sábado, 24 de mayo de 2014

El Síndrome de Susana (Cuento)



            El Síndrome de Susana

El doctor Mario Alberto Franco ha muerto. No sabemos a ciencia cierta cuando. Entre sus papeles hemos encontrado unos manuscritos rotos, según creemos, por sus propias manos. Acaso podemos reconstruir sus últimos tiempos en conformidad con las líneas que siguen. Difícil nos resulta creer que mucho de lo que se dice pudiera ser cierto, pero no tenemos dudas: se trata de una realidad mental que, por rara que nos pudiera parecer, no fue menos real para el doctor y para su amante.
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Cuando Susana llegó a mi consultorio no daba muestras de ser diferente a cualquier otra mujer de esas que uno ve como un paciente más. No había nada en ella que denotara a una persona enferma, alienada de toda realidad, carente de todo sentido común. Era rubia, petisa, fea sin sobresaltos y con una frente espaciada que recordaba—al menos eso me parece hoy después de todos los hechos acaecidos—al monstruo de Frankenstein. Sus mejillas eran descarnadas, sus párpados breves y sus orejas de tal tamaño que daban una apariencia pequeña a su rostro. Sin embargo, en la luz de sus ojos había algo, fuego quizás. No era coqueta y eso, con el tiempo,  me sedujo: una de esas mujeres a las cuales la naturalidad hermosea un tanto. Se hubiera dicho que pasaba por la vida sin prestarle atención, y eso de alguna forma la ennoblecía. Una sonrisa lateral que enseñaba unos dientes perfectos era su mejor herramienta para cautivar, pero no era conciente de que esa herramienta podía constituirse en un arma. Acaso todo lo dicho lo elaboré en mi cabeza una vez que los acontecimientos se precipitaron. La pura verdad es que esa primera vez que vi a Susana no me pareció nada de otro mundo.
            En lo que a mi respecta soy psiquiatra desde siempre. He atendido los casos más disparatados y me he acostumbrado al trato con dementes a tal punto que los compadezco.  También, en cierta forma, los envidio. Por momentos llego a pensar que la locura no es un problema, sino más bien un remedio, tal vez una evasión. De hecho me siento mejor luego de hablar con algún descerebrado.  O al menos eso era así hasta que ella apareció en mi vida.
            Susana tomó asiento y se presentó. Estaba nerviosa,  pellizcaba sus mejillas flácidas y transpiraba visiblemente. En unos minutos se tranquilizó: le di un vaso con agua y unas pastillas. Tomó coraje y embistió con una catarata de naderías.  Un profesional debe escuchar a sus clientes con interés, pero no fue este el caso. Soy un ser humano y cuando las cosas son aburridas no hay diploma que ayude. Como vino por iniciativa propia—y pagó puntualmente—no me quedó otra que atenderla. Parecía una mujer de lo más vulgar. Era un caso para mi profesión de psicólogo, un caso de diván, no era una loca. Claro, afirmaba que estaba loca, por supuesto, pero todos mis clientes lo hacen de una forma u otra, incluso negándolo o haciendo locuras. Afortunadamente lo que no pude retener en la memoria lo anoté, y es así como hoy recupero aquella primera y anodina entrevista. No obstante lo cual, antes de retirarse, pasó algo que nunca olvidaré.
    Dios no existe— dijo, concluyente.
    Nadie es perfecto— bromeé.
            Susana estranguló sus  flácidas mejillas. El chiste no le gustó. Se volvió a sentar. Su mirada se incendió e inclinándose hasta poner sus dos manos sobre mis rodillas, me quiso aleccionar, mirándome sin pestañar:
            — No, de verdad le digo: dios no existe, jamás ha existido. Y no lo espere porque nunca va a llegar. Yo lo sé. 
            — Perfecto, voy a hacer lo que usted me indica—repliqué con serenidad.
            — El diablo tampoco existe— subió la apuesta.
    No, no existe, Susana.
    ¿Y usted como lo sabe?
    El diablo sabe más por viejo que por diablo—Ironicé.
    No me está tomando en serio doctor. — Estaba enojada— El diablo no existe porque no existe dios, eso está claro. Pero yo siempre me pregunto “¿Por qué no existe dios?”
Por precaución, no contesté. Susana agotó su vaso de un sorbo y, maltratando la puerta, salió, llevándose el vaso.
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… afirmaba que había ido al baño, que había hecho pis. Estaba angustiada. Traté de explicarle que era algo muy natural ir al baño. Parecía no escucharme con sus enormes  orejas, pero el sudor en su frente me revelaba que estaba tensa y al acecho, como una pantera. Llené el vacío con acotaciones torpes: hacer necesidades es necesario; es una pérdida de tiempo  para algunos y un placer para otros; es como limpiarnos o bañarnos por dentro. Mis razones no la conmovían en lo más mínimo. Susana abrió su cartera y sacó el vaso, lleno de mierda… de ella…
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Evidentemente había un olor agudo, horrible. Recordé sus heces, pero era algo distinto, peor. Le pregunté. “No voy al bañó nunca", fue su respuesta. Fingí creerle para evitarme problemas. Me amplió sobre un tema que me venia mencionando persistentemente durante las últimas seis semanas: el reencuentro con su madre. La vieja se había muerto décadas atrás…
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    Doctor, tiene que entenderme,  no tengo nervios, no tengo sangre, no respiro. Estoy muerta. Míreme las mejillas, no tienen color. No me puedo mover, hablo todo el día con mi madre. El olor repugnante que usted advierte no es más que mi cuerpo: me estoy pudriendo… Soy un alma en pena.
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            …el vaso estaba lleno de gusanos gordos…
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            A pesar de eso—o precisamente por eso—me llegué a enamorar. Sin embargo, era muy fría en los momentos íntimos. A mi no me importaba. La llama de sus ojos compensaba todos los defectos. Además, nunca había concretado con una loca. Profesionalmente soy digno de censura, pero también de compasión. ¡Alguien que se ponga en mi piel! ¡Alguien que se calce mis zapatos!
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            De todas maneras ella ya estaba muerta. Y Dios no existe…

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Hoy sólo soy un alma en pena. Subsisto, sobrevivo. Necesito un profesional.

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Nota Confidencial: Empecé a escribir este cuento alentado por la lectura de un articulo de Wikipedia sobre el síndrome de Cotard. Siempre me pareció que la realidad supera a la ficción, al menos hasta que la realidad se encarna en la ficción, que fue el objetivo que me propuse, infructuosamente, según creo. Sinceramente, me aburrí de escribir el cuento y vi con optimismo la posibilidad de hacerme el vanguardista y rematar ese error con algún artificio que me permitiera desembarazarme de la tarea. Más aun, creo que esta nota final es una forma más que encuentro de justificar el malogrado trabajo adicionándole una vuelta de turca que esta destinada al fracaso. Por supuesto, si publico esta bazofia, es porque en el fondo abrigo una remota esperanza de que a algún loco le guste. Mi cerebro está abocado de lleno a mi próxima obra de teatro y prefiero terminar de una vez por todas con este mamarracho. Eso es todo.
           



           

           
           

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