Quería conocer Goya y cruzar a
Reconquista, al otro lado del Paraná. Llegué a la ciudad Correntina a las 7 de
la mañana. Me metí en el único bar céntrico que estaba abierto. Acá todos se
levantan tarde. Le metí una leída al diario de la ciudad buscando qué hacer. Lo
único destacable era la otra excusa que me trajo hasta acá: la Feria
del libro de Goya.
Eructé y
caminando entre hermosas casitas muy antiguas y bien pintadas fui bajando hasta
el río, donde una enorme carpa habían improvisado para contener tantos libros. Pero estaba
cerrada. Incluso después de las 9, hora de apertura.
A las 9:30 me
pidieron que me aparte del camino de entrada. Estaba llegando el intendente con
su séquito. Me colé con ellos, le saqué una foto al capo y a sus chupamedias (lo acariciaban) e intenté entrevistarme con
un tipo que me pareció de lo más berreta que traté en mi vida. Y digo ¨intenté¨ porque mi contacto era tan
ordinario como lo eran los perros en las carpas de los circos.
Mi desafío
ahora era cruzar al otro lado. Luego de ver miles de pañuelos celestes que
defienden las dos vidas y de entender de este modo que me encontraba en el lado
B de la República, llegué a un amarradero donde una lancha chiquita como un carozo
hace cruzar a Santa Fe por 600 (seiscientos) pesos. Si, lo que escuchó: un 6
seguido de dos ceros.
Hace rato se
viene barajando la posibilidad de hacer un puente. Son sólo 33 kilómetros en
línea recta. Pero el Paraná está sembrado de innumerables islas y brazos en el
medio. El viaje dura una hora y 20 minutos. La misma lancha, que tiene el
monopolio, transporta 8 personas. Yo consigo pasaje de pedo, soy el
octavo. Va y viene 3 veces al día. Conclusión: dos ciudades de más de 70 mil
habitantes tienen un sólo transporte público que las une, a un precio
inalcanzable y para que unos 24 privilegiados puedan darse el lujo de cruzar.
Por supuesto, el único tipo en la lancha que vive de un lado y trabaja del otro es… el que
maneja la lancha.
En el viaje
hablo con los lugareños, muy abiertos al diálogo. No quieren el puente en
ningún caso. La mayoría son de Goya y muy conservadores. En las islas del
trayecto veo viviendo de la pesca a varios verdaderos Robinson Crusoe. Al
llegar al puerto de Reconquista ya se adivina una ciudad con una impronta
industrial importante. Te reciben unos tanques enormes y una villa. Un
lugareño, vecino de Batistuta, me invita a llevarme al centro en su camioneta.
Como la camioneta parece un avión impresionante entiendo que no me miente, el Bati es
su vecino.
Reconquista es
una ciudad digna de estudio para los urbanistas. Son tres plazas y un parque
que circunscriben el área central. Acá todas las calles se han pensado a futuro.
Todas son anchas. Todas son avenidas. Es una ciudad planificada donde domina la
clase media y la gringada. Se ven más pelos rubios que enfrente y los pañuelos
son verdes.
A la noche,
luego de entrar en la iglesia y de tomar uno de los mejores helados de mi vida,
me dispongo a partir. Pero antes me clavo una birra en un bar céntrico. La
gente es menos pueblerina. A pesar de tratarse de
dos ciudades con una población numéricamente similar, uno en Reconquista se
siente como en casa, en Buenos Aires. Y en Goya uno siente la distancia enorme
que te separa del hogar. Esto último es, desde ya, más interesante. No se viaja
para sentirse cerca. Pero lo más interesante es, sin dudas, el abismo que separa
ambas ciudades, que estando tan cerca, practicamente no se comunican.
Mi bondi sale
a las 22:30. Voy a pagar ante el temor de que cierre el bar. La mesera me advierte que cierran a las 2 de la madrugada. Y abren tempranito. Sí, es como estar en casa.
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