viernes, 8 de agosto de 2014

Milagro y eternidad para consuelo del ateo



Milagro y eternidad para consuelo del ateo

Bertrand Russell enseñaba que un milagro se da cuando un mono escribe una gran obra literaria: por ejemplo, el Quijote. Esto es posible si tomamos a la eternidad como condición imprescindible. El mono podría tipear arbitrariamente en unas horas, si le damos la posibilidad de reiniciar ante el menor error, la palabra En. Tal vez, si le damos el tiempo suficiente, pueda escribir En un lugar de la mancha, cuyo nombre no quiero acordarme,… En un par de millones de años eso es más que posible. Pero si le damos la eternidad al mono, en algún momento seguramente escribirá todo el Quijote. Más aún, escribirá las obras completas de Cervantes, y las escribirá infinidad de veces. Así es la eternidad: milagrosa.
Russell no creía en milagros de esos que guardan las religiones reveladas. Por supuesto, explicar racionalmente un milagro es no creer en ellos. Antes de creer en los milagros, es necesario creer en la eternidad, que sería su condición de posibilidad.
El mismo razonamiento sobre la eternidad y la posibilidad de que las cosas se repitan parece haber tenido Nietzsche. Nietzsche  fue prudente y no explicó nunca el germen de ese razonamiento que llamamos eterno retorno. Se arriesga que quiso advertir que si el tiempo es eterno se deben dar necesariamente las mismas condiciones que nos trajeron al mundo, y que por lo tanto viviríamos infinidad de veces nuestras propias vidas, de forma idéntica, bajo las mismas circunstancias.
Yo, como muchos, no creo que el filósofo haya partido de ese razonamiento. Mas bien me parece una forma elegante, lírica, de ilustrarnos sobre las ventajas de vivir la vida a pleno, bajo la amenaza de que, caso contrario, terminaríamos como Sísifo, cargando eternamente la piedra hasta la cima, una y otra vez.
Pero, por momentos, creo en Nietzsche. Me hace bien creer en él. Sufrió mucho, sufrió por nosotros. Tuvo una vida muy poco envidiable. Y sin embargo, Russell y yo y tantos otros ateos nos consolamos repitiendo eternamente sus enseñanzas. Incluso creemos que algún día tiene que volver.



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