martes, 1 de mayo de 2012

El billete de San Martin

El billete de San Martin

El Banco Central de la República Argentina me puso en circulación allá por el 94´. Era un lujo, valía lo mismo que cinco dólares. Estaba planchadito y hermoso, con ese olor tan característico.
Un funcionario de la city me llevó por primera vez. Pagó cigarrillos de camino al country y me quedé por unos días en un kiosco de Pacheco. Por aquel entonces no paseaba mucho. Las cosas salían mucho menos que cinco pesos. Como siempre los que más salían eran los más chicos, el de uno y el de dos pesos. Los más grandes raramente hacían viajes.
Me dieron como vuelto a unos tipos que iban para Córdoba. Esos muchachos se mataron a la altura de Bell Ville. Un auto que venía detrás con un matrimonio paró ante el desastre y, luego de revisar los bolsillos de los que ya no me iban a usar, me tomaron.
Estos iban hasta Catamarca, y en esa ciudad terminé en la caja de un hotel de segunda. Una pareja me recibió como vuelto, hicieron lo que tenían que hacer y el tipo me despachó como generosa propina sobre el colchón. La mujer me sacó de ahí, fui a su casa, su marido le pidió plata y yo terminé en el bolsillo del traicionado.
El cornudo pagó las verduras conmigo y el verdulero me puso al pié de un arbolito de navidad. En la Nochebuena el niño recibió de regalo un arma de juguete y cinco pesos para ahorrar. Fue al baño y se limpió mal el culo, como suelen hacer los chicos. Ahora yo tenía olor a caca. Además, ya no estaba tan planchadito ni tan lindo como al principio. Y si se me confiaba a un niño era porque estaba perdiendo valor.
El pibe me mostró a todo el barrio. Uno mayor de edad que pasaba me vió, se acercó y me arrebató. Podrá ser un chorro, pero yo siempre le voy a estar agradecido porque tenía las manos limpias y porque comprobé que todavía podía ser codiciado por los grandes.
Me sacó de Catamarca hacia Chile. Me dejó en una casa de Cambio de la terminal de ómnibus de Santiago. Tardé un tiempo en abandonar ese lugar. Ahí me enteré que el billete de un peso, con el rostro de Pellegrini, había dejado de circular. Temí por mí.
Me trajo de vuelta al país un agente de negocios, que residía en Rio Negro. Hacía las compras siempre en el mismo almacén. Fui y vine entre el almacén y este tipo muchas veces. Me dio tristeza comprobar la indiferencia que tienen los hombres hacia nosotros. En ningún momento se percató que yo era el mismo. Los chinos que atendían el almacén me llevaron a Taiwan y allí me dejaron en una casa de cambio. Fue el peor momento de mi vida. Estaba en la plenitud, ¿y quién me iba a comprar en ese remoto país? Pasó un tiempo enorme que no pude calcular, enorme como los billetes de ese país, que son realmente grandes.
Después de una enormidad, volví. Ya no valía nada. La cara de mi San Martín estaba toda arrugada. Había pasado por las manos de medio mundo. Había pasado por las manos con caca, con mugre, con esperma, con porquerías de todo el mundo. Estaba realmente sucio, muy sucio.
Y ahí pasó lo increíble. En un subte de Buenos Aires, yo viajaba en el bolsillo de un oficinista, que me había plegado y guardado cuidadosamente. Una niña muy humilde puso sobre su rodilla una virgencita. El tipo no la tocó. Era muy creyente, y yo lo supe porque en el bolsillo, junto a mí, venía un rosario. Pero el oficinista no tocó la virgencita, porque seguro que la virgencita había pasado por muchas manos y estaba sucia.
                                                                                                          Mayo 2012

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