martes, 31 de enero de 2017

La muerte de los ideales (Una parodia de la guerrilla latinoamericana)

Por no tener familia
Heredo la familia de la humanidad
 Al no tener posesiones
 Yo he poseído todo
 Al rechazar el amor de uno
Tengo todo el amor.
 Al entregar mi vida a la revolución
 Encontré la vida eterna

 Huey Newton, Suicidio Revolucionario [i]

               Es el año 2000, gobierna Fernando de la Rúa. Las cámaras de Crónica TV van a Entre Ríos y entrevistan al Subcomandante Carlos, encapuchado, líder del Comando Sabino Navarro, un supuesto grupo guerrillero que se ha lanzado a la lucha armada para tomar el poder. Para cualquiera que tenga dos dedos de frente se trata de una payasada grande como la Sierra Maestra. Pero así no lo entiende Federico Storani, Ministro del Interior, que toma el teléfono y se pone a insultar al intendente de Concordia, Hernán Orduna.  Según Clarín, que comenta los incidentes meses después, la respuesta de Hernán no se hizo esperar: ¨¡Federico, déjate de joder! Esta es una locura del Chelo Lima¨, en referencia al subcomandante devenido trucho, un preciado puntero político de la zona que sólo estaba haciendo una jodita con el aval de… bueno, de los medios, la oposición y los políticos locales.  La cosa terminó con un juicio del Estado al Chelo Lima por incitación a la violencia (el hilo se corta por lo más delgado)  y, a su vez, un juicio del Chelo Lima al Estado por algo así como falta de sentido común. Por supuesto, el dramón terminó en la nada. Es, claro, una de las tantas camas que le tendió la oposición y los medios a de la Rúa, y sin dudas, la más graciosa de todas. Pero me hubiera gustado ver a Storani y a la corte en su conjunto interrogando al Chelo Lima y del otro lado a 40 millones de argentinos muriéndonos de la risa. [ii]

Desde ya, no es la única parodia de guerrilla. Algo parecido se puede decir de Jorge Masseti y sus escasos soldados, casi un equipo de fútbol, armados hasta los dientes, que no infligieron ninguna baja al enemigo, el cual no aparecía por ningún lado, pero que fusilaron a dos de los propios antes de perderse eternamente en la selva, en un episodio kafkiano que se parece demasiado a El desierto de los tártaros de Dino Buzzati.
             .
Sin embargo, hay una experiencia guerrillera que va más allá del ridículo, tal vez porque fue muy real. Se trata del Templo del Pueblo, de Jim Jones. Más de novecientas personas dieron la vida, con pasión, por los ideales que sostuvo este extraño, original y desagradable personaje.
Jim Jones es una persona que debería ser famosa y es prácticamente desconocida. Salvo en su momento de gloria, su muerte, siempre lo omitieron en la tele, en la radio, en todas partes. Es un tipo que conocen aquellos que están abocados a temas religiosos o de sectas. Para los sociólogos y polítólogos o para quienes están interesados en el tema de la guerrilla es un don nadie. Soy un buen lector de temas políticos y nunca, en ningún libro, he encontrado una sola mención sobre el Templo del Pueblo, ni siquiera una nota al pié de página.  Sabía sobre el suicidio colectivo más famoso del siglo XX que lo tuvo como protagonista, pero nunca jamás se me ocurrió vincular este raro episodio con las guerrillas o la política. Tampoco sé de alguien que lo haya hecho. Después de ver un documental sobre estos locos me interesé en el tema, leí algunas cosas  y llegué a la conclusión de que se trata de un movimiento guerrillero hipertrofiado,  una caricatura  de la lucha armada en nuestro continente y un caso ejemplar de hacia donde derivan indefectiblemente las revoluciones. Quizás no sea una guerrilla convencional, quizás no haya sido un problema serio para el sistema, pero nos puede enseñar mucho sobre las guerrillas más mediáticas y conocidas o sobre los sistemas totalitarios.  Las siguientes líneas son para justificar mi apreciación.

