La
Tierra
gira hace 4.500 millones de años. La vida nació en ella hace 500 millones. En
otras palabras, 90% de su existencia estuvo nuestro planeta bailando por los
cielos, sin vida.
Los mamíferos vinimos a chupar una teta
hace sólo 65 millones de años, cuando los dinosaurios nos dejaron un lugar.
Los humanos modernos comenzamos
nuestras caminatas ayer, hace apenas 100.000 años, cuando hace más de 64
millones de años que había mamíferos y tetas.
Sin embargo, esos 100 mil años, poca
cosa para la vida del planeta, puede ser un tiempo abismal, mirado desde cierto
punto de vista…
La civilización, (o sea, las
primeras ciudades, la escritura, las sociedades medianamente complejas, la
domesticación de las bestias y de las plantas), arribó a este lugar del
universo hace un pequeño instante: 10 mil años, cuando los humanos ya llevábamos
90 mil años dando vueltas.
¿Qué estuvieron haciendo nuestros
abuelos durante 90 mil años? Simplemente respiraban un aire más puro y sin
polución. Nacían (y con muchísima suerte superaban el año de vida), cazaban,
comían, cagaban, cogían, daban la teta, cantaban y jugaban (como los pájaros), escapaban
de las fieras, morían (muchas veces como
parte de la dieta de una fiera), y soñaban con una vida sin pesadillas.
Pero no pensaban. Quiero ser claro. No
me estoy refiriendo al pensamiento obvio y elemental, del tipo: ¨uy, viene un
tigre, rajemos¨. Me refiero al pensamiento que cambia materialmente la
existencia de un grupo humano, el que se genera por un descubrimiento, el que
revoluciona algo. ¡90 mil años! Entre el primero y el que nació 90 mil años
después ningún cambio. Todo igual. Más de lo mismo. El humano, uno como vos o
como yo o como cualquiera. Igual en todo, pero durante 900 siglos no muy
diferente a un coyote o a una laucha.
Pensar
es un ejercicio, es un producto de la trama socio-cultural en la cual nos
movemos. Y, claro, es una costumbre. Aceptar un cambio o al menos concebirlo como
posible es algo revolucionario que se empezó a gestar hace sólo 10 mil años. Antes
toda innovación era cegada por nuestros abuelos, durante 90 mil años. No era
culpa de ellos. Simplemente en una situación de huida permanente del frío, del
calor, de las fieras, del hambre, de las enfermedades, del dolor físico y
espiritual, les resultaba imposible pensar.
Cualquiera que hubiera tenido una idea nueva hubiera sido censurado. Pero no
solo por temor, también por costumbre. Y no es dable imaginar que durante ese
abismal espacio de tiempo hubo un lento, lentísimo progreso. No. No hubo nada. Más y más de lo mismo. Había que repetir las
enseñanzas de papá hasta la muerte y transmitirlas a nuestros hijos. Las
pinturas rupestres más antiguas no superan los 15 mil años, y estoy siendo
generoso. Estuvimos 90 mil años al pedo. Teníamos el mismo cerebro que ahora, con
las mismas circunvoluciones, las mismas neuronas. También las mismas manos, con
el pulgar más dúctil del reino animal, que es la herramienta más preciosa que
conseguimos. Pero usábamos el cerebro de otra manera. Lo teníamos para otra
cosa.
En algún momento, hace 10 mil años,
alguien pensó de un modo diferente. Probablemente no fue el primero: fue el
primero que no castigaron por tamaña osadía. Pero estoy seguro: no lo
castigaron porque con su novedad también venía un castigo, un castigo para
todos aquellos que protestaran ante su innovación.
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