domingo, 10 de agosto de 2014

Alguien lo tiene que hacer



Alguien lo tiene que hacer

Felipe VI, parásito español
El dentista me advirtió: “tratá de sonreír menos, se te nota la prótesis”. Le dije que me parecía una exageración, que sólo un dentista puede mirar la boca con tanto detalle. “No”, insistió, “se te nota mucho… y lo ideal sería que también hables  menos… Con unos implantes vas a poder volver a la normalidad. Cada uno te sale 2.500 pesos, y para poder volver a sonreír a pleno tenés que multiplicarlo por tres. Si estás de acuerdo podemos comenzar… Ahora quitate la prótesis y tratá de pensar en otra cosa” Encendió el torno. Hice unos buches, escupí, abrí la boca y cerré los ojos.
Siempre me resultó difícil entender la vocación por los dientes. A nadie le puede gustar la gente con la boca sucia, escupiendo, con aliento a mierda, gritando, llena de miedo. Pero alguien lo tiene que hacer. Se parecen a los que levantan la basura. Son pequeños benefactores de la humanidad. Es una profesión que se suele elegir por mandato paterno o por apego al dinero. Sé que es una idea típica de una mente cerrada, pero no la puedo evitar. Habrá excepciones, siempre las hay, pero esos, esos pocos que tienen vocación auténtica por el torno, ya no son benefactores de la raza humana, porque un verdadero benefactor lo tiene que hacer a su pesar, incluso por dinero, pero no por placer.
No obstante lo cual, hay benefactores raros, que intentan ayudar a gente que acaso jamás aparezca. Conocí un profesor de matemáticas que parecía normal, pero que dedicaba su tiempo libre a pasiones inútiles. Era, si se me permite, la antítesis de Paenza. En vez de rescatar el aspecto útil y seductor de las aritméticas para ilustrar a los que huimos de ellas, este profesor se dedicaba a seducir las mentes de unos pocos matemáticos, que él se imaginaba que existían.
Me explicó a qué se dedica en este momento. Está encaprichado con los números romanos. Le resultan altamente estéticos y preferibles a los arábigos, que son los que usamos habitualmente. Me trató de convencer apelando al uso pertinaz que aún hacemos de ellos, por ejemplo en la numeración de algo tan importante como el tiempo, aplicado a los siglos y muchas veces a las horas en los relojes. También me recordó su empleo en el encabezamiento de los capítulos de los libros. Su empeño estaba encaminado a preservar estos números, pero en su aspecto práctico. ¡Quería que se volviesen a utilizar para realizar operaciones! Le expliqué que, en mi ignorancia, entendía que eran muy poco prácticos para ese fin y que por ese motivo se había adoptado la numeración arábiga para todo lo que no fuera los siglos, los monarcas o algunos relojes, … Yo sabía que los números romanos no son posicionales, que no cuentan con el cero, etc… Se lo recordé. Me dijo que la virtud más grande de esos números radica en su dificultad. “Cualquiera hace operaciones con los números arábigos, pero yo te invito a multiplicar LXI (por) XVIII. Es sumamente complicado. Yo no entiendo a esos arquitectos que te hablan del Panteón o esos historiadores que te desarrollan el Imperio sin tener la más puta idea del sistema de pensamiento de los latinos. De nada vale estudiar a los romanos sin saber latín y sin saber realizar operaciones con esos números. El problema es que al  latín lo saben hasta los curas, pero de las operaciones nadie sabe y nadie parece querer saber. Entonces ahí aparezco yo. Este año me estoy dedicando a coronar una buena pedagogía para enseñar a sumar, restar, multiplicar y dividir en números romanos. ¿Te interesa? Voy a hacer un seminario, XLV pesos la clase.” Le respondí que lo iba a pensar y salí corriendo.
Contra todos mis pronósticos, me quedé pensando. ¿Por qué hay gente que se dedica a cosa tan bizarra? Sin dudas, alguien lo tiene que hacer. ¿Pero cuánto es LXI (por) XVIII? Abrí los ojos. Hice unos buches y escupí.

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