Leer en los adolescentes
Si usted es padre sería bueno que entienda algo: usted no está criando un niño, está criando un adulto, una persona que algún día abandonará el hogar. Para esa separación, para ese duelo inevitable, para aceptar que todo cambia, es necesario que empiece ahora por vislumbrar que a su hijo, ese que en menos de 20 años será un adulto, le restarán acaso 60 años de adultez, y que sería bueno que viva semejante tamaño de tiempo resguardado de las contingencias de este mundo, con una personalidad y con un carácter que lo ayuden a enfrentar la vida, que por cierto, no es precisamente un sendero de rosas. Una gran responsabilidad tiene usted para que esa persona (su hijo) viva el resto de su vida (la de su hijo, no la suya) de la mejor manera posible. Y una gran parte de esa responsabilidad se traduce en la capacidad que usted tiene que tener para poder leer…
El adolescente no es más que la consecuencia de lo que fue un niño. Y un niño que usted ha criado. Por lo tanto no debería asombrarse de ciertas características de la adolescencia que no son otra cosa que el resultado de lo que usted en buena medida ha promovido. Con esto no estoy afirmando que su hijo no tenga predisposiciones naturales, genéticas. (Ese niño fue lo que se le atribuyó objetivamente y lo que asumió subjetivamente en un proceso dialéctico.). Sólo observo un hecho: usted lo ha criado, lo cual es mucho. Y durante la adolescencia debe seguir criándolo, porque aunque lo parezca, aún no es un adulto.
Por eso, para hablar de la adolescencia, en necesario empezar por la infancia.
La capacidad que tengan los padres de regular las manifestaciones impulsivas (represión de la impulsividad) de los niños es importante para que el día de mañana no respondan impulsivamente a los estímulos siempre contingentes que nos presenta la vida. Ante esas contingencias usted lo estará protegiendo a futuro. Paciencia, capacidad de frustración, vergüenza, asco, miedo, si son bien absorbidos por el niño, repercutirá en una fortaleza para toda la vida. En otras palabras, algunos actos no los realizará por miedo, por asco, etc. Se trata de que incorpore consciencia moral y sentimiento de culpabilidad como estructura, como un edificio con buenos cimientos. Para eso es necesario que el pequeño experimente una frustración sana: o sea, no todo es posible. Es ahí donde aparece su rol de padre.
En la psiquis del niño quedan marcas que lo acompañaran toda la vida de forma latente y que se manifestarán oportunamente; por ejemplo en la adolescencia. Recuérdelo.
Cuando el niño se hace adolescente hay cosas que cambian. Se produce un desorden psíquico que está en función de volver a ordenar en otro sentido. Ese desorden se da también en el nivel físico y simbólico. Las cosas y las personas ya no representan eso que representaban en la infancia. De alguna manera el púber debe volver a reinventarse, y eso supone un trabajo psíquico importante, y en buena medida, doloroso.
Al mismo tiempo el adolescente descubre que el tranquilizador binarismo niños-adultos es más complejo de lo que suponía. Hay cadenas de generaciones. El niño puede saber que la abuela es la madre del papá, pero no lo comprende. Para el niño los padres y abuelos son arquetipos que están como fuera del tiempo, idealizados. El adolescente descubre el sentido último de esta sucesión de generaciones: la muerte. Esos abuelos tuvieron abuelos y así ad infinitum. Quizás el descubrimiento más importante no sea la muerte en sí, sino la finitud de todo.
¿Y este adolescente dónde se ubica a sí mismo en este descubrimiento? Para decirlo un poco toscamente: en el medio. En una situación ambigua en la cual no es niño ni es adulto. Pero, paradójicamente, ahora tiene la certeza de que va a ser adulto, prontamente. Es una tortuga sin caparazón.
La adultez es la Tierra prometida de los niños. Sus padres son los referentes de ese mundo adulto y lejano. Sin embargo, al llegar a la pubertad, el muchacho descubre que el significado mismo de “padres” resulta equívoco. De repente la visión idealizada de sus progenitores entra en conflicto con la realidad, que le muestra que usted, papá, es sólo uno más entre miles que hay en el mundo, y ni siquiera él podría asegurar que es el mejor ni mucho menos.
Claro, no es para que se alarme tanto, hay una adhesión afectiva que aún los vincula.
El joven se tiene que volver a apropiar de su cuerpo. Y sólo los pares o las primeras relaciones amorosas le dirán lo que es ese cuerpo, porque ahora necesita verse en un espejo, que ya no podrá ser el espejo de los papás.
