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Alberto
Einstein era fanático de las mujeres. Se casó dos veces, nunca por amor, y fue
un infiel compulsivo. Sin embargo, no era un promiscuo, al menos mientras vivió
en Alemania. Esa carucha era un exceso de la imaginación divina, y no era muy
hábil en el coqueteo ni quería perder el tiempo levantando un barrilete con
pollera que como todo barrilete nunca sabemos adónde estará un minuto después
(como el mismo Alberto.)
Todo cambió
cuando lo arrojaron de Alemania. La expulsión coincidió con el inicio de una
fama que las mismas estrellas de Hollywood envidiaban. Su llegada a los Estados
Unidos fue acompañada por la apertura de innumerables piernas. Estar un rato,
acaso un turno, con el científico, con el genio, ese era el anhelo de cientos
de mujeres. Einstein siempre abominó de las damas geniales, y en consecuencia,
las elegía un poco tontas. (Pobre Alberto, que pésimo gusto que tenía.)
Mientras
cambiaba de mujer con la rapidez de la luz, Einstein se dedicó a difundir su
mensaje pacifista. Como es sabido, tiempo antes le había escrito al presidente
Roosevelt sobre la conveniencia de apurar la confección de bombas atómicas.
Cuando estas fueron arrojadas en el Japón, empezó a dudar de los beneficios de
estas armas. En el 49 la Unión Soviética arroja la suya, y es ahí donde nuestro
amigo se decide a elevar la voz a favor de la paz.
Es el momento
en que aparece en escena nuestro enemigo: John Edgar Hoover, director del FBI. Hoover estaba convencido que
Alberto era comunista. Sus razonamientos
no eran muy geniales: era extranjero, era judío y hacía campaña por la paz
cuando Stalin se estaba armando hasta los dientes. Y lo peor, se daba cita a
solas con numerosas mujeres que vaya a saber uno de donde venían y a donde
iban.
Así fue como
Edgardo y todo el aparato del FBI se pusieron a espiarlo al genio. Rastrearon
los pasos de numerosas mujeres. Sorprendentemente, las mismas no eran
precisamente Mata Hari ni Rosa Luxemburgo; eran amas de casa, meretrices ocasionales,
oligarcas curiosas, cocineras cholulas y bonitas cavidades huecas. Ninguna
luminaria, ninguna espía. Sin embargo, Hoover estaba tan obsesionado que sembró
de micrófonos los albergues de Einstein y de sus damas; pinchó los teléfonos
del genio y abrió su numerosa correspondencia.
Sabido es que
lo importante de Alberto está en sus libros, no obstante lo cual, toda
biografía obliga a contar el aspecto humano de las eminencias. Y nosotros no
contaríamos con tan buena información sobre las mujeres de Einstein si no fuera
por su enemigo Hoover, quien alguna vez, apurado ante el escándalo que suscitó
la apertura de sus archivos, dijo: “Yo también soy un investigador, como
Einstein”. Si, nada más y nada menos que 48 años al frente del FBI lo hizo poseedor
de los secretos de todas las grandes personalidades que pisaron Estados Unidos,
incluso de los numerosos presidentes que no pudieron sacarlo del cargo.
Einstein podía tener los secretos físicos del universo, pero Hoover tenía los
del universo humano. Y tal vez estuviera un poco celoso de Alberto, porque se
sabe que era puto, pero tenía buen gusto.
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