Pobre mujer.
Le cortaron la cabeza. No se resistió. ¿Cómo podría haberlo hecho si ya no
tenía fuerzas? Sobre la sangre aún caliente, el Líder miró al público. Cinco
mil personas se pusieron a aplaudir, con rabia. Era un calvario. Un infierno. No
había lugar para gente tibia y gris.
A nadie se le hubiera ocurrido dejar de
aplaudir. Era lo mismo que delatarse como enemigo o mostrar inconformidad. Los
aplausos llegaban desde todos los sectores, se elevaban como gritos espeluznantes.
La histeria colectiva iba en aumento. Dos, tres, diez minutos. Los aplausos
eran aún más ruidosos que al comienzo. ¿Quién se podía animar a bajar los
brazos? Uno se paró. Se pararon todos. Alguno se animó con un ¨bravo¨ a todo
pulmón. Muchos lo siguieron. Finalmente todos lo siguieron. ¡Bravo!, ¡bravo! El sonido característico del aplauso, que se
parece al de la lluvia, se mezcló con los truenos de los miles de ¨bravos¨. Una
tormenta de lujuria demoníaca tomó el recinto. Un osado, lleno de obsecuencia
irrefrenable, se animó a intercalar piropos
entre los ¨bravos¨: ¨Líder sos mi vida¨, ¨Líder te quiero¨, ¨Líder, sin
vos no somos nada¨.
Con el correr
de las horas, los piropos cesaron, los ¨bravos¨ fueron disminuyendo, pero nadie
dejaba de aplaudir. Permanecían de pié. Paraditos eran indistintos, pero si
alguien se hubiera sentado se hubiese destacado del resto, lo cual era algo
impropio, salvo para el Líder. Así que el aplauso continuó, aunque un poco
atenuado por el cansancio.
Quien nunca aplaudió mucho y sin parar no sabe
el ejercicio fenomenal que eso supone. Lo primero que te duele son los hombros.
Ellos son los culpables de que los codos quieran bajar. Cuando no te queda
otra, bajás los codos y eso distiende los hombros. El problema es que seguís
aplaudiendo, pero nadie te ve, porque ocultás las palmas a las espaldas del que
tenés inmediatamente adelante. Entonces elevás la potencia de tus aplausos para
que nadie sospeche nada, con el consecuente derroche de energía que eso
implica. A la hora y media, las palmas están rojas como una braza prendida y los
huesos de la muñeca, que son muchos, piden paz, y los dedos se quejan como
escarbadientes entre las muelas, y el sudor invade tus brazos, y no podés tomar
agua porque dejarías de aplaudir, y el hedor de la transpiración acumulada
apesta, y vos seguís aplaudiendo. Pero, ¿hasta cuándo?
Un señor
mayor, vencido, rendido, dejó de aplaudir. Solito subió al escenario y solito
metió la cabeza en la guillotina, así que yo no tuve que hacer nada.
Sin embargo,
ahora entre los aplausos faltaban cuatro palmas: las dos de la mujer y las dos
del anciano. De modo que la tormenta era mucha, pero no tan masiva. Además,
todos estaban bastante cansados.
El tiempo
transcurrió y en el público sólo queda un espectador. ¡Si si!: ¡Sigue
aplaudiendo! En tanto, yo continúo sin hacer mi trabajo, porque ni a uno sólo
se le ocurrió resistir ante la guillotina. Mejor así. Hubiera tenido que dejar de aplaudir.
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