jueves, 20 de marzo de 2014

Lewis Mumford, o el arte del ensayo


Lewis Mumford, o el arte del ensayo.

Definir qué es un ensayo demanda atrevimiento. Sus límites son imprecisos y así nos podemos topar con un cuento de Borges o con una columna periodística que pudieran reclamar legítimamente el rótulo de ensayo. Pero, básicamente, un ensayo se parece a eso que hacen los actores previamente a representar una obra: arriesgan poses, impostan la voz, improvisan y, en esencia, se muestran un poco más temerarios que cuando el público está en las gradas y la plata en la taquilla. Sin embargo, en la literatura ensayística no hay representación. La frescura  descansa precisamente en ese matiz adolescente, informal. El ensayo es un ejercicio de irresponsabilidad intelectual. Una bella payasada. Y también lo que tiene de teatral es lo que tiene de artístico: es un ámbito de creación incontenible donde los escritores dicen muchas cosas sesudas y muchas cosas disparatadas sin detenerse a pensar demasiado en lo que están diciendo.

O al menos eso era lo que se entendía por un ensayo. Pero desde Montaigne las cosas han cambiado y  han venido a ser diferentes. Hoy hay ensayistas que manipulan los pensamientos con un método que acerca mucho el ensayo a una tesis de licenciatura. De alguna manera, podemos dividir a los ensayistas en tradicionalistas y rigoristas. Los primeros son los que mandan fruta, improvisan, no tienen culpa cuando arriesgan un pensamiento y de hecho piensan en voz alta, sin vergüenza, sin temor a equivocarse. Entre los segundos están los que no anotan una línea sin decir al pie de página de dónde han sacado la fuente de lo que piensan, enciclopedistas literales que tienen encorsetado el pensamiento, censores de sus propios pensamientos malparidos que no han pasado por la prueba del chequeo.

Entre los rigoristas podemos contar a miles. Por ejemplo, imaginemos un texto de geografía de la población que estudiara cierto aspecto de la sociedad londinense. Durante cuatrocientas páginas el escritor nos estaría bombardeando con lecturas contraídas, citando continuamente datos y tomos,  ya para defenderlos ya para quejarse de ellos. Además, estaría obsesionado con no irse de su área de conocimiento, no sea cosa que se confunda la geografía de la población con la demografía, la estadística o la sociología. La disciplina de estos ensayistas es tal que cuidan su parcela de saber, su nicho de trabajo, olvidando que esas divisiones son más artificiales que los cohetes de año nuevo.    Finalmente, al final del libro, tendríamos un pensamiento y la conclusión. De seguro, podemos abandonarnos con cierta tranquilidad a esas conclusiones. El tipo ha enderezado todo su saber adquirido y toda su prosapia académica a la obtención de un pensamiento. Es—a no dudarlo—un grano de arena en el océano del saber humano. El grano más grande, el grano más perdurable. Pero es un grano. Yo los celebro y los defiendo. De alguna manera se asemejan a los entomólogos que pasan toda la vida estudiando si la langosta de Madagascar canta para avisar que hay un depredador cerca o canta para cortejar una hembra. Quizás, después de décadas, este científico descubra que la langosta de Madagascar canta para seducir, y escriba un tomo con la autoridad y la jerarquía que tiene en la materia. Pero, más allá de esta innegable contribución al fondo común del conocimiento humano—y langostino—a mí los ensayistas que se comportan de esta manera mucho no me seducen, y menos cuando se trata de una ciencia social, donde casi todo es opinable.

Entre los tradicionalistas se encuentra Lewis Mumford. Mumford es considerado como un urbanista, un geógrafo, un sociólogo, un historiador, un sexólogo, un chanta, un pordiosero. Y es que Lewis Mumford es todo eso y mucho más: es un ser humano. Pensador íntegro, es un  humanista al pie de la letra. Raramente nos dice de dónde saca las cosas, pero basta leerlo para darse cuenta que esa cabeza fue un hervidero de ideas. Muchas de esas ideas pudieron ser mal digeridas, improvisadas, otras no, pero cada uno de sus libros es una catedral del pensamiento. Parece que la única manera que tenía de pensar era escribiendo. Para él no había límites entre lo que es el urbanismo y las otras disciplinas. No tenía ninguna vergüenza, arriesgaba todo lo que le venía en mente, y si se equivocaba le importaba dos huevos. Lo más notable es que con cada libro nos dejó un montón de ideas para continuar pensando. (Como Nietzsche, que también militó en el ensayismo, nos legó una montaña de granos de arena, algunos más resientes que otros.) Pero lo mejor que heredamos de Lewis es el placer de ejercitar  la cabeza contra viento y marea, como un océano sin límites.

Por supuesto, todas las apreciaciones que yo acabo de lanzar sobre lo que es el ensayo, no deja de ser en sí mismo un ensayo, un ensayo maravillosamente irresponsable, de esos que Lewis Mumford aplaudiría, de esos que acaso te ayuden a pensar en algo. Incluso si ese pensamiento se te genera al amparo de un insulto, yo estaré agradecido. ¡Ah!, y no  te olvides de escribir eso que pensaste, ya habrá tiempo para que otros consultes tomos y enciclopedias para chequear el valor de verdad de eso que ahora estás pensando.


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