sábado, 27 de septiembre de 2014

La Colonia (cuento)



La Colonia

              I             
                         
María partió de la colonia sin mirar atrás. No sabía lo que era la nostalgia, no la había experimentado. Entendía que la nostalgia entorpece la vida, el futuro y a todos aquellos que aparecerán mañana en el camino.
Pero qué rumbo tomar, pensó María. Sus piernas, fuertes y jóvenes, la llevarían lejos, a donde ella quisiera, tan lejos que su pasado no podría mirar si a mirar atrás se decidiera. Instintivamente marchó hacia el poniente, porque el sol así le proporcionaría al menos unos minutos más de luz.
El horizonte estaba tan distante como la vejez  y a María no le hubiera  molestado caminar cuatro días. Pero el sol, que siempre es más rápido, ya tocaba al horizonte y enceguecía sus pasos. Detuvo sus piernas y bajó los ojos. Sintió el calor abrazador del fuego y reanudó la marcha una vez que el crepúsculo enseñó las primeras estrellas. Qué lindo era aquello. Una colonia en el cielo.
María desconocía que ese firmamento era idéntico al que se presentó la noche en que ella vino al mundo. Y es por eso que, para entretenerse,  empezó a ver si en el cielo pasaba algo, mientras sus piernas comían kilómetros. El desierto enfrió la arena y el viento intoxicó el aire con aroma de noche, de aventura, de futuro. Pero en el cielo no pasó gran cosa. Eso sí: las estrellas se desplazaban en el mismo sentido que el sol y que María. Se sintió acompañada.
Algo claro y puro, como la leche que estaba cultivando en sus tetas, iluminó el ambiente. Era una luz pujante que fue creciendo e hizo desaparecer muchas estrellas. Se detuvo y las dejó caminar solas a las que aún estaban prendidas del cielo. Entonces tomó coraje, y venciendo una resistencia interna que la dominaba, miró hacia atrás. La luna asomaba.

                                                         II

Había crecido encerrada por 10 años, exigencia de la colonia, y solo había escuchado a los guerreros hablar del sol, de las propiedades de la luz y de los peligros que asechaban allá afuera. María, sin embargo, sentía una animosa curiosidad por ver el exterior. Y no solo por ver el exterior, sino también por ver, por abrir los ojos, porque adentro de la colonia no existe la luz.
Así de contradictorias se le hacían las cosas ahora: recién empezaba a mirar y ya tenía que aprender a no mirar atrás. Sorprendentemente, sus piernas caminaban con una prontitud que la maravilló, porque nunca las había usado. Las había creado dios para usarlas, pensó, y también pensó que su pensamiento era bastante tonto, porque en la colonia solo ella tenía piernas; ella y su madre, los otros solo mostraban en el lugar donde deberían estar las piernas y los brazos unos apéndices del tamaño de dedos, con grandes uñas, que servían para defenderse y para atacar. Para moverse utilizaban el vientre, reptaban como víboras.  La naturaleza había sido sabia con sus congéneres, que necesitaban todas esas adaptaciones para defenderse y para atacar. El buen diseño anatómico de dios les había proporcionados cuatro armas y cuatro uñas negras que dañaban lo que tocaban. Eran los guerreros de la colonia. De ellos dependía la seguridad y la caza. Otro tanto pudo recordar de las obreras, con sus enormes antenas, siempre dispuestas al trabajo. Pero esa colonia ya no era la suya. María había partido, como toda hija de reina, para fundar su propia comunidad, con sus propios guerreros, que ya estaban en camino…

                                                             III

Cuando la luz salió fue muy triste. Era el momento de volver a la oscuridad. Este es un precepto de la naturaleza que no podía evitar. Hizo un hoyo profundo en la arena con su cola. Depositó los huevos, miles, y los tapó, cementando el montículo con su saliva, hasta que la boca le quedó seca. Luego, a un costado, hizo otro pozo, para ella. Se arrancó las piernas, como manda la naturaleza y, tapada,  rodeada de oscuridad, esperó el multitudinario nacimiento de las  guerreras y de las obreras. En ese agujero pasará el resto de su vida, refugiada del clima, inmóvil, bien servida por millardos, que la harán comer, la harán gozar y  la defenderán de todo peligro, tanto a ella como a los huevos que ponga mañana.
Pero María siempre vivirá del recuerdo hermoso de su soledad, de su caminar incansable bajo las estrellas, del descubrimiento permanente, de la libertad de elegir el rumbo.
Como el día precede y sucede a la noche, como los huevos que están antes y después de nosotros, como los pasos que da la derecha no pueden existir sin que se anticipe la izquierda, y viceversa, así de simple es la vida de una colonia, que nació de otra, que dejará otra, después de un largo camino, al abrigo de un bostezo.




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