La Colonia
I
María partió de la colonia sin mirar atrás. No sabía lo que era la
nostalgia, no la había experimentado. Entendía que la nostalgia entorpece la
vida, el futuro y a todos aquellos que aparecerán mañana en el camino.
Pero qué rumbo tomar, pensó María. Sus piernas, fuertes y jóvenes,
la llevarían lejos, a donde ella quisiera, tan lejos que su pasado no podría
mirar si a mirar atrás se decidiera. Instintivamente marchó hacia el poniente,
porque el sol así le proporcionaría al menos unos minutos más de luz.
El horizonte estaba tan distante como la vejez y a María no le hubiera molestado caminar cuatro días. Pero el sol,
que siempre es más rápido, ya tocaba al horizonte y enceguecía sus pasos.
Detuvo sus piernas y bajó los ojos. Sintió el calor abrazador del fuego y
reanudó la marcha una vez que el crepúsculo enseñó las primeras estrellas. Qué
lindo era aquello. Una colonia en el cielo.
María desconocía que ese firmamento era idéntico al que se presentó
la noche en que ella vino al mundo. Y es por eso que, para entretenerse, empezó a ver si en el cielo pasaba algo,
mientras sus piernas comían kilómetros. El desierto enfrió la arena y el viento
intoxicó el aire con aroma de noche, de aventura, de futuro. Pero en el cielo
no pasó gran cosa. Eso sí: las estrellas se desplazaban en el mismo sentido que
el sol y que María. Se sintió acompañada.
Algo claro y puro, como la leche que estaba cultivando en sus tetas,
iluminó el ambiente. Era una luz pujante que fue creciendo e hizo desaparecer
muchas estrellas. Se detuvo y las dejó caminar solas a las que aún estaban
prendidas del cielo. Entonces tomó coraje, y venciendo una resistencia interna
que la dominaba, miró hacia atrás. La luna asomaba.
II
Había crecido encerrada por 10 años, exigencia de la colonia, y solo
había escuchado a los guerreros hablar del sol, de las propiedades de la luz y
de los peligros que asechaban allá afuera. María, sin embargo, sentía una
animosa curiosidad por ver el exterior. Y no solo por ver el exterior, sino
también por ver, por abrir los ojos, porque adentro de la colonia no existe la
luz.
Así de contradictorias se le hacían las cosas ahora: recién empezaba
a mirar y ya tenía que aprender a no mirar atrás. Sorprendentemente, sus
piernas caminaban con una prontitud que la maravilló, porque nunca las había
usado. Las había creado dios para usarlas, pensó, y también pensó que su
pensamiento era bastante tonto, porque en la colonia solo ella tenía piernas;
ella y su madre, los otros solo mostraban en el lugar donde deberían estar las
piernas y los brazos unos apéndices del tamaño de dedos, con grandes uñas, que
servían para defenderse y para atacar. Para moverse utilizaban el vientre,
reptaban como víboras. La naturaleza
había sido sabia con sus congéneres, que necesitaban todas esas adaptaciones
para defenderse y para atacar. El buen diseño anatómico de dios les había
proporcionados cuatro armas y cuatro uñas negras que dañaban lo que tocaban.
Eran los guerreros de la colonia. De ellos dependía la seguridad y la caza.
Otro tanto pudo recordar de las obreras, con sus enormes antenas, siempre
dispuestas al trabajo. Pero esa colonia ya no era la suya. María había partido,
como toda hija de reina, para fundar su propia comunidad, con sus propios
guerreros, que ya estaban en camino…
III
Cuando la luz salió fue muy triste. Era el momento de volver a la
oscuridad. Este es un precepto de la naturaleza que no podía evitar. Hizo un
hoyo profundo en la arena con su cola. Depositó los huevos, miles, y los tapó,
cementando el montículo con su saliva, hasta que la boca le quedó seca. Luego,
a un costado, hizo otro pozo, para ella. Se arrancó las piernas, como manda la
naturaleza y, tapada, rodeada de
oscuridad, esperó el multitudinario nacimiento de las guerreras y de las obreras. En ese agujero
pasará el resto de su vida, refugiada del clima, inmóvil, bien servida por
millardos, que la harán comer, la harán gozar y
la defenderán de todo peligro, tanto a ella como a los huevos que ponga
mañana.
Pero María siempre vivirá del recuerdo hermoso de su soledad, de su
caminar incansable bajo las estrellas, del descubrimiento permanente, de la
libertad de elegir el rumbo.
Como el día precede y sucede a la noche, como los huevos que están
antes y después de nosotros, como los pasos que da la derecha no pueden existir
sin que se anticipe la izquierda, y viceversa, así de simple es la vida de una
colonia, que nació de otra, que dejará otra, después de un largo camino, al
abrigo de un bostezo.
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