martes, 7 de enero de 2014

La paradoja Hoover


Agregar leyenda
Alberto Einstein era fanático de las mujeres. Se casó dos veces, nunca por amor, y fue un infiel compulsivo. Sin embargo, no era un promiscuo, al menos mientras vivió en Alemania. Esa carucha era un exceso de la imaginación divina, y no era muy hábil en el coqueteo ni quería perder el tiempo levantando un barrilete con pollera que como todo barrilete nunca sabemos adónde estará un minuto después (como el mismo Alberto.)

Todo cambió cuando lo arrojaron de Alemania. La expulsión coincidió con el inicio de una fama que las mismas estrellas de Hollywood envidiaban. Su llegada a los Estados Unidos fue acompañada por la apertura de innumerables piernas. Estar un rato, acaso un turno, con el científico, con el genio, ese era el anhelo de cientos de mujeres. Einstein siempre abominó de las damas geniales, y en consecuencia, las elegía un poco tontas. (Pobre Alberto, que pésimo gusto que tenía.)

Mientras cambiaba de mujer con la rapidez de la luz, Einstein se dedicó a difundir su mensaje pacifista. Como es sabido, tiempo antes le había escrito al presidente Roosevelt sobre la conveniencia de apurar la confección de bombas atómicas. Cuando estas fueron arrojadas en el Japón, empezó a dudar de los beneficios de estas armas. En el 49 la Unión Soviética arroja la suya, y es ahí donde nuestro amigo se decide a elevar la voz a favor de la paz. 

Es el momento en que aparece en escena nuestro enemigo: John Edgar Hoover,  director del FBI. Hoover estaba convencido que Alberto era comunista.  Sus razonamientos no eran muy geniales: era extranjero, era judío y hacía campaña por la paz cuando Stalin se estaba armando hasta los dientes. Y lo peor, se daba cita a solas con numerosas mujeres que vaya a saber uno de donde venían y a donde iban.

Así fue como Edgardo y todo el aparato del FBI se pusieron a espiarlo al genio. Rastrearon los pasos de numerosas mujeres. Sorprendentemente, las mismas no eran precisamente Mata Hari ni Rosa Luxemburgo;  eran amas de casa, meretrices ocasionales, oligarcas curiosas, cocineras cholulas y bonitas cavidades huecas. Ninguna luminaria, ninguna espía. Sin embargo, Hoover estaba tan obsesionado que sembró de micrófonos los albergues de Einstein y de sus damas; pinchó los teléfonos del genio y abrió su numerosa correspondencia.

Sabido es que lo importante de Alberto está en sus libros, no obstante lo cual, toda biografía obliga a contar el aspecto humano de las eminencias. Y nosotros no contaríamos con tan buena información sobre las mujeres de Einstein si no fuera por su enemigo Hoover, quien alguna vez, apurado ante el escándalo que suscitó la apertura de sus archivos, dijo: “Yo también soy un investigador, como Einstein”. Si, nada más y nada menos que 48 años al frente del FBI lo hizo poseedor de los secretos de todas las grandes personalidades que pisaron Estados Unidos, incluso de los numerosos presidentes que no pudieron sacarlo del cargo. Einstein podía tener los secretos físicos del universo, pero Hoover tenía los del universo humano. Y tal vez estuviera un poco celoso de Alberto, porque se sabe que era puto, pero tenía buen gusto.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario