Unos
hermosos extraterrestres
Durante el 99% de la historia humana
los viejos, los ancianos, nuestros mayores, fueron una minoría absoluta. Raramente
aparecía una persona arrugada, sin dientes, sin fuerzas. Tener un abuelo en la
familia era un milagro. Esa excepcionalidad, de alguna manera, se festejaba.
Los viejos eran respetados. Las pirámides de población demuestran que en todos
los países del mundo los viejos vienen creciendo sobre el porcentaje total de
la población. Ese incremento corre parejo con la falta de respeto a nuestros
abuelos.
Un
discurso famoso—al menos más famoso que el susodicho—dice que la delincuencia y
la violencia se generaron también en los últimos 200 años, al amparo del
anonimato, que fue creciendo acompañando el crecimiento de las ciudades.
Más habitual es escuchar que a
medida que se extiende la esperanza de vida se eleva la tasa de suicidio, casi
como si se tratara de una paradoja de nuestra sesuda especie.
Otro
lugar común es afirmar que cada día se tiene menos respeto por el otro, sea
anciano o pendejo.
Entonces
tenemos la seguridad—si nos dedicamos a la economía mental—de suponer que a
diario crece la delincuencia, la falta de respeto a los ancianos, la falta de respeto por el otro y los suicidios.
Sin
embargo— lamentablemente para tanta
certeza— existe Japón, un país casi de otro planeta, un mundo que demuestra que
todos los razonamientos—y las actitudes— podrían ser mejores. En Japón hay un
respeto por los ancianos que es emocionante. Tokio es la ciudad más poblada del
mundo y casi no tiene delincuencia. Cierto que tienen un apego ancestral por el
suicidio. Pero a ningún nipón se le ocurrió jamás tirarse bajo un bondi o bajo
las vías del tren bala. No joder al otro es una premisa muy japonesa. Esperemos
que también sea muy humana.
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