miércoles, 4 de marzo de 2015

Doctrina



Doctrina

Elegimos una persona de tipo medio, sin muchos conocimientos, pero que los desea. Un hombre de buena voluntad cuya voluntad es más grande que su bondad. Le ponemos un docente sistemático, que le transmita conocimientos inapelables, sentenciosos, con olor a verdades irrecusables: muchos cuadros, estadísticas, palabras difíciles y mapas de todo tipo para lograr tal fin. Uno de esos “maestros del adoctrinamiento”, como yo los llamo, que saben muy bien su materia, pero que ignoran todo aquello que va más allá de sus límites.
Progresivamente el alumno empieza a creer todo, se enamora de ese conocimiento adquirido, se apasiona de dominar lo aprendido y lo aprehendido, que en el fondo son sinónimos.
La víctima sale a la calle. Se desangra cada vez que alguien pone en cuestión su conocimiento, se debate entre defenderse o salir corriendo a consultar con su profesor las palabras precisas que debe esgrimir para descalificar al inoportuno.
Le hemos inculcado un esquema de razonamiento que el pobre infeliz no puede abandonar, aunque invierta toda su voluntad. Somos dueños de su cuerpo y de su alma. (En realidad, ya no tiene alma, pero de alguna manera hay que decirlo). Sus ojos son los nuestros. Sus palabras son parte de nuestra lengua. Sus enemigos son casi parecidos a nuestros enemigos. Pero su credulidad, que nos pertenece, es exclusivamente suya. Se ha convertido en un títere. Es ideal para usarlo y desecharlo. Se ha convertido en un forro.  Y, de ser necesario, mañana lo pondremos a laburar para nuestros enemigos, con el beneplácito de nuestros enemigos.

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