Jim Jones nació en Indiana, Estados Unidos. Muy pronto se interesó por la religión. La gente lo empezó a seguir y fundó su propio templo. Practicaba la imposición de manos y sanaba y curaba y lucraba. Con un gran carisma, de un día para el otro se vio con un rebaño inusualmente amplio y heterogéneo. Es por eso que lo primero que se dice de Jim Jones es que era un pastor.
Sin embargo, no debería ser un secreto que Jones, de adolescente, se afilió al Partido Comunista. Cierto que lo abandonó prontamente, pero nunca dejó de ser marxista. No obstante,  su marxismo estaba mezclado con los escritos del líder de las Panteras Negras, Huey Newton, a quien admiraba profundamente,  las enseñanzas de Gandhi, y claro, la Biblia. Con el correr de los años, ya  asomando los 70, le sumó a ese coctel explosivo la New age, el Hipismo, la libertad sexual, la apertura hacia las drogas. Por eso mismo, su Templo del Pueblo puede ser visto como un sincretismo religioso de una originalidad  poco frecuente
Sin el concurso de la prensa, sin publicidad agresiva, a Jim literalmente le llovían nuevos miembros. La característica más acusada del Templo era la de abrir las puertas a todas las razas, lo cual a finales de los 50 era algo inusual y revolucionario. Y fue más lejos. Junto con su esposa Madeleine adoptó seis hijos: el único blanco era el biológico. Él mismo bautizó a su familia como la familia Arco Iris. Por supuesto, esto le dio una publicidad gratuita, efectiva e inmediata.
Muchísimos lo admiraban. No se durmió en los laureles. Sus campañas de beneficencia causaron asombro en California. Recorría los barrios pobres con juguetes y comida. Daba lo que no tenía, pues Jim siempre fue un tipo que renegaba de las comodidades y  le encantaba dar el ejemplo.
El éxito de su prédica no asustó tanto a los poderosos como el hecho cierto de que había pertenecido al Partido Comunista y seguía reivindicando a Marx. El ejemplar Jones y su séquito fueron barridos de todos los estados y de todas las ciudades donde pusieron un  pié.  En 1977, luego de haber caminado por varios kilómetros, en un espíritu nómade muy de la época que también le reportó adeptos, se paró ante sus feligreses, cual Forrest Gump, y les dio una orden: ¨síganme a Guyana¨, y le siguieron. Pero el líder no dejó que todos lo siguieran, hizo una selección. Eligió a los mejores para fundar una sociedad de cero, una utopía socialista que se llamó Jonestown, en el interior de la selva amazónica Guyanesa, no lejos de la frontera con Venezuela, donde no pudieran ser molestados.
¿Pero por qué el templo se mudó a la selva sudamericana? Hay dos facetas de Jim Jones para señalar. En primer lugar venía desarrollando manías persecutorias, una paranoia que le hacía creer que era perseguido y espiado constantemente (y mucho de eso pudo ser así). En segundo lugar tenía propensión a lo que se llama profecía autocumplida, por la cual su manía persecutoria se tornaba real: de la misma manera que uno cree que el vecino lo odia y va y le pega y, efectivamente, el vecino lo odia, aunque el paranoide sigue creyendo que el vecino lo odiaba desde antes. En sus últimos tiempos en Estados Unidos cada vez levantaba más la bandera comunista y cada vez que podía daba a entender que era ateo. En plena guerra fría eso no podía ser bueno.
En Jonestown, desde el mismo nombre que le impuso a la ciudad, dejó ver que él era el líder indiscutido, el señor y el amo. Porque si había una tercera faceta en Jones era su autoritarismo. Exigió obediencia ciega a sus adeptos, y al que no le gustaba, se podía ir. La opción no era muy viable. Las carreteras no existían, los indios acechaban, la selva virgen estaba por todas partes. Escapar era un suicidio.
La utopía sudamericana de Jones prosperó. Menos de medio año después de la fundación de la colonia la noticia llegó a Norteamérica y cientos de personas se lanzaron a la colonia. Llegaban en pequeños aviones, luego de varias escalas, a la improvisada pista de Jonestown, que era la única puerta para llegar (y para salir). La población se disparó hasta rozar los mil habitantes, la popularidad del Templo del Pueblo se agigantó y la paranoia del líder llegó a la estratósfera. Jones prohibió el ingreso de más fieles a la colonia, cualquiera de ellos podía no ser apto para su sociedad, cualquiera podía ser un espía. A partir de ese momento nadie supo nada de lo que acontecía dentro de la selva.
