Lewis
Mumford, o el arte del ensayo.
Definir qué es un ensayo demanda
atrevimiento. Sus límites son imprecisos y así nos podemos topar con un cuento
de Borges o con una columna periodística que pudieran reclamar legítimamente el
rótulo de ensayo. Pero, básicamente,
un ensayo se parece a eso que hacen los actores previamente a representar una
obra: arriesgan poses, impostan la voz, improvisan y, en esencia, se muestran
un poco más temerarios que cuando el público está en las gradas y la plata en
la taquilla. Sin embargo, en la literatura ensayística no hay representación.
La frescura descansa precisamente en ese
matiz adolescente, informal. El ensayo es un ejercicio de irresponsabilidad
intelectual. Una bella payasada. Y también lo que tiene de teatral es lo que tiene de artístico: es
un ámbito de creación incontenible donde los escritores dicen muchas cosas
sesudas y muchas cosas disparatadas sin detenerse a pensar demasiado en lo que
están diciendo.
O al menos eso era lo que se entendía
por un ensayo. Pero desde Montaigne las cosas han cambiado y han venido a ser diferentes. Hoy hay
ensayistas que manipulan los pensamientos con un método que acerca mucho el
ensayo a una tesis de licenciatura. De alguna manera, podemos dividir a los
ensayistas en tradicionalistas y rigoristas. Los primeros son los que mandan
fruta, improvisan, no tienen culpa cuando arriesgan un pensamiento y de hecho piensan
en voz alta, sin vergüenza, sin temor a equivocarse. Entre los segundos están
los que no anotan una línea sin decir al pie de página de dónde han sacado la
fuente de lo que piensan, enciclopedistas literales que tienen encorsetado el
pensamiento, censores de sus propios pensamientos malparidos que no han pasado
por la prueba del chequeo.
Entre los rigoristas podemos contar a
miles. Por ejemplo, imaginemos un texto de geografía
de la población que estudiara cierto aspecto de la sociedad londinense.
Durante cuatrocientas páginas el escritor nos estaría bombardeando con lecturas
contraídas, citando continuamente datos y tomos, ya para defenderlos ya para quejarse de
ellos. Además, estaría obsesionado con no irse de su área de conocimiento, no
sea cosa que se confunda la geografía de la población con la demografía, la
estadística o la sociología. La disciplina de estos ensayistas es tal que cuidan
su parcela de saber, su nicho de trabajo, olvidando que esas divisiones son más
artificiales que los cohetes de año nuevo.
Finalmente, al final del libro, tendríamos un
pensamiento y la conclusión. De seguro, podemos abandonarnos con cierta tranquilidad
a esas conclusiones. El tipo ha enderezado todo su saber adquirido y toda su
prosapia académica a la obtención de un pensamiento. Es—a no dudarlo—un grano de
arena en el océano del saber humano. El grano más grande, el grano más
perdurable. Pero es un grano. Yo los celebro y los defiendo. De alguna manera
se asemejan a los entomólogos que pasan toda la vida estudiando si la langosta
de Madagascar canta para avisar que hay un depredador cerca o canta para
cortejar una hembra. Quizás, después de décadas, este científico descubra que
la langosta de Madagascar canta para seducir, y escriba un tomo con la
autoridad y la jerarquía que tiene en la materia. Pero, más allá de esta
innegable contribución al fondo común del conocimiento humano—y langostino—a mí
los ensayistas que se comportan de esta manera mucho no me seducen, y menos
cuando se trata de una ciencia social, donde casi todo es opinable.
Entre los tradicionalistas se
encuentra Lewis Mumford. Mumford es considerado como un urbanista, un geógrafo,
un sociólogo, un historiador, un sexólogo, un chanta, un pordiosero. Y es que Lewis Mumford es todo eso y mucho más: es un ser humano. Pensador
íntegro, es un humanista al pie de la letra. Raramente nos dice
de dónde saca las cosas, pero basta leerlo para darse cuenta que esa cabeza fue
un hervidero de ideas. Muchas de esas ideas pudieron ser mal digeridas, improvisadas,
otras no, pero cada uno de sus libros es una catedral del pensamiento. Parece
que la única manera que tenía de pensar era escribiendo. Para él no había
límites entre lo que es el urbanismo y las otras disciplinas. No tenía ninguna
vergüenza, arriesgaba todo lo que le venía en mente, y si se equivocaba le
importaba dos huevos. Lo más notable es que con cada libro nos dejó un montón de
ideas para continuar pensando. (Como Nietzsche, que también militó en el
ensayismo, nos legó una montaña de granos de arena, algunos más resientes que
otros.) Pero lo mejor que heredamos de Lewis es el placer de ejercitar la cabeza contra viento y marea, como un
océano sin límites.
Por supuesto, todas las apreciaciones
que yo acabo de lanzar sobre lo que es el ensayo, no deja de ser en sí mismo un
ensayo, un ensayo maravillosamente irresponsable, de esos que Lewis Mumford aplaudiría,
de esos que acaso te ayuden a pensar en algo. Incluso si ese pensamiento se te
genera al amparo de un insulto, yo estaré agradecido. ¡Ah!, y no te olvides de escribir eso que pensaste, ya
habrá tiempo para que otros consultes tomos y enciclopedias para chequear el
valor de verdad de eso que ahora estás pensando.
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