El reloj del ajedrez
Boris Bergman era el campeón mundial de ajedrez. No sabía lo que era la derrota. A los 35 años había conocido la gloria de tocar el cielo con las manos, de ser un rey entre peones, porque no tenía contrincante digno de su altura. Él era el mejor. Boris Bergman era sinónimo de ajedrez y el ajedrez se llamaba Boris Bergman.
Sin embargo, una tarde medieval, de otoño gris, se le presentó un tipo desnudo, de rostro triste y melancólico, joven hasta la exageración. Le pidió una partida. Boris no se negó, pues ello supondría casi reconocer una derrota. Le tendió el tablero y el visitante lo llenó de fichas, respetuosamente, como pidiendo permiso. El campeón se limitó a colocar el reloj en su lugar.
El joven, que mostraba un cuerpo completamente lampiño, perdió la partida. A Boris le resultó un contrincante digno, aunque un poco precipitado en sus decisiones, como si quisiera liquidar el asunto lo antes posible, como si estuviera obrando diplomáticamente sólo para luego mantener una conversación. No parecía un tipo apurado ni mucho menos, manejaba el reloj con criterio, pero Boris leía a las personas en base al juego, y el juego de este extraño personaje era osado, asumía riesgos innecesarios. Esa misma temeridad desconcertó al campeón un par de veces, pero cuando ya conoció las características de su oponente lo fue empujando hacia la derrota implacablemente.
Pero el visitante tuvo una conducta más extraña que las que ya llevo dichas. Jugó hasta la última jugada, es decir, hasta el jaque mate. ¿Por qué iba a hacer eso un tipo que, se dejaba ver, era un buen ajedrecista? ¿Por qué no canceló el partido antes, cuando el desenlace ya se sabía? Indudablemente, pensó Boris Bergman, obedece al placer de jugar hasta el final con el campeón.
El visitante, luego de tirar dos elogios y un piropo, luego de callar y así obligar a Boris a hacer lo mismo, luego de que el silencio lo ganó todo, habló así:
__ Te juego otra partida. Pero con una condición.
Boris, que no estaba dispuesto a seguir jugando con él, pero que se mareó porque le estaban imponiendo condiciones, preguntó mecánicamente:
__ ¿Qué condición?
__ Jugar sin reloj, y que los plazos entre una movida y otra sean dictados por el corazón.
Boris, que siempre pensaba en términos ajedrecísticos, se representó un enroque, porque ahora el otro cambiaba las reglas, imponía cosas y se comportaba como si la casa fuera suya. Además, levantó el reloj y lo apartó lo más lejos posible, paseando su desnudez y dejándole a Boris la innoble tarea de colocar las piezas en su lugar. Aún no había aceptado el desafío cuando ya estaba jugando.
Por término medio el joven hacía una movida cada diez minutos. Boris estaba tan acostumbrado al reloj que se sentía turbado, como si le faltara un brazo, como si le faltara una torre. El partido se dilató más de lo normal, y terminó en tablas.
¿Cómo es posible?, pensaba Boris. Cuanto más tiempo tengo para pensar más se me dificultan las cosas. Quizás soy el campeón solo bajo la condición de que los otros no tengan tiempo para pensar. Debo estar padeciendo algún tipo de enfermedad. O probablemente lo estoy subestimando demasiado. O debe ser la falta de costumbre de jugar sin el reloj. Y se conformó con este último pensamiento.
Nadie invitó a una tercera partida, se imponía sola. Boris olvidó el reloj exitosamente, pero ese éxito no se reflejó en el tablero, donde las negras del extraño visitante formaban una fortaleza inexpugnable. Cuando todo parecía encaminarse hacia las tablas una repentina y genial jugada le dio la victoria al joven. Bergman había perdido por primera vez.
Al campeón se le vino la representación de una carrera de cien metros. Después la de doscientos, quinientos, y así hasta la maratón. Él era el campeón de los cien, pero su velocidad mental no se adecuaba a otras medidas. Ni siquiera podía estar seguro de su rapidez: si el reloj circulara con mayor velocidad él probablemente perdería el título. La velocidad de los relojes es una convención, pensó. El hecho de que Boris fuese el campeón era una simple convención. El corredor de los cien metros podía fracasar en los cincuenta.
A Boris no se le ocurrió fijarse en el reloj de la pared, tan olvidado estaba de los relojes. Si lo hubiera hecho hubiera averiguado que la partida había durado dos días, con sus soles y sus lunas. Intuitivamente supo que la partida tuvo una duración desproporcionada, pero solo como un eco disimulado, porque estaba consumido por un grito interior que lo obligaba a pensar en otra partida, y otra partida, y otra partida, hasta tomarse revancha, hasta humillar al joven.
En la nueva jugada, Boris notó que las fichas se movían con mayor lentitud que en la anterior. Tenía enormes espacios de pensamiento entre una jugada y otra, tiempo suficiente para elegir una entre mil jugadas. Y cuando el señor Bergman se ponía a elegir arruinaba su plan estratégico. No estaba hecho para elegir. Normalmente sus razonamientos eran correctos, hacía lo que debía, no lo que quería. Sin embargo, en estas anormales situaciones, se mareaba hasta el vómito. Sentía la impotencia de su cerebro. Tanto fue así que perdió en pocas movidas.
Agobiado, muerto de calor, se empezó a desnudar. Si se hubiera interesado en otra cosa que no fuese el ajedrez hubiera sabido que ya estaban en verano.
El mismo ordenó las piezas para otra partida. Dibujaban las jugadas con la lentitud de dos quelonios. Boris pensó que, el haber reconocido íntimamente la superioridad de su adversario e implícitamente haber abandonado su anterior soberbia, se daba un margen de ventaja. Además se estaba acostumbrando a estos plazos enormes entre cada jugada y había aprendido a pensar una sola movida con lentitud antes que pensar miles para después tener que elegir entre tantas. No obstante lo cual, la victoria llegó con relativa rapidez, vistiéndose de joven.
El señor Bergman se disculpó para ir al baño. No podía creer lo que estaba pasando. Quizás un recreo, lavarse la cara…. Puso la cabeza debajo de la canilla y la regó bien regada. Levantó la cabeza y se miró en el espejo. El nunca había tenido barba y ahora la tenía en abundancia, y de color blanco. Levantó un poco los ojos: su rostro estaba irreconocible, avejentado. Su pelo era largo y se confundía con la barba. Para huir de esa imagen, para huir de él mismo, se precipitó en la sala. Allí estaba el joven, siempre lampiño, ordenando las piezas.
Diciembre de 2011
No es un consejo pero yo nunca desestimo lo que me hace ruido.
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