viernes, 5 de febrero de 2016

El verdugo (Cuento)


Pobre mujer. Le cortaron la cabeza. No se resistió. ¿Cómo podría haberlo hecho si ya no tenía fuerzas? Sobre la sangre aún caliente, el Líder miró al público. Cinco mil personas se pusieron a aplaudir, con rabia. Era un calvario. Un infierno. No había lugar para gente tibia y gris.
 A nadie se le hubiera ocurrido dejar de aplaudir. Era lo mismo que delatarse como enemigo o mostrar inconformidad. Los aplausos llegaban desde todos los sectores, se elevaban como gritos espeluznantes. La histeria colectiva iba en aumento. Dos, tres, diez minutos. Los aplausos eran aún más ruidosos que al comienzo. ¿Quién se podía animar a bajar los brazos? Uno se paró. Se pararon todos. Alguno se animó con un ¨bravo¨ a todo pulmón. Muchos lo siguieron. Finalmente todos lo siguieron. ¡Bravo!, ¡bravo!  El sonido característico del aplauso, que se parece al de la lluvia, se mezcló con los truenos de los miles de ¨bravos¨. Una tormenta de lujuria demoníaca tomó el recinto. Un osado, lleno de obsecuencia irrefrenable,  se animó a intercalar piropos entre los ¨bravos¨: ¨Líder sos mi vida¨, ¨Líder te quiero¨, ¨Líder, sin vos no somos nada¨.
Con el correr de las horas, los piropos cesaron, los ¨bravos¨ fueron disminuyendo, pero nadie dejaba de aplaudir. Permanecían de pié. Paraditos eran indistintos, pero si alguien se hubiera sentado se hubiese destacado del resto, lo cual era algo impropio, salvo para el Líder. Así que el aplauso continuó, aunque un poco atenuado por el cansancio.
 Quien nunca aplaudió mucho y sin parar no sabe el ejercicio fenomenal que eso supone. Lo primero que te duele son los hombros. Ellos son los culpables de que los codos quieran bajar. Cuando no te queda otra, bajás los codos y eso distiende los hombros. El problema es que seguís aplaudiendo, pero nadie te ve, porque ocultás las palmas a las espaldas del que tenés inmediatamente adelante. Entonces elevás la potencia de tus aplausos para que nadie sospeche nada, con el consecuente derroche de energía que eso implica. A la hora y media, las palmas están rojas como una braza prendida y los huesos de la muñeca, que son muchos, piden paz, y los dedos se quejan como escarbadientes entre las muelas, y el sudor invade tus brazos, y no podés tomar agua porque dejarías de aplaudir, y el hedor de la transpiración acumulada apesta, y vos seguís aplaudiendo. Pero, ¿hasta cuándo?
Un señor mayor, vencido, rendido, dejó de aplaudir. Solito subió al escenario y solito metió la cabeza en la guillotina, así que yo no tuve que hacer nada. 
Sin embargo, ahora entre los aplausos faltaban cuatro palmas: las dos de la mujer y las dos del anciano. De modo que la tormenta era mucha, pero no tan masiva. Además, todos estaban bastante cansados.

El tiempo transcurrió y en el público sólo queda un espectador. ¡Si si!: ¡Sigue aplaudiendo! En tanto, yo continúo sin hacer mi trabajo, porque ni a uno sólo se le ocurrió resistir ante la guillotina. Mejor así. Hubiera tenido que dejar de aplaudir. 

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