Una vez en Sudamérica su discurso cambió. Amplificó su retórica anticapitalista, condenando el ¨inhumano sistema¨ que dominaba a su país. Gradualmente los enemigos fueron más numerosos, el mundo empezó a satanizarse y la amenaza estaba hasta en las sombras. Condenó toda crítica, por frívola que fuera, el individuo dio paso a la masa y él hablaba en nombre de todos. (Si la gente del mundo te persigue sos víctima y si sos víctima es porque sos bueno y si sos bueno tenés razón. Dos más dos es cuatro. Esa era la lógica de Jim.)
Un día Jones reunió a sus fieles. Les dio una orden. ¨A partir de ahora los matrimonios quedan disueltos¨. Todos los casados le hicieron caso con un profundo ¨si¨. A renglón seguido bramó en favor del amor libre. Para persuadir a todos, pidió a las mujeres con las que se había acostado que levantaran la mano. La levantaron casi todas, incluida su mujer, incluido algún hombre, porque el líder era bisexual.  Y remató diciendo que si él hacía algo lo podían hacer todos. A partir de ese día la colonia Jonestown fue una orgía. (Aunque dejó bien en claro que el único que podía practicar la homosexualidad era él… y el afortunado elegido).
A decir verdad, la orgía fue incentivada para que la población olvide los sufrimientos, especialmente la falta de comida. Con la población que pasó de unos cincuenta a casi mil  y las condiciones climáticas que no acompañaron, la tan ansiada utopía se estaba pareciendo a una hambruna ucraniana muy poco estimulante. A favor de Jones hay que decir que las raciones de comida eran iguales para todos, salvo para Jones, su mujer y su séquito más directo, compuesto por unas veinte personas, en su mayoría profesionales. Entre estos había un médico y una enfermera, preferidos del líder. Eran los únicos que regularmente abandonaban Jonestown, preferentemente para conseguirle las drogas a Jim, que era un adicto a varias cosas ya desde mucho antes de abandonar su país. Los placeres de las drogas eran sólo para él y su grupo.
Todo parecía marchar para la colonia. El hambre se hacía sentir, pero ya vendría otra cosecha y sexo no faltaba.
Sin embargo, con la apertura sexual se empezó a notar que el líder era claramente misógino. En muchos de sus discursos condenaba a las mujeres como si constituyeran un estorbo o un error de la naturaleza. Esto empezó a ser especialmente evidente cuando, producto de la misma orgía que había impuesto, se trastornaba de celos al ver a alguna de sus favoritas en manos de otros.  No obstante lo cual, él decía estar orgulloso (y probablemente lo estaba) de ver como en su guarida del mundo se estaba produciendo un  Hombre nuevo, libre de las ataduras del sistema capitalista, que ofrecía su mujer y se sacaba el pan de la boca para que la comida alcance para todos.
Una noche Jim citó a algunos fieles, todos varones. Les sirvió vino: todo un lujo. Les dijo que estaba envenenado y les ordenó que bebieran. Lo hicieron. Luego les aseguró que era un chiste y los despachó sanos para que pudieran dormir con los otros. (Con el tema de la orgía, Jones también se había ahorrado el pensar nuevas residencias para sus adoradores: todos dormían en una especie de gran cucha, revueltos). En realidad, lo que Jones había querido probar con este acto, de extraña eucaristía, era ver hasta qué punto sus seguidores estaban dispuestos a seguirlo y asegurarse que le eran más fieles a él que a sus propias esposas. Además, Jim les había dado una razón para vivir, y tal vez empezaba a vislumbrar que podía darles una razón para morir.
El gran anuncio que hizo unos días después corría en ese sentido. Declaró a los cuatro vientos dos cosas, una más osada que la otra. Dijo que era ateo y que siempre lo había sido. A continuación afirmó: ¨Soy dios¨.  Muchos aplaudieron, incluso con las lágrimas entre los dedos. A partir de ese glorioso momento se cantó la internacional a coro y con el puño en alto antes de cada cena, si había. (No es ningún chiste, están las imágenes).[iii]
Una buena tarde congregó a su pueblo porque les tenía que dar algo. El médico y la enfermera, junto con algunos otros de su séquito más íntimo,  retornaban luego de un gran viaje. Habían conseguido lo que buscaban: armas, muchas armas. Fueron repartidos doscientos fusiles a ciertos habitantes de confianza hasta que sólo quedaron algunas ametralladoras, que quedaron en el grupo más íntimo.
Armar a su gente tenía un motivo.  A Jim Jones le llegaban noticias preocupantes. Unos meses atrás, cinco personas se fugaron  y lograron, contra todo pronóstico,  llegar a los Estados Unidos, diciendo las peores cosas de la colonia y especialmente de su líder. Gran parte de la población se indignó y pronto el caso pasó de los diarios a la tele y al congreso. Los yanquis presionaron a Guyana. En ese momento Jim citó a sus seguidores y les pidió que delaten a todo traidor y a todo aquel que intentara abandonar Jonestown. Varios fueron denunciados. Los mataron a golpes o los torturaron. El líder tenía razón: se necesitaban armas, el enemigo estaba por todos lados.
