He volado al otro hemisferio. He visto calles y senderos, madres
y silencios, policías y próceres universales, tranvías y guías turísticos. Pero no he
levantado la cabeza. Allá, alto, la esfera celeste se dibuja de otra forma. Otras
estrellas flotan entre el horizonte y el zenit. Cada estrella con su nombre;
cada grupo de estrellas con su nombre, muchas de ellas con otros nombres. Las que guiaron a los barcos, a los barcos que eran guiados por las velas, a las velas que eran guiadas
por los vientos, a los vientos que eran guiados por la acción del sol y de la
rotación terrestre (que líricamente podríamos resumir como ¨Dios¨, a quien Aristóteles ubicaba tras las estrellas,
inmóvil, sin objetivo, como un gran bostezo carente de pasiones, al que
todos los cielos seguían).
He viajado al otro hemisferio, y no me detuve a ver el sol
hacia el sur, dibujando sombras sobre los monumentos, sombras que giraban en el
sentido de las aguas de los relojes, que no hacen otra cosa que seguir el sentido
heredado de los relojes solares, que en sentido estricto son relojes de
sombras.
He viajado y no he visto a la luna con la cara dada vuelta,
como la vieron los egipcios, o sobre un fondo de estrellas, como la vieron los aztecas,
o menguante, como en las banderas del islam.
Pero yo nada de eso observé cuando volé al otro hemisferio.
Atado a la Tierra y a la tierra, estúpido observador a ras del suelo,
inquisidor de lo inmediato. Mediocre, parco y pobre viajero, me comporté como
el noventa y nueve coma noventa y nueve
por ciento de los humanos. Y ahora quiero mirar y no puedo. He vuelto.
Gustave Doré. Canto XXXI |
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