lunes, 3 de marzo de 2014

La Cloaca Máxima (Cuento)


La Cloaca Máxima

Originalmente la ciudad de Roma fue un pantano. Un infecto y horrible pantano que acumulaba mosquitos y enfermedades hoy olvidadas.  Si no eras de los afortunados que moraban en alguna de las siete colinas, el río Tiber te inundaba la propiedad con una puntualidad japonesa cuando asomaba la primavera. Vivir así no era vida. Incluso los más acaudalados ciudadanos, necesitados de llegar hasta el río, se veían en el contratiempo de tener que bajar al llano y lidiar con insectos hematófagos y  batracios más feos que Silvio Berlusconi.

            Pero esto fue hace mucho, por el 700 antes de Cristo, no mucho después de que la loba le diera la leche a los huerfanitos.  Desde entonces, cada generación de romanos se ha encargado de rellenar el pantano, cubriéndolo de tierra, por supuesto, pero también construyendo ciudad tras ciudad, una encima de la otra, como para ganar altura sobre los desechos de viejos edificios.

            Así, cada Roma nueva fue más espléndida que la anterior, y sus habitantes se dieron el lujo de olvidar lo que alguna vez fue una fábrica de mosquitos con olor a bosta. Ya para la época de los Césares la ciudad se había liberado largamente de todo aquello, y era común escuchar entre sus gentes referirse a su engalanada urbe como “la ciudad eterna”, cosa que siguen repitiendo hasta el día de hoy, como si fueran un coro de sapos, croando.

            Actualmente, si usted decide comprarse un terreno en casi cualquier lugar de la ciudad, tendrá que vérselas con los topos. Son un grupo de arqueólogos que trabajan para el gobierno. Ellos inspeccionan el subsuelo de la tierra que sale a la venta para corroborar que allí abajo no se esconda algún monumento insigne o algún utensilio no tan insigne, como una cuchara o un tenedor, incluso menos que eso también. Para los topos—y para el gobierno—cualquier cosa de la antigüedad es valiosa, y es por eso que muchas de las construcciones proyectadas en Roma tardan años en realizarse. Los hallazgos son constantes y los ciudadanos suelen protestar quedamente, porque las cosas son así y lo saben.

            De esta manera, bien podría pasar que bajo un terreno de dos por dos, bajo la superficie del siglo XXI, se encuentre una nota del siglo XVIII que diga, “querida, salí a comprar huevos, ya regreso”. Esta nadería sería materia de análisis de los semiólogos, los sociólogos y mucha gente por el estilo, que tras esa frase pueden encontrar los secretos más arcanos de aquella época. Esto no sería motivo de retraso de las obras por hacerse en ese terreno, si no fuera porque bajo esa nota del XVIII bien podría esconderse un palacio renacentista, y bajo este una reliquia vaticana del Medioevo, y bajo esta una calzada del Imperio, y bajo esta una sandalia de la República, y bajo esta algún sapo que los biólogos sabrán determinar si es raro o es normal.

            Es por eso que a Luca y a su familia les pareció acertado dar tiempo al tiempo y bancarse la inspección óptica de los topos, y esperar todo lo que haya que esperar,  antes que recurrir a los atajos propios de la coima, que con Berlusconi eran moneda corriente. Habían pagado el terrenito al contado, pues tampoco eran dados a los atajos del crédito, y festejaron cuando los arqueólogos, no habiendo encontrado nada, los dejaron actuar a voluntad.

            Ladrillo a ladrillo la casa de Luca se fue levantando, con la satisfacción de saber que era para siempre, si es que hay algo “para siempre” en Roma. Como el terreno era escaso la casita creció para arriba. Un comedor en la entrada y dos habitaciones arriba, en la primera planta. Paula, su mujer, entendía que no era bueno eso, porque los cimientos de la ciudad siempre fueron inestables a consecuencia de tanta historia. Luca, que era un incompetente para todo lo que no fuera dar órdenes, no quiso escuchar y siguió levantando en altura con sus propias manos, como si el trabajo pesado lo excusara de tanta torpeza, y con el único auxilio de su hijo, Adriano, que estaba orgulloso de su padre y que en su corta edad no cuestionaba las iniciativas de semejante mentecato. Además, Luca y Paula le habían prometido su habitación propia, porque ya le estaban saliendo pelos por doquier.

            La casa fue inaugurada con lágrimas en los ojos por los dos machitos, pero ella no se dejó engañar. Pasaron  dos meses y sobre la cama del nene apareció una gran mancha de humedad. A los seis meses toda la pared de Adriano estaba saturada de agua. Luca parecía no ver nada, pero ante la insistencia de Paula, el bambino pasó a ocupar la habitación que era de ellos y el matrimonio se resignó a convivir con la humedad, hasta en los sueños.