El gobierno de Guyana había dejado hacer al Templo del pueblo por cuestiones geográficas. En efecto, la colonia se alzaba sobre un territorio del país que era, y es, reclamado por Venezuela. Los guyaneses entendieron que los venezolanos se podrían animar a invadir esas tierras, máxime si estaban deshabitadas. Pero calcularon que si unos ciudadanos norteamericanos fundaban una colonia, los vecinos no se iban a meter con ellos. En otras palabras: consideraban a su propio pueblo de segunda, pero no a los gringos. Paradójicamente, cuando los hechos se sucedieron y el escándalo diplomático tocó al estado de Guyana, los guyaneses no quisieron saber nada con molestar a los yanquis que adornaban con armas su propia selva. Leo Ryan, un congresista estadounidense, fue el que se animó. Se animó tanto que se subió a un avión y aterrizó en Jonestown con cámaras de televisión y todo. Quería ver con sus propios ojos y mostrarle a su país lo que allí estaba pasando. Sin embargo, para Jim ¨Paranoia¨ Jones, que le traigan un espía y cámaras para escrachar todo era como prenderlo fuego vivo. ¿Acaso no bastaba con que la gente fuera de la colonia se imaginase lo que pasaba adentro?
Cautamente, Leo Ryan fue recibido con abrazos y manjares. Cuando eructó, hizo un balance muy positivo de todo lo que había visto. Se sentía, dijo, como en su casa, y declaró que se trataba de un pueblo feliz que sólo quería la paz. Eran palabras diplomáticas, pero sinceras en algún punto.[iv]
Camino al avión se le sumaron quince desertores del Templo, quince traidores, a los ojos del líder y para la mayoría de Jonestown. Probablemente pensaron que nadie se iba a meter con un político norteamericano y que no había mejor arma para defenderse que una cámara de televisión.  Jim mandó varias ametralladoras a perseguir a los desertores y, de ser posible, meterle bala también a Ryan y a su comitiva. La operación fue un éxito. Las cámaras captaron la famosa escena en la cual el propio camarista cae muerto y la máquina sigue filmando el baño de sangre, que incluyó la muerte del congresista.
En Jonestown aplaudieron a los héroes. Jim los abrazó como antes había abrazado a Ryan. Esa noche fue una fiesta, una orgía.
Pero habían matado un congresista de los Estados Unidos de América. La réplica, sin dudas, iba a ser terrible. Jones ya sabía, desde mucho antes, que algún día vendrían por su pueblo. Esta vez la profecía autocumplida iba a ser para todos. Los enemigos exteriores acechaban. ¿Pero a dónde ir? Ya habían huido de ciudad en ciudad, luego habían salido del Imperio para recalar en el lugar más apartado del mundo ¿Acaso podían partir hacia otro mundo? ¿Cuál?
Jim se mostraba más nervioso que de costumbre, casi excitado, como si las drogas lo trabajaran por dentro más de lo habitual. Pero el discurso que bajó antes de la orgía era también novedoso. Hacía incapié en una transformación del espíritu que, garantizaba, se daba después de la llamada muerte, donde el comunismo primitivo reinaba eternamente, y sugería que él los llevaría ¨de la mano¨ a ese paraíso. Jones les había dado una razón para vivir. Pero desde hacía tiempo les venía tejiendo una razón para morir. Esa razón era una mezcla de predica ovni con sofrología, muy al estilo de la secta suicida Puerta del Cielo y de nuestro queridísimo Favio Zerpa.[v]
Líder coronó ese discurso anunciando que su médico y su enfermera habían vuelto de un viaje trayendo una sorpresa. Agregó que un ejército regular marchaba para matarlos a todos, incluidos niños y mujeres. Apuró que era mejor partir al  otro mundo antes que perecer en este a manos de los enemigos. Sin embargo, lo más osado de su prédica fue el siguiente argumento: el mundo necesitaba cargar con la culpa por todas las muertes del Templo del Pueblo. Se debía saber que ese acto suicida masivo y heroico como ninguno otro antes en la historia, era obra del Templo. Los enemigos cargarían con la culpa. Había que darles una lección; dejar una huella indeleble en las conciencias. Jim Jones le dio un nombre a esta, su última doctrina: ¨suicidio revolucionario¨, tomado del título de un libro de su admirado Huey Newton. Tranquilo, repartió la sorpresa, unas jeringas con cianuro. Cerró su perorata con estas palabras, que resumen su credo: ¨Tomad la poción como solían tomarla en la antigua Grecia, y marchaos tranquilos, porque esto no es un suicidio, es un acto revolucionario¨. Las madres les dieron el cianuro a sus hijos y luego los siguieron.  Son 909 los revolucionarios que murieron ese día. [vi]