Y también hay cosas que están presentes siempre, tanto en usted como en su hijo, como en su padre (el abuelo de su hijo.) Eso que siempre está presente, asumiendo diversas formas, es el Otro. Nunca estamos completos y necesitamos completarnos de algún modo, de la cuna a la tumba. En el niño ese otro serán los padres, luego la escuela y sus docentes. En el adolescente serán sus ídolos inmaculados, en los adultos será el amor. Siempre recuerde que le escapamos a la soledad y que la soledad nos angustia. Lea bien en su hijo: ese joven que cuestiona todo lo hace porque necesita una respuesta, una respuesta novedosa. Y recuerde que el que pregunta y no es escuchado está solo. Acompáñelo. Sepa que lo que busca, más aún que una respuesta, es un oído, alguien que lo escuche.
Y usted también se puede enriquecer si abre los oídos que ya asoman canas. El adolescente los interpelará, y muchas de sus observaciones serán más que pertinentes. Porque usted muy probablemente tampoco sea dueño de lo que hace y esté alienado por una sociedad que le dicta lo que debe hacer. O sigue a ciegas los mandatos paternos (de los abuelos del pibe.) O está viviendo lo que los filósofos llaman “existencia inauténtica”: vivir de prestado según lo que se espera de uno. Todo esto quizás su hijo ya velludo no lo exponga en estas palabras. Por eso tiene que aprender a escuchar.
Y “escuchar” es un término muy generoso en este caso dado que los adolescentes en general no se expresan directamente. Dan como vueltas al hablar, entran en contradicciones. Pero lo más importante es que por regla los púberes actúan, no hablan. Por eso debe escucharlos con todo el cuerpo, debe escucharlos con los ojos. Quizás el muchacho o la muchacha no hable, pero le está intentando decir mil cosas que no puede vehiculizar por medio de la palabra. Y no debe mirar para otro lado, porque lo que le puede estar diciendo es… ¡auxilio! Si, “auxilio”, porque a pesar de todo lo que aparenta con sus actos y sus palabras, los padres siguen siendo los padres, y usted debe hacerse responsable, como cuando su hijo era un niño.
Y si no están pidiendo auxilio pueden estarles agradeciendo lo bueno que son como padres. Pero nunca lo harán explícitamente sino de una forma indirecta. Por eso es bueno que usted tampoco caiga en la ingenuidad adolescente de suponer que su hijo lo quiere porque ha recibido de sus manos un lindo regalo de cumpleaños. En la vida, por regla general, las cosas no son tan explicitas y pornográficas. Debe aprender a leer en las personas, en los actos, en las palabras, indirectamente, de la misma manera que interpretamos el buen arte no por lo que vemos sino por lo que está sugerido. Con la adolescencia el muchacho adquiere un arma fundamental, que es más sutil que la fuerza física: la astucia. Es por eso que los padres deben aprender a interpretar. Un buen regalo puede ser un acto de manipulación. Un insulto puede ser una llamada de auxilio.
Puede pasar que su pibe o piba no lave los platos y se bañe esporádicamente. De niño no se comportaba así y llegaba a bañarse hasta cuatro veces al día espontáneamente. Pero un buen día se entera que visitando a los primos se baña, se perfuma, lava los platos y encera los pisos. ¿Qué pasó? Juegan a lo que no son, están persiguiendo y construyendo una identidad. Esa identidad es un lugar en el mundo. Están buscando su lugar. Y cuando digo “su” lugar, de alguna manera me refiero a su lugar, el que ocupa usted como padre.
Es el famoso complejo de Edipo que retorna. Este se caracteriza, en la infancia, por la presencia simultánea y ambivalente de deseos amorosos y hostiles hacia los progenitores[. Se trata de un concepto central de la teoría psicoanalítica de Sigmund Freud, expuesto por primera vez dentro de los marcos de su primera tópica. En términos generales, Freud define el complejo de Edipo como el deseo inconsciente de mantener una relación sexual (incestuosa) con el progenitor del sexo opuesto y de eliminar al padre del mismo sexo (parricidio.) Durante la adolescencia, el joven revive este antiguo conflicto con los padres, que le provoca ambivalencia afectiva. Ahora está atrapado en un cuerpo biológicamente maduro y en una situación psíquica de indefensión relativa, no absoluta. Ahora la división principal no es sexual, sino generacional: lo que lo diferencia del papá es la edad. Y aún más: Ahora posee un cuerpo tal vez más grande y fuerte que el del padre Y al menos en teoría podría dar término satisfactorio al Edipo sometiéndolo. (Y crecer es un acto agresivo en sí mismo.) Pero ¿recuerdan que el púber descubre la muerte? También descubre en un solo movimiento que no es necesario matar al padre, porque este de todos modos morirá.
