El
aula se instituye cada vez más como ámbito de venta y prueba de productos
electrónicos. La destreza tecnológica se considera un
requisito fundamental para que un profesor logre una labor eficiente
como docente, pero también como consumidor de productos informáticos y digitales. Los profesores somos
vistos como analfabetos electrónicos, independientemente de la disciplina que
enseñemos, y somos alentados a comprar y comprar cuanta porquería nueva circule. Pero esto no comenzó ayer.
Los
90s eran tiempos de expansión del capitalismo como consecuencia de la caída del
sistema comunista. Se expandía geográficamente sobre vastos sectores de Europa
oriental y con esa acción refrenaba su propia caída. La instauración del
capitalismo global vino acompañado de la
propagación de uno de los elementos que supuso su triunfo: las TICs o nuevas Tecnologías de la Información, que empezaron a ingresar al aula en esos años, preferentemente como discurso de algo futurista, inevitable, flexible,
portador de conocimientos infinitos y verdadero vehículo de aprendizaje.
Al
achicarse el Estado, uno era responsable de su propio futuro, de forma
excluyente. El colegio dejaba de ser un trampolín de promoción social para
convertirse en necesario, pero no suficiente. Un ciudadanos responsable debía
procurarse el conocimiento por sus medios. Estaba en el ambiente el ¨si querés
un buen trabajo tenés que aprender inglés, computación y terminar el secundario¨.
Ese discurso estaba omnipresente en las aulas. Paradojicamente, las tecnologías ingresaron al
colegio con la herramienta más vieja de la humanidad: la palabra. Y
con el discurso de las tecnologías también ingresó el que tenía por objeto rebajar
al docente como portador de conocimientos (en computación, supuestamente), que en una
coyuntura de carpa blanca y de reclamo docente generalizado tenía una función
muy precisa. Piensen…
El colegio
para adultos número 60 funcionaba en la vieja cárcel de San Telmo, a la sazón
una dependencia del servicio penitenciario. Sus alumnos
eran mayormente de la fuerza, o sea carceleros, pocos, arriba de los 30 años y
del interior. Estudiaban con el fin de
promocionar en los escalafones. Allí cursé mi secundario en los 90s. Había
tecnología Recuerdo un televisor y un reproductor de video. Una vez pasaron un
documental sobre animales de la selva. Había entablado cierto vínculo parecido
a la amistad con un sujeto siniestro. Él estaba maravillado con los animales
que alguna vez cazó en el campo, sin notar que el fin del documental era
precisamente el contrario, llegando al extremo de publicar sus safaris en clase, lo cual fue muy bien
recibido por un grupo de alumnos acostumbrado a las armas. Moraleja: no siempre
las tecnologías logran dar en el clavo por sí solas. Tal vez, en este caso, ni
siquiera eran necesarias.
Con
el colegio no alcanzaba. Por supuesto, yo también me embarqué en el estudio de
manejo de PC, ¨para ser alguien en la vida¨. Costaba unos mangos, pero no era
un gasto, era, se suponía, una inversión. En el mismo lugar donde uno iba a aprender
computación se vendían los insumos. Hay que
entender a la apertura de muchas de estas ofertas de enseñanza de computación
en los 90 con la misma lógica con la que se abrían canchas de paddle o video clubs.
Gente sacada del sistema por medio de indemnizaciones que había elegido el
rentable negocio de la enseñanza de las nuevas tecnologías, comprando una
cantidad de máquinas y aplicando a alguien medianamente competente al servicio
de esa docencia específica. (No es casualidad que cuando las computadoras
ingresan al aula, esos ámbitos de estudio informales cierren, al igual que las
canchas de paddle.) Y, por supuesto, el
aprendizaje debía ser constante. En otras palabras, debíamos procurarnos una
computadora porque sino ¨lo que hoy aprenden lo olvidan para mañana¨. Así,
llegué a escuchar a una profesora del colegio para adultos comparar a las
computadoras con los pianos: ¨para aprender tuve que estar horas frente a las
teclas¨ ¿Y de qué era profesora? De matemáticas. ¿Casualidad? Claro que
no. La ciencia de Euclides se constituyó
como la vanguardia en estos menesteres. Por esos años computadora era casi sinónimo de calculadora. No sólo en el imaginario colectivo, sino también es lo
que se enseñaba como fundamental para obtener un trabajo medianamente digno.
Planillas de cálculo, ordenaciones varias o el mismo sistema binario
empleado por las máquinas era materia de enseñanza por fuera y por dentro de las
aulas (aunque más por fuera que por dentro). Yo lo padecí. Por ambos lados. Me compré la máquina, ya a un paso de su
obsolescencia, y me apuré para renovarla. Si no se podía tener la última se
debía aparentar. Ser snob se volvió una exigencia. Iba por el mundo con la frente bien alta, anunciado que tenía una computadora. Cuando me preguntaban qué modelo era, yo decía que no sabía de modelos. En realidad no sabía ni prenderla. (No es un chiste. Cuando llegaba al pseudo-instituto la máquina se prendía con sólo mover el ratón. Me la reparó un buen tipo. No me cobró. Pero me brindó un discurso infinito sobre todas las cosas que le hizo.)
Recuerdo que en esas clases de
computación nos hacían llenar papeles
de pequeñas empresas vinculadas a esos mismos institutos de cuarta; haciamos
tareas de oficina frente a una pantalla. Con la perspectiva que da el tiempo
hoy me pregunto qué veíamos de divertido en llenar planillas de cálculo ajenas,
balances semestrales, notas del personal, trabajando gratis, o para ser más exacto, ¡ pagando por
trabajar ! La respuesta no es rara: la
novedad. Estábamos encandilados con espejitos de colores, porque nunca
habíamos visto uno. Nos maravillaba el medio y pagábamos por maravillarnos. Tal
vez sentíamos que éramos incluidos.
Acaso veíamos un futuro promisorio. Como los indios cuando bajó Colón.
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