La anécdota es
conocida. Sarmiento llegó en un modernísimo tren a la ciudad de Fraile Muerto,
en Córdoba. No le gustó el nombre—aseguraba que no podría progresar nunca una
ciudad nombrada así— y pidió que lo cambiaran por el apellido del primer
habitante británico del lugar. Desde entonces la ciudad llama Bell Ville, o
sea, la villa del señor Bell.
El nombre de
un pueblo habla en un triple sentido: el primero es el sentido naturalizado,
por el cual ya nadie se plantea cómo es posible que—por ejemplo—Buenos Aires se
llame así. Sólo quedamos desconcertados cuando se traduce a otro idioma y un
gringo nos interroga y reparamos en que es cosa rara y nada obvia la
nomenclatura de nuestra ciudad capital. Para responder a ello, es necesario
apelar al segundo sentido, el sentido culto. Más allá de la raíz religiosa del
nombre, es necesario saber que el motor que traía a los españoles era el viento
en las velas, los aires, que a veces eran buenos y a veces no tan buenos. El
tercer sentido es el que más me interesa: el sentido estético, el que quiso
cambiar Sarmiento rebautizando aquel pueblo. Es, por supuesto, algo meramente
subjetivo. Un ejemplo que abusa de la literalidad puede ser la ciudad mexicana de Hermosillo. (Aunque su nombre se lo
debe al apellido de un general bastante fulero).
Estaba en la
estación de ómnibus de Retiro cuando anunciaron un servicio a Pampa de los
guanacos, Santiago del Estero. Sabía que esta ciudad se encontraba a mitad de
camino entre Resistencia y Salta, por la ruta 16. Me dije, ¨la puta, debió de crecer mucho ese rancherío desde que
estuve por allá hará unos 20 años¨. Efectivamente, duplicó su población, cosa
que justifica que esa empresa, que antaño no iba más allá de Presidencia Roque Sáenz
Peña, hoy se arriesgue hasta ese paraje que yo creía inhóspito y que ya no lo
es tanto.
Entonces me
puse a recordar la ruta 16, especialmente algunas ciudades memorables que
jalonan su recorrido por Chaco y Santiago. Tenemos—agárrese bien— Pampa del Infierno, Río Muerto, la
ya señalada Pampa de los Guanacos, Los Tigres, Monte Quemado y El Pozo. Lo más
llamativo es que todas estas nomenclaturas verdaderamente demoníacas están
enmarcadas por dos ciudades religiosas: Concepción del Bermejo y Nuestra señora
de Talavera. Además, estas tierras están regadas por el Canal de Dios.
Si uno se
fijara solamente en los nombres se trataría de un viaje de ida y vuelta al
infierno. Pero igualmente da si atendemos a las temperaturas, que pasan holgadamente
los 50 grados, o a la falta endémica de agua, o a la pobreza estructural de
todos estos pueblos.
¿Qué hacer? ¿La
Gran Sarmiento? Pensándolo bien, no me parece una buena idea. Lo que
singulariza a estas poblaciones es precisamente su nomenclatura excéntrica,
inolvidable. Además, de cambiarlos, se
corre el riesgo de que las bauticen con el apellido de un general, de una
virgen o de un presidente, que siempre tienen sabor a nada. No siempre vamos a contar con la originalidad
de Sarmiento que, en el sur de Córdoba bautizó algunas ciudades con el nombre
de sus amigos personales: Laboulaye, Vicuña Mackenna y General Levalle (los dos
primeros políticos e intelectuales extranjeros de fuste).
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