Alguien lo tiene
que hacer
Felipe VI, parásito español |
El dentista me advirtió: “tratá de
sonreír menos, se te nota la prótesis”. Le dije que me parecía una exageración,
que sólo un dentista puede mirar la boca con tanto detalle. “No”, insistió, “se
te nota mucho… y lo ideal sería que también hables menos… Con unos implantes vas a poder volver a
la normalidad. Cada uno te sale 2.500 pesos, y para poder volver a sonreír a
pleno tenés que multiplicarlo por tres. Si estás de acuerdo podemos comenzar…
Ahora quitate la prótesis y tratá de pensar en otra cosa” Encendió el torno. Hice
unos buches, escupí, abrí la boca y cerré los ojos.
Siempre me resultó difícil entender
la vocación por los dientes. A nadie le puede gustar la gente con la boca
sucia, escupiendo, con aliento a mierda, gritando, llena de miedo. Pero alguien
lo tiene que hacer. Se parecen a los que levantan la basura. Son pequeños
benefactores de la humanidad. Es una profesión que se suele elegir por mandato
paterno o por apego al dinero. Sé que es una idea típica de una mente cerrada,
pero no la puedo evitar. Habrá excepciones, siempre las hay, pero esos, esos
pocos que tienen vocación auténtica por el torno, ya no son benefactores de la
raza humana, porque un verdadero benefactor lo tiene que hacer a su pesar,
incluso por dinero, pero no por placer.
No obstante lo cual, hay
benefactores raros, que intentan ayudar a gente que acaso jamás aparezca.
Conocí un profesor de matemáticas que parecía normal, pero que dedicaba su
tiempo libre a pasiones inútiles. Era, si se me permite, la antítesis de
Paenza. En vez de rescatar el aspecto útil y seductor de las aritméticas para
ilustrar a los que huimos de ellas, este profesor se dedicaba a seducir las
mentes de unos pocos matemáticos, que él se imaginaba que existían.
Me explicó a qué se dedica en este
momento. Está encaprichado con los números romanos. Le resultan altamente
estéticos y preferibles a los arábigos, que son los que usamos habitualmente.
Me trató de convencer apelando al uso pertinaz que aún hacemos de ellos, por
ejemplo en la numeración de algo tan importante como el tiempo, aplicado a los
siglos y muchas veces a las horas en los relojes. También me recordó su empleo
en el encabezamiento de los capítulos de los libros. Su empeño estaba encaminado
a preservar estos números, pero en su aspecto práctico. ¡Quería que se
volviesen a utilizar para realizar operaciones! Le expliqué que, en mi
ignorancia, entendía que eran muy poco prácticos para ese fin y que por ese
motivo se había adoptado la numeración arábiga para todo lo que no fuera
los siglos, los monarcas o algunos relojes, … Yo sabía que los números romanos no son
posicionales, que no cuentan con el cero, etc… Se lo recordé. Me dijo que la
virtud más grande de esos números radica en su dificultad. “Cualquiera hace
operaciones con los números arábigos, pero yo te invito a multiplicar LXI (por)
XVIII. Es sumamente complicado. Yo no entiendo a esos arquitectos que te
hablan del Panteón o esos historiadores que te desarrollan el Imperio sin tener
la más puta idea del sistema de pensamiento de los latinos. De nada vale
estudiar a los romanos sin saber latín y sin saber realizar operaciones con
esos números. El problema es que al
latín lo saben hasta los curas, pero de las operaciones nadie sabe y
nadie parece querer saber. Entonces ahí aparezco yo. Este año me estoy
dedicando a coronar una buena pedagogía para enseñar a sumar, restar,
multiplicar y dividir en números romanos. ¿Te interesa? Voy a hacer un seminario, XLV
pesos la clase.” Le respondí que lo iba a pensar y salí corriendo.
Contra todos mis pronósticos, me
quedé pensando. ¿Por qué hay gente que se dedica a cosa tan bizarra? Sin dudas,
alguien lo tiene que hacer. ¿Pero cuánto es LXI (por) XVIII? Abrí los ojos. Hice
unos buches y escupí.
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