Y quizás ese adolescente le ayude a escucharse, a leerse a usted mismo. Es un lugar común en los padres decirle a los hijos: “yo también fui joven.” Pero la verdad es que los que más se sienten aludidos con ese aserto son los propios padres. Los pibes les muestran a sus mayores, como un espejo, que ellos también fueron adolescentes, con sus sueños, sus proyectos truncos, sus ideales perdidos, sus metas pospuestas. Y tal vez muchas de esas metas y sueños vuelven a renacer. Acaso tenía que llegar nuestro hijo a la adolescencia para que podamos reparar en todo lo que hemos postergado y darnos felizmente cuenta de que nunca es demasiado tarde para recuperar ciertos aspectos de nuestra autenticidad, de lo que somos y habíamos olvidado.
También tenga en cuenta que ser adulto no es sinónimo de ser maduro. Durante la pubertad de su hijo usted tiene que demostrar(se) que es maduro, que puede sostener un conflicto con altura y no morir en el intento. Y no ceje, no permita que sus fuerzas decaigan antes de tiempo. Si su hijo triunfa de usted muy rápidamente y con facilidad, no será ninguna ventaja para él. Le habrá transferido la responsabilidad sin una propedéutica adecuada. Será para él como cuando la fruta inmadura es arrancada del árbol: no cae naturalmente, es un desgarramiento. Es necesario que esa inmadurez constitutiva de la adolescencia se prolongue todo lo razonablemente necesario. La inmadurez es saludable en los jóvenes. Es imprescindible que transite esos años al amparo de los adultos, irresponsablemente, porque eso es vital para que ensaye, como en una obra de teatro, el papel que elija asumir en la vida y forme un carácter fuerte y personal. (Y lo mismo vale para la maduración sexual.) Notará que su pibe cambia de roles permanentemente y que le pide que transfiera toda la responsabilidad habida y por haber. Escúchelo entre líneas. No sea literal. Si el adulto le contesta en los mismos términos que los planteos que le trae, él instintivamente notará que usted se ha puesto a su altura, se ha transformado en un adolescente. A él tampoco le va a gustar eso, y usted no le estará haciendo ningún bien.
El conflicto, bien entendido, es necesario y fundador de la personalidad adulta de su pibe. Lo librará de muchos escollos y de una neurosis irreversible, (porque todo lo que no cierra adecuadamente en una etapa fundacional de la vida retorna de alguna manera.) Por eso, si hizo bien los deberes como padre de un niño no espere paz y armonía cuando ese niño llegue a la adolescencia. Todo lo contrario. La conflictividad está en la esencia misma de la adolescencia. Tanto la queja como la oposición sistemática son rasgos típicamente adolescentes. Incorporar el carácter de lo inevitable que supone el mundo real, en una edad temprana, lo salvará a su hijo de conflictos vinculares posteriores. Pero eso no significa que lo salve a usted como padre del conflicto. El padre está para entrar en ese conflicto, y tratar de sostenerlo decorosamente, sin desanimarse. Y recuerde que todo lo que hace lo hace por él, no por usted. Por eso sería deseable que no espere un agradecimiento o un buen regalo, independientemente de que este llegue o no. Hágame caso, lea en él, interprételo. Y si aún no tiene un adolescente en casa, piense que el psicoanálisis, como dice Winnicott, debe reclamar cordura frente a la “insensata creencia en los fenómenos de superficie” de los seres humanos. En otras palabras: nadie va por la vida diciendo invariablemente lo que piensa o actuando en función de lo que piensa. Entonces ¿Por qué su hijo adolescente tendría que ser diferente? Aprenda a leer…
Ese muchacho empieza a tener una vivencia de ese mundo no ya por los ojos de sus padres, sino por los propios. Se vincula a grupos de pares, prefiriendo masificarse entre ellos. Los adolescentes suelen ser personas crédulas, confiables y vulnerables, y ellos lo saben, lo ocultan. Y ese “fenómeno de masas, lejos de hacerlos fuertes, los torna más vulnerables. Son víctimas fáciles y están expuestos permanentemente a peligros. Basta con interpelar a uno por separado para comprobar lo vulnerable que son. Disolviendo la autoridad parental que impera sobre ellos es que pueden transformarse ellos mismos en sujetos con pensamiento propio. Pero es ahí donde usted no debe abandonar su rol, sin olvidar nunca que lo está preparando para abandonar el nido, no para que se quede.
Bibliografía consultada:
Winnicott, Donald; El hogar, nuestro punto de partida.
Grassi, Adrian: Adolescencia; reorganización y nuevos modelos de subjetividad.
Osorio, Fernando: Hijos perturbadores, negativistas y desafiantes.
Rassial, Jean-Jacques: El pasaje adolescente.