            Antes de que se cumpla el año la casa empezó a hundirse por el lado de la  humedad.  Ahora no podían escapar a otra habitación, pero trataron de ordenar los muebles como para compensar la inclinación, desplazándolos sobre el lado de la casa que no tenía humedad. Esto fue bien visto por todos porque los muebles eran de buena madera y la humedad los jode igual. Como si fuera la torre de Pisa, la casa se inclinaba y amenazaba con un colapso. Luca, velando por el bienestar, y armado de un miedo enorme, dijo que había que llamar a los topos,  que seguramente no habían hecho su trabajo como corresponde. Paula no estuvo de acuerdo y esgrimió razones sensatas, como la posibilidad cierta de que el pasado acechara bajo los pies de la familia. Pero, una vez más, no fue escuchada.

            Luca podía ser severo y autoritario con los suyos, pero era muy dócil con la gente que tenía una profesión. Estaba convencido que el paso por la universidad eleva el alma humana a niveles superiores. Fue por eso que no cuestionó a los topos cuando llegaron pertrechados con martillos neumáticos de esos que se usan para romper el asfalto y maquinaria pesada que cualquier persona sensata tomaría como un exceso. No pidieron ni siquiera permiso, a pesar de que estaban almorzando, pero Lucas se encargó de que se sientan como en su casa. Paula, precavida, les pidió identificaciones, que fueron dadas de mala gana: todo en regla. El jefe de la casa, pero no de lo que hicieran con ella, espió: “Franco. Arqueólogo. Universidad de Roma.”

            Franco dio una orden a los suyos, que resultaron ser obreros albaneses a su servicio— salieron de la casa—, y otra orden a la familia: “corran la mesa”, y en sus palabras se adivinaba que no era una persona contemplativa. Lucas no ayudó a mover el pesado mueble de roble, pues estaba embelesado tratando de entablar diálogo con el experto, aunque este  actuaba como si no existiera. Paula y el pequeño Adriano movieron la mesa. Un plato de fideos se cayó junto con un tenedor. Lucas miró a su mujer como reprochándole; Franco levantó el tenedor, casi por instinto profesional, lo examinó, y tirándolo nuevamente al suelo, dijo: “no vale nada”. Luego chistó e ingresaron casi corriendo los obreros albaneses con los oídos tapados por grandes auriculares. Lucas abrió un bolso y se colocó los suyos. Lucas, inexplicablemente, le seguía hablando. Incluso intentó comunicarse con él cuando los martillos empezaron a taladrar el centro del comedor, donde antes había estado la mesa y el almuerzo. Mientras los otros trabajaban, Franco, abstraído en el progreso del agujero que generoso se empezaba a abrir sobre la cerámica, prendió un cigarrillo. Lucas aprobó el gesto diciendo que con tanta humedad un poco de humo y de calor no venía mal, aunque el profesional estaba distante, como en otro siglo.

            Súbitamente, del suelo brotó un agua negra, acompañada de unas burbujas que al romperse despedían un olor indescriptiblemente feo. Una expresión de alegría asomó en el rostro de Franco.

—Hemos dado con la cloaca máxima—anunció, hablándose a él mismo.

—No entiendo—dijo Paula.

—Durante años la hemos buscado, es la cloaca más importante de la época de la República.

— ¿Y qué importancia puede tener?—, insistió.

Franco miró a los albaneses como para buscar complicidad ante tanta ignorancia.

— Por el mero análisis de estos excrementos podemos determinar qué comían en el siglo uno… antes de Cristo—chupó su cigarrillo antes de continuar—. Además,.. fíjese… ¿qué es lo que hace usted después de sentarse en el baño?

Paula buscó con la mirada el auxilio de su marido, pero este solo tenía ojos para el licenciado. Este tuvo que repetir la pregunta. Entonces Lucas respondió, complacido.

— Tiro la cadena.

—Bien—aprobó el topo—. Eso significa que en las inmediaciones de esta casa seguramente se debe alzar bajo nuestros pies el acueducto magno… ¿Saben lo que es un acueducto?

Luca respondió afirmativamente, contento de compartir un conocimiento con alguien tan distinguido. Pero mientras todo parecía transcurrir normalmente, Franco se fue sacando la ropa, una por una, hasta quedar desnudo, y se zambulló en el agujero lleno de aguas podridas que ahora era del tamaño de una mesa, desapareciendo por completo. Paula miró a los albaneses, pero estos parecían tomar la secuencia como algo cotidiano. Al no tener con quién hablar, Luca se cayó. Minutos después, unas burbujas enunciaron que algo subía, y acto seguido asomó un brazo del topo, lleno de excrementos. Apenas pudo sacar la cabeza del agua pútrida se dirigió al jefe de la familia, malhumorado:

— Vamos, hombre, no se quede ahí mirando, deme una mano.

