domingo, 1 de noviembre de 2015

Pagar para trabajar




El aula se instituye cada vez más como ámbito de venta y prueba de productos electrónicos. La destreza tecnológica se considera un requisito fundamental para que un profesor logre una labor eficiente como docente, pero también como consumidor de productos informáticos y digitales. Los profesores somos vistos como analfabetos electrónicos, independientemente de la disciplina que enseñemos, y somos alentados a comprar y comprar cuanta porquería nueva circule.  Pero esto no comenzó ayer.

Los 90s eran tiempos de expansión del capitalismo como consecuencia de la caída del sistema comunista. Se expandía geográficamente sobre vastos sectores de Europa oriental y con esa acción refrenaba su propia caída. La instauración del capitalismo global  vino acompañado de la propagación de uno de los elementos que supuso su triunfo: las TICs o nuevas Tecnologías de la Información, que empezaron a ingresar al aula en esos años, preferentemente como discurso de algo futurista, inevitable, flexible, portador de conocimientos infinitos y verdadero vehículo de aprendizaje.

Al achicarse el Estado, uno era responsable de su propio futuro, de forma excluyente. El colegio dejaba de ser un trampolín de promoción social para convertirse en necesario, pero no suficiente. Un ciudadanos responsable debía procurarse el conocimiento por sus medios. Estaba en el ambiente el ¨si querés un buen trabajo tenés que aprender inglés, computación y terminar el secundario¨. Ese discurso estaba omnipresente en las aulas. Paradojicamente, las tecnologías ingresaron al colegio con la herramienta más vieja de la humanidad: la palabra. Y con el discurso de las tecnologías también ingresó el que tenía por objeto rebajar al docente como portador de conocimientos (en computación, supuestamente), que en una coyuntura de carpa blanca y de reclamo docente generalizado tenía una función muy precisa. Piensen…

El colegio para adultos número 60 funcionaba en la vieja cárcel de San Telmo, a la sazón una dependencia del servicio penitenciario. Sus alumnos eran mayormente de la fuerza, o sea carceleros, pocos, arriba de los 30 años y del interior. Estudiaban con el  fin de promocionar en los escalafones. Allí cursé mi secundario en los 90s. Había tecnología Recuerdo un televisor y un reproductor de video. Una vez pasaron un documental sobre animales de la selva. Había entablado cierto vínculo parecido a la amistad con un sujeto siniestro. Él estaba maravillado con los animales que alguna vez cazó en el campo, sin notar que el fin del documental era precisamente el contrario, llegando al extremo de publicar sus safaris en clase, lo cual fue muy bien recibido por un grupo de alumnos acostumbrado a las armas. Moraleja: no siempre las tecnologías logran dar en el clavo por sí solas. Tal vez, en este caso, ni siquiera eran necesarias.

Con el colegio no alcanzaba. Por supuesto, yo también me embarqué en el estudio de manejo de PC, ¨para ser alguien en la vida¨. Costaba unos mangos, pero no era un gasto, era, se suponía, una inversión.  En el mismo lugar donde uno iba a aprender computación se vendían los insumos.  Hay que entender a la apertura de muchas de estas ofertas de enseñanza de computación en los 90 con la misma lógica con la que se abrían canchas de paddle o video clubs. Gente sacada del sistema por medio de indemnizaciones que había elegido el rentable negocio de la enseñanza de las nuevas tecnologías, comprando una cantidad de máquinas y aplicando a alguien medianamente competente al servicio de esa docencia específica. (No es casualidad que cuando las computadoras ingresan al aula, esos ámbitos de estudio informales cierren, al igual que las canchas de paddle.)   Y, por supuesto, el aprendizaje debía ser constante. En otras palabras, debíamos procurarnos una computadora porque sino ¨lo que hoy aprenden lo olvidan para mañana¨. Así, llegué a escuchar a una profesora del colegio para adultos comparar a las computadoras con los pianos: ¨para aprender tuve que estar horas frente a las teclas¨ ¿Y de qué era profesora? De matemáticas. ¿Casualidad? Claro que no.  La ciencia de Euclides se constituyó como la vanguardia en estos menesteres. Por esos años computadora era casi sinónimo de calculadora. No sólo en el imaginario colectivo, sino también es lo que se enseñaba como fundamental para obtener un trabajo medianamente digno. Planillas de cálculo, ordenaciones varias o el mismo sistema binario empleado por las máquinas era materia de enseñanza por fuera y por dentro de las aulas (aunque más por fuera que por dentro). Yo lo padecí. Por ambos lados. Me compré la máquina, ya a un paso de su obsolescencia, y me apuré para renovarla. Si no se podía tener la última se debía aparentar. Ser snob se volvió una exigencia. Iba por el mundo con la frente bien alta, anunciado que tenía una computadora. Cuando me preguntaban qué modelo era, yo decía que no sabía de modelos. En realidad no sabía ni prenderla. (No es un chiste. Cuando  llegaba al pseudo-instituto la máquina se prendía con sólo mover el ratón. Me la reparó un buen tipo. No me cobró. Pero me brindó un discurso infinito sobre todas las cosas que le hizo.)

            Recuerdo que en esas clases de computación nos hacían llenar papeles de pequeñas empresas vinculadas a esos mismos institutos de cuarta; haciamos tareas de oficina frente a una pantalla. Con la perspectiva que da el tiempo hoy me pregunto qué veíamos de divertido en llenar planillas de cálculo ajenas, balances semestrales, notas del personal, trabajando gratis, o para ser más exacto, ¡ pagando por trabajar ! La respuesta no es rara: la novedad. Estábamos encandilados con espejitos de colores, porque nunca habíamos visto uno. Nos maravillaba el medio y pagábamos por maravillarnos. Tal vez sentíamos que éramos incluidos. Acaso veíamos un futuro promisorio. Como los indios cuando bajó Colón.

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