miércoles, 26 de febrero de 2014

Lo que aprendí de los menonitas


Lo que aprendí de los menonitas

Estudiar Biogeografía, que es una mezcla de geografía y ecología, puede ser una estafa. En efecto, lo que te enseñan es que en la pampa hay pumas que descansan al amparo de frondosos ombúes, por solo dar un ejemplo. En realidad, está visto, lo que se estudia es arqueología zoológica, porque nadie con dos dedos de frente cree que de camino a Mar del Plata se puede cruzar con un puma, a menos que se trate de un rugbier que vuelve de Pinamar. Es más, continuando con este razonamiento falaz, es probable que los ecólogos nos enseñen que por la Ruta 2 nos podemos encontrar con una flota de querandíes sedientos de sangre, e incluso puede que nos dejen implícito, a su pesar, que estos indios son parte de la naturaleza impoluta que estos docentes nos quieren transmitir. 

¿Por qué tanta ceguera? ¿Por qué los docentes de geografía siguen enseñando que las cosas son lo que ya no son? No digo todos, pero sí una gran mayoría. Creen en los libros más que en sus ojos, y no son capaces de detenerse a pensar dos segundos en lo que pregonan.

Pero podemos ir directamente a la madre del borrego: ¿por qué aún se editan textos escolares que medran con estas mentiras? Según ellos, en la pampa no hay árboles, como en la época de los querandíes; en Santa Fe hay venados por doquier que, tenemos que suponer, comen soja; y en el chaco hay árboles leñosos con los cuales se construyen los durmientes de los trenes, justamente ahora que llevamos medio siglo sin tender una vía. Sin dudas, hay escasos núcleos forestales remanentes, especialmente las reservas, pero no podemos seguir poniendo esas excepciones como si fueran la regla.

Recuerdo particularmente a un profesor, que no era ningún boludo, entrando a la Reserva ecológica de Costanera Sur. Se detuvo ante la entrada. Se lo notaba extraño, anonadado. Era evidente que sus ojos expertos miraban algo que nosotros, simples mortales, no podíamos apreciar. Era la presencia de una palmera en la entrada. Explicó que esa palmera continúa alzándose allí a pesar de ser un árbol ajeno al ambiente; una plaga vegetal. Agregó que él había sugerido que se voltee esa plaga, y que no había sido el único ecólogo que eso propuso, pero que los implicados en la labor se toparon con el prejuicio más arraigado: voltear un árbol es casi un tema tabú, aunque se trate de una plaga. Peor aún, esa palmera tuvo hijitos, y hoy su descendencia merodea las costas de la laguna más grande de la reserva. A pesar del aprecio personal que le tenía, me pareció que el profe no hacía otra cosa que arqueología.

No obstante lo cual, hay casos de exterminio del ambiente original de muchos lugares del país que nos dan una lección de vida. En Guatrache, La Pampa, hay una colonia menonita más que importante y sumamente próspera. Hablan en holandés del siglo XVI y están privados de la televisión y de todo contacto insidioso con la modernidad. Fabricaron su prosperidad con el caldén, que es el árbol autóctono más abundante. Con él construyen sus muebles, sus establos, sus casas, sus atrios y sus ataúdes. La tala indiscriminada del caldén los está perjudicando grandemente, pues en ese árbol basan todo. Gran parte de la comunidad se está marchando tierra adentro, a los confines más recónditos de La Pampa. No es la primera mudanza que hacen: en un comienzo se instalaron en Santa Fe, pero fueron barridos por el progreso.

Esto me mueve a tres reflexiones. En primer lugar, los indios nos son los únicos grupos humanos que son corridos a la fuerza por la mano del progreso. En segundo lugar, los menonitas demuestran, como tantas minorías protestantes, que el progreso puede tener lugar en las condiciones más adversas. Y por último, que para que la naturaleza se manifieste con plenitud es necesario que todos los hombres—incluidos los menonitas, los que abogan por el progreso, los indios y los ecólogos idealistas— se muden a otro continente. Es la única manera de que la realidad vuelva a coincidir con los libros.

 

 

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