            Luca le dio las dos, y Franco puso subir. Para sorpresa de todos, no volvía solo, traía un ánfora que estimó del siglo uno antes de Cristo, como la misma cloaca. Muy contento se lo veía, y realizó unas cuantas inmersiones más, trayendo desde un trozo de candelabro enchapado en oro hasta un tenedor, antes de poner punto final al suplicio de Paula. En total, dijo, eran unas veinte cositas de la época de la República, que los albaneses fueron poniendo dentro de una siniestra bolsa. La jefa de casa estaba que explotaba y miró al licenciado con una hostilidad que no podía reprimir. El topo, desnudo y lleno de mierda, le salió al cruce:

— ¿Qué le molesta, la mierda, que esté en bolas o… –  remató con ironía— el tamaño?

— La mierda no, porque mi marido se caga todas las noches. Que esté en bolas no me parece nada fuera de lo común. Lo que realmente me molesta es el tamaño.

Franco, herido, perdió el control,  y la invitó a usar el martillo neumático para consolarse. Pero la cosa se hubiera puesto peor si no fuera por la intervención de Luca, que defendió el tamaño del topo y censuró a su mujer. Sin embargo, ella no pensaba callarse y astutamente preguntó:

— ¿Cuánto nos van a dar por todo eso que sacaron de nuestra propiedad?

            Franco, ya más o menos limpio por bondad de los tachos y de los jabones que le había suministrado el dueño, respondió:

—Parece que usted no entiende. La propiedad es suya, así como el subsuelo, pero no  todo lo que encontremos. Esas cosas forman parte del patrimonio cultural de la humanidad y de la historia de la nación... No entiendo como aún hay gente tan ignorante como usted, señora. —Y un poco más calmado, agregó, conciliatorio. —Mire, se les va a pagar moneda sobre moneda según el valor que tienen estas cosas. Pero determinar eso lleva su tiempo y no siempre es fácil. Además, hay que cubrir los salarios de estos albaneses, por no hablar del estado, que sin poner un centavo se suele quedar con casi todo, y por supuesto con lo más importante y valioso… Y permítame decirle algo más: yo no metí la cabeza en la mierda solo por amor al arte. Lamentablemente estos albaneses no entienden un carajo de arqueología y tengo que hacer todo por mí mismo… Con suerte recibirán lo suficiente como para volver a sellar el piso. Y para que vea que soy su amigo, y no le guardo rencor, le voy a transmitir una confidencia: esto que hoy encontramos no vale nada.

            Luca estaba chocho de contento y hubiera pagado de su bolsillo para continuar escuchando al topo. Repitió frases como “patrimonio cultural de la humanidad” e “historia de la nación” y cerró con un pensamiento en voz alta: “el que sabe, sabe” Sólo una cosa le molestó, enterarse, tarde, que los otros eran albaneses, pero no se quejó.

            Prestos a partir, los albaneses sólo esperaban recibir la paga del día para ahogarse en alcohol. Uno de ellos—eran cinco—notó que la materia fecal del pozo se movía y le hizo llegar la inquietud a su jefe, tomándolo del brazo, pues no conocía palabra en italiano. Franco, para quien los albaneses eran menos que personas, se encaró con Luca:

— ¿Seguro que no estuvieron tomando mientras yo estaba allá abajo? Siempre lo hacen.

            Y sin darles mayor importancia a sus obreros, se despidió mejor de lo que había llegado, incluso les dijo “buen provecho”, y canceló la visita recordándoles que nadie les iba a quitar lo que era de ellos, y mucho menos el gobierno italiano, que solo está interesado en rescatar el “rico pasado de nuestra nación, del cual ustedes también son parte.”

(………………….)

Con la plata ganada,  Franco se compró una Ferrari—siglo XXI—y  viste Louis Vuitton,  hasta para ir al baño.  El  tenedor, del siglo uno— antes de Cristo—, descansa en el museo de la República de Roma.

            Cuando todos se fueron, Adriano, que era el futuro más tangible de Italia, señaló la cloaca máxima. Unas burbujas emanaron, con suspenso,  como cuando se apagan las luces del cine. Primero fue una mano, luego otra. Nadie lo ayudó.

—Soy Julio Cesar—dijo. Y agregó dos cosas más. — ¿Qué hacen en mi propiedad?—y casi inmediatamente: –   Tengo ganas de ir al baño.

           

           

           

           

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