          Lamentablemente se evalúan los suicidios colectivos  básicamente de dos maneras: los buenos y los malos. Los buenos son los del tipo de Masada, con condimentos nacionalistas; malos son los del tipo del Bunker de Hitler, que no se suponen nacionalistas. (Y tal vez habría que agregar un tercer caso, los estúpidos, del tipo de La puerta del Cielo).
Nuestro caso es inscripto, sin dudas, dentro de los malos. Sin embargo, hay que hacer una salvedad. ¿Qué es un suicidio colectivo? De alguna manera, los gandhis y otros cientos que se mueren producto de una huelga de hambre, ¿Son suicidas? Los infinitos miembros de las guerrilla que sueñan con convertirse en mártires, ¿son suicidas? Los que van contentos a dar la vida por la patria y lo logran, ¿qué son?
Por supuesto, los del Templo estaban completamente estupidizados. Los pedos de Jim tenían el olor más agradable. Por eso, cuando empezó a hacer cagada, nadie se dio cuenta, les faltaba el olfato para saber discernir entre el bien y el mal. Era infalible, era dios. Creer o reventar. En favor del pueblo podemos decir que la experiencia fue breve; les faltó el tiempo necesario para comenzar a odiarlo, a olfatearlo con justicia.
El suicidio revolucionario, por nefasto y horrible que nos parezca, fue una novedad, algo único: la voluntad de un pueblo de trascender con su voluntad los límites de lo posible.
Los pueblos se equivocan. Los miembros del templo son un excelente ejemplo en este sentido. Estaban absolutamente convencidos de hacer lo correcto, arrastrando a sus propios hijos. Desde esta perspectiva, más que matarlos, Jim los llevó a la muerte: fue la forma más palmaria de demostrar hasta qué punto se había podido conseguir un Hombre nuevo.
Las revoluciones tienen un solo problema: cuando triunfan. No importa si es en Francia, en Rusia, en Vietnam, en Camboya, en Cuba, en Corea del Norte  o en la selva de Guyana. No importa la ideología. Si es radical o se radicaliza, pobre de ese pueblo. Los ideales más nobles caen como una fruta madura y su empiezan a pudrir. Hieden, se vuelven intragables. Pero puede pasar que no triunfen. En ese caso alimentan los sueños ingenuos de que hay otro mundo posible, al cual se pudo haber accedido por las armas, y se aplaude a los mártires que otrora lo intentaron. Eso también es creer o reventar.
El Templo del Pueblo es un hecho político y Jim Jones fue el comunista más radical, el más arquetípico y desconocido entre todos. Mientras caminó las calles de su país fue admirado por los progresistas. Dejaba de comer para que coman los otros, brindaba con  todas las razas, era aperturista del sexo y de la droga. Ya en la selva, con las manos libres para hacer lo que quisiera, formó una nomenklatura de vagos a su lado, tendió una orgía en la cual él era el principal beneficiario, se ortibó la droga y se quedó con los manjares y las mujeres, a quienes moralmente despreciaba. Y al que no le gustaba se lo pasaba por las armas (o por el choto).
El Templo del Pueblo tuvo un ideal y un desenlace revolucionario exitoso ¿Fueron los ideales de la muerte o la muerte de los ideales?  Yo no lo dudo: fueron la muerte de los ideales, como en el fondo de cualquier revolución.  Solo resta saber una cosa: si hay vida después de la muerte.

