prendiendo cirios y todo.
            El fanático medio de Woody suele sentir, sin saberlo tal vez, su ego agigantado al reír con sus chistes. Es, muchas veces, un narcisista de la cultura fácil. En otras palabras: el chiste puede ser bueno o malo, no importa, se ríe porque lo entendió, porque entendió como un guiño la cultura implícita  en ese humor, humor de gueto intelectual. Poco importa si esa es la intención de Woody Allen—y no la es—. El admirador siente que el admirado le habla al oído, y se regocija, se excita.
            Pero basta con escarbar un poco para notar que no entienden los chistes, o que no los entienden en su debida profundidad. Veamos el primer ejemplo. Este chiste es fácil:

Wagner: Misterioso asesinato en Manhattan

            Basta con saber que Wagner era antisemita y uno de los dos músicos amados por Hitler, que Polonia fue invadida por los nazis, que el genocidio judío fue enorme en ese país y—lo mejor del chiste, que a muchos se les escapa—que Polonia desapareció del mapa varias veces. Si, es fácil, porque un tipo con una cultura media sabe dos o tres de  estas variables y ya con eso basta para reírnos. Es más, Opus Dei entendía todo y se reía de sólo recordarlo. Incluso afloró su antisemitismo, hasta que le recordé una parte del chiste: Allen es judío. Es más, es un chiste muy judío. Dejó de reír.
            El segundo ejemplo me lo dio él:

Pollock: Sueños de un seductor

            Había entendido solo la superficialidad del chiste. No conocía a Jackson Pollock, acaso el más grande artista estadounidense del siglo XX. Cualquiera que haya visto una obra de Pollock sabe que ver en sus cuadros todo lo que dice la señorita es por lo menos raro. Por supuesto, también se está hablando de que el arte está en nosotros—en ella— y no en la tela. La piba ve eso en la tela porque está depre. Vemos según nuestro estado de ánimo, o según nuestro Habitus – Bourdieu dixit—. Pero también está el que nosotros sepamos que Pollock tenía una idea de la vida muy cercana a lo que dice la bella mujer, y por supuesto, que la belleza, para Allen, no está en el cuadro sino en la muchacha, que dicho sea, internamente es un horror. Opus había entendido la parte obvia. Pero—le expliqué— Woody nunca haría un chiste tan simplón sin segundas lecturas.
            Para aleccionarlo le expliqué este chiste, que es de una complejidad alarmante:

MacLuhan: Annie Hall

             Lo obvio lo vamos a obviar. Es brillante.  MacLuhan es ese señor que criticando los medios masivos de comunicación se había convertido él mismo en un personaje mediático. Más aún: fue en su tiempo una estrella del firmamento cultural, al punto de que todo snob que se preciara de tal tenía el deber de haberlo leído, –  y lo mismo valía para las películas de Fellini—. Es por eso que el hecho de que aparezca “explícitamente” en esta escena es una idea genial. Una idea que cualquier snob de aquellos tiempos hubiera entendido. Pero mi acompañante no conocía a Marshall MacLuhan.

Entonces me encontré con una paradoja: le estaba explicando los chistes de Woody a uno de sus fanáticos. Y, créanme, a mi no me gusta Woody Allen.

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