Fuentes:












[ii] El Comando toma su nombre de José Sabino Navarro, uno de los montoneros originales. En Soldados de Perón, de Richard Gillespie, nota 4 del capítulo 5, se señala a la Columna Sabino Navarro, bautizada así luego de la muerte de Sabino, que si tuvo existencia real, más o menos dentro de Montoneros, como los probables autores materiales del asesinato de Rucci.
[iii] Según la tesis de  Catherine Barrett Abbott, Jones llegó a admitir que él se infiltró en algunas iglesias de más joven, particularmente la metodista,  y luego entre los creyentes en él mismo como un cristiano, para poder difundir su mensaje marxista desde una posición de privilegio. Si esto es así, James tenía buenos motivos para temer infiltraciones en su Templo.

[iv] Pudo ser una jugada geopolítica de los yanquis. Hay que recordar que el estado de Utah, era parte de México cuando unos cristianos polígamos, los mormones, se instalaron allí.
[v] Favio tiene un libro que se llama Morir es volver a casa (La muerte no existe), y muchos sobre contactos de tercer y cuarto tipo. Me tomé el trabajo de hojearlo, y resultó un trabajo muy arduo.
[vi] Extrañamente, fueron los cuatro sobrevivientes, traidores, los que contaron estos hechos. Más extrañamente, el documento más preciado de ese solemne momento son las grabaciones que de su discurso hizo el mismo Jones, donde se puede escuchar la aprobación de su feligresía, marchando decidida al otro mundo, como para